Magda había salido aquella tarde con lo puesto. Un top ajustado y unos pantalones de tela vaquera rasgados y desgastados, simulando una vejez que en realidad no existía. Mucho se había especulado hasta entonces sobre los métodos utilizados para desgastar una tela que ni el propio paso del tiempo conseguía desgarrar. Entre todas las habladurías estaba la que afirmaba que los métodos usados resultaban tan perjudiciales para la salud de quien decidiera vestirlo como comerse un gramo de níquel enriquecido con uranio. Pero ahí estaba Magda, como muchas otras personas antes que ella, esperando la línea 18 en la estación central de Odesa, de piernas cruzadas y resguardando sus manos del frío entre las radiactivas fibras de sus pantalones.
Era bien sabido que Kiev, capital del distrito Ucraniano del U-Empire, no era un lugar apropiado para andar deambulando, pero Magda tomaba esa misma línea cada día. Como el día anterior, se sumergía en el punto más conflictivo del U-Empire durante casi todo el día, y antes de caer la noche, volvía a Odesa. Las mujeres de su barrio, al verla llegar a esas horas, especulaban. Era prostituta, era dama de compañía, Stripper, la señorita capricho de algún magnate asqueado de dinero. Y aunque pudiera parecer que sus vecinas rebosaran astucia, aunque cada una de ellas tuviera la certeza de haber acertado en su propuesta, Magda regresaba, ajena a todas esas habladurías, resguardando sus brazos del frío ucraniano sin levantar siquiera la mirada.
En el fondo nadie sabía quién era Magda, en el fondo, todas sabían, cuando hablaban de ella, que algo no cuadraba, su maquillaje no era el propio de una puta, a pesar de la acusación, tampoco su ropa, tampoco la hora de salida ni de llegada cuadraban con lo que solía ser el horario de trabajo de estas mujeres. Entonces, ¿que había de verdad en todo eso?
Cuando Magda abrió la puerta de su apartamento, la madera crujió con fuerza al quedarse brevemente atrancada con una piedrita que, aparte de mellar el bajo de la madera, también dejó un sendero marcado en el suelo tras el empujón de la joven ucraniana, que aporreó la puerta con el pie, harta de que aquel dia, todo se le hubiera puesto en contra. Su maquillaje, discreto pero resolutivo seguía intacto, pero su mejilla derecha lucía levemente amoratada, y su labio inferior presentaba una herida abierta que había sangrado pero que ya no lo hacía.
Cerró la puerta y la chaqueta cayó al suelo, cerró y maldijo la vida que le había tocado, cerró y una bota, después la otra, marcaron los pasos que ya había dado hasta la ducha, donde la luz advirtió una serie de contusiones a lo largo y ancho de su espalda. Magda tenía el cabello negro, los ojos azules como el cielo y una piel impolutamente blanca, Magda solía derretir el hielo con su sonrisa, con su mirada y la franqueza de su voz, de sus palabras.
Ivana shevchenko, una de esas mujeres que tanto se lo preguntaban, se aventuró un día a conocerla, pues Magda no llevaba mucho tiempo viviendo en el barrio. Cuando Ivana golpeó la puerta con sus nudillos, una joven despampanante, de penetrante mirada, se aventuró a recibirla. Supo entonces que no era una prostituta, supo que no era una dama de compañía, tampoco una stripper, y supo de primeras, teniendo en cuenta las condiciones en las que Magda vivía, que ningún magnate asqueado de dinero abalaba su vida. A diferencia de las demás, Ivana sabía esto, pero no sabía nada más, por eso, cuando el carrito de amigas cuarentonas se reunía todos los viernes a la hora del vermú, Ivana siempre mantenía la discreción cuando Magda salía a relucir. No quería que la relacionaran con ella por miedo a ser excluida, quería sin embargo, arrojar algo de luz sobre esa pobre chica injustamente discriminada, quería que supieran que Magda vivía en precarias condiciones, pero ¿cómo hacerlo sin que las siguientes preguntas fueran las más obvias? “¿Cómo sabes eso?¿La conoces?¿De qué la conoces?”. Por eso callaba, una y otra vez.
Martina Polosnev llegó a verla una vez bajar de una Ducati Monster SP del año 2023 negra, o al menos eso sostenía cuando de Magda se hablaba, que era un chico quien conducía aquella noche, en cuanto al modelo, a la pregunta adyacente, sostuvo que Ivan, su marido, un fanático sin igual por el motociclismo, lo vio con ella, pero Karina siempre discrepaba, “Si una moto hubiera aparecido por este barrio, lo habriamos oído, querida”, alegó con desprecio, negando la veracidad de las palabras de Martina, y jactándose de forma pedante de ser la mayor cotilla del mayor consejo de cotillas de toda Ucrania. “No digas tonterías”. Karina era así, por eso Ivana prefería no hablar cuando salía el tema, porque sabía que si no era Karina la protagonista de la gesta, no era verdad. El ego juega sus cartas, y no siempre está a favor de uno. Ivana lo sabía, Karina no. Karina seguía creyendo que todas la creían, que no hablaban porque era ella quien tenía la batuta, la verdad absoluta, cuando en realidad era todo lo contrario.
El caso es que cuando Ivana llamó a la puerta, Magda la recibió amablemente, y a pesar de la precariedad de su apartamento, la invitó a pasar.
—Adelante, no te quedes ahí —le dijo.
Ivana se adentró en el apartamento y pudo ver un colchón sobre dos coloridas mantas al fondo de la sala, bajo el batiente de la ventana, una mesa para café repleta de papeles y un solo sillón de dos plazas. En la cocina, una estancia separada por una barra que simulaba ser un bar, nada más que una nevera, y un pequeño mueble donde se alojaba el microondas. Ivana quedó consternada al ver las condiciones en las que vivía Magda.
—Sinceramente —se atrevió a decir Ivana, en una de sus reuniones matutinas con el consejo —no creo que se trate de una prostituta, tampoco tiene pinta de ser stripper.
Y en ese justo momento se detuvo, hablar más implicaría salirse de su zona segura, implicaría la absorción de más detalles, y eso, de nuevo suscitaría más preguntas.
—Ninguna lo parece hasta que cae la noche, reina —alegó Karina. Las demás callaron.
Olena siempre le seguía la corriente a Karina, era la más inteligente de todos. El caramelo al tonto, el tonto contento, solía decir, con la sutileza de una vivora, y tan efectivo era su tono, tan efectiva era su tecnica, que incluso la propia Karina, le daba la razón sin siquiera darse cuenta de que esto, Olena solía decirlo justo cuando Karina buscaba protagonismo. Claro que sí cielo, es exactamente como tu dices.
Nadie lo sabía, pero no fue Ivana la primera en visitar a Magda, Olena se adelantó, justo después de que aquella moto dejara a Magda en el portal. Llamó a su puerta, al igual que Ivana, y al igual que sucedió con Ivana, Magda la invitó a entrar, entonces no había colchón, tampoco había papeles sobre la mesa, y la nevera no era la misma, la que Olena vio yacía sobre la barra que separaba la cocina del salón y presentaba una de las marcas más prestigiosas de ucrania en su dorso. Olena sabía que Magda no era una prostituta, tampoco una stripper. Olena también sabía que lo que Martina había dicho sobre la moto era verdad, sin embargo, en aquella conversación no hizo nada por respaldar a ninguna de sus compañeras frente a Karina.
—Soy Olena Dombrowsky, tú debes de ser Magda —dijo. Y Magda asintió, por supuesto, con una sonrisa, disimulando la sorpresa.
—¿Dombrowsky? —preguntó. Recordando de pronto un fragmento de su niñez, recordando al señor Dombrowsky, su profesor de matemáticas de la escuela, de un tiempo en el que todo era distinto, un tiempo en el que su único problema eran las clases y volver a casa tras estas. Mamá esperaba con la comida lista, y papá llegaba quince minutos después para reunirse con sus tres hijos y su mujer alrededor de la mesa. A pesar de sentir la tentación de profundizar más en su propia pregunta, reemplazó su verdadero deseo de contarle a Olena todo esto y dijo:
—Alianova.
El estrechamiento de manos se rompió y la oportunidad de profundizar en el señor Dombrowsky y sus padres se evaporó.
—¿Que te trae por aquí, Magda Alianova? —preguntó Olena mientras observaba un amasijo de papeles que Magda tenía sobre la barra de la cocina.
—Ningún magnate la avala —afirmó entonces Olena, en la reunión de brujas, y para no levantar sospechas, hizo que todas las demás recapacitaran y pensaran en algo; —de ser así, no estaría viviendo en esta miseria de barrio.
Karina arrugó el morro y oteó a todas las demás, buscando la aprobación unánime, para que, de algún modo, el mérito de Olena, quedara eclipsado de nuevo por su protagonismo. El caso es que Martina sostenía que una noche la vio llegar en moto, y aunque Olena lo supiera, decidió guardar silencio, por otro lado, para cuando Ivana fue a visitarla, Olena ya había estado allí. La única que seguía sin conocer a Magda de verdad, era Karina.
El agua cayó sobre la espalda magullada de Magda, prometiendo no romperla más de lo que ya estaba. Su pulso tembloroso, cobarde ante la dicha de frotar sobre las contusiones, titubeó durante unos segundos mientras la esponja se acercaba lentamente a la zona afectada. Muy cerca del pantalón, sobre la chaqueta, más allá del alcance del agua de la ducha, asomaba la bocacha de acero de una Beretta 92 cubierta parcialmente de sangre.
El teléfono de Karina sonó poco después de que Magda se pegara esa ducha, eran las cuatro de la madrugada. Su marido dormía como un cerdo sudoroso empobrecido por su propia mugre y sus dos hijos, hartos de jugar a la videoconsola, también. Karina se levantó de la cama y atendió la llamada con urgencia, se alejó de toda su vida y se asomó brevemente por la ventana.
—Al habla Karina —susurró —¿novedades?
Y en cuanto el llamante comenzó a hablar, su rostro se tornó enfurecido y completamente ajeno a cualquier emoción que asociara a su ser, a su persona, con la especie a la que pertenecía.
La luz del apartamento de Magda estaba encendida. Lo que significaba que…
—Ha escapado, mi señora.
Eso mismo.
—Maldita sea, Krait —masculló Karina con rabia mientras los dedos con los que sujetaba la cortina se cerraban lentamente. —¿Lo saben los de arriba?
—Por eso mismo la llamo, señora, para advertirla —respondió Krait—; tiene que desaparecer.
El teléfono de Karina no fue el único en sonar aquella noche. Olena estaba viendo el programa matinal ucraniano cuando el estribillo de la canción “Separate Ways” de Journey rompió el silencio desde su teléfono y despertó por un breve instante al dormilón de su marido. Un encanto, sin lugar a dudas, un tipo que tendía la ropa, que hacía todas las tareas de la casa y que, además, aguantaba más de dos minutos en la cama. Olena creyó que le había tocado la lotería cuando conoció a Viktor. Tras colgar la llamada, miró fugazmente a Viktor e intentó borrar de un plumazo todo lo que esa vida le había concedido.
Martina bajó al garaje de inmediato y, con la ayuda de Ivan, sacudió una lona polvorienta, dejando al descubierto una moto, una Ducati Monster SP del año 2023.
—¿Es la hora? —preguntó Ivan. Ella asintió y guardó una Beretta idéntica a la de Magda en la parte trasera del pantalón.
—Es la hora —admitió.
Porque Magda había llegado esa noche llena de contusiones, y a Karina le habían despertado con la buena nueva, a falta de un término más adecuado, de que la misión había fallado y de que tenía que desaparecer. Cuando Ivana colgó la llamada, Magda soltó el teléfono. Cuando Magda lo hizo, Ivana disparó a su marido, Krait Antonov, a sangre fría, mientras usaba la cisterna a modo de tapadera para su verdadero propósito. Y cuando Karina quiso salir de su apartamento, la Beretta de Olena puso punto y final a una operación orquestada por Black Lotus, la división de inteligencia no gubernamental por excelencia del Conglomerado del Nuevo Mundo.
En cuanto a Magda, no. No era una puta, ni aquel corrillo de cotillas era un corrillo de cotillas. Como muchas otras personas, Magda esperaba la línea 18 en la estación central de Odesa, de piernas cruzadas y resguardando sus manos del frío entre las radiactivas fibras de sus pantalones. Tomaba esa misma línea cada día, como el día anterior, se sumergía en el punto más conflictivo del U-Empire durante casi todo el día, y antes de caer la noche, volvía a Odesa. Magda no era una puta, no. Magda era la mejor agente encubierta de Paradox, la agencia de inteligencia del U-Empire, y aquel corrillo de cotorras no era otra cosa que dos agencias de inteligencia intentando destruirse la una a la otra.