Durante el interregno que provocó Olyvia, el cuerpo de Élite del emperador, los Vanguards, y Paradox, la división de inteligencia del U-Empire, se unieron y trabajaron codo con codo en aras de mantener la estabilidad y el orden en el imperio. Afrontando, por un lado, el problema que representaba la corta edad de la pequeña Dahersala, afrontando el hecho de que aún era una mujercita demasiado joven como para imperar, por otro lado, el hecho de que todas las pruebas y evidencias halladas en los aposentos del emperador apuntaran en una misma dirección. En dirección a una guerra, para ser más exactos.
Cuando la directora de operaciones de Paradox comprendió la verdadera naturaleza de lo sucedido, entendió a su vez que enviar a los Vanguard sería declarar de forma abierta la guerra a Black Lotus, y con esto, al Conglomerado del Nuevo Mundo.
—No nos conviene una guerra, no por ahora —comentó en voz alta, interrumpiendo el bullicioso vaivén de voces que inundaba la sala. El doctor Jean, el parisino médico forense de la ciudadela de los Vanguard, apoyó a la directora de Paradox en esto. Enkel Whalberg, el primer ministro del U-Empire y primer representante del emperador en el distrito 3, antaño conocido como Alemania, negó con la cabeza y golpeó la mesa, alzando así su cabeza, su discrepancia, tal vez su egolatría, por encima de todas las demás.
—¡Han asesinado al emperador! —exclamó. Su tono germanizado difería de forma considerable del deje ucraniano de la directora de operaciones de Paradox. —¡Es una declaración de guerra a toda costa!
Carlo Bennedetto, representante del distrito de Ítalo decidió hablar por fin. Olga tornó sus ojos hacia él.
—Yo estoy con Enkel; un acto así no puede quedar impune —comentó con indiferencia mientras golpeaba la mesa con las yemas de los dedos, como si tuviera miedo de ensuciarse el traje al hacerlo.
Y tras un largo tira y afloja al que no tardaron demasiado en unirse el resto de representantes del U-Empire, tras un agobiante y constante desacuerdo cruzando la mesa de aquí para allá, la puerta se abrió e interrumpió el bullicio. La figura que emergió de la luminosidad que aún se colaba por las ventanas situadas más allá del corredor, reclamó la atención de hasta los más exigentes.
La niña, a estas alturas, huérfana de padre y de madre, caminó y atravesó la sala hasta alcanzar el trono vacío de su padre, como si lo hubiera estado practicando a escondidas, y se sentó en él. Todos la miraron, todos se miraron entre sí, y volvieron a mirarla, una y otra vez, mientras un mar de preguntas emergía en cada una de sus limitadas cabezas.
—Mi señora —Olga se inclinó ante ella y preguntó —¿No deberíais estar estudiando?
—Debería —comentó la pequeña—, pero creo que esto es más urgente.
—¿Qué queréis decir con “esto”?
—Antes de que yo entrara, estabais gritando como cavernícolas acerca de una guerra, por otro lado, mi doncella me ha hecho saber esta mañana que mi padre no murió por causas naturales como se creía, sino porque alguien lo envenenó —alegó —, no es muy difícil entender lo que ocurre.
El doctor Jean sonrió ante la astucia de la pequeña, sin duda era hija de su padre y, por supuesto, de su madre.
Olga se cruzó de brazos y arrugó el morro reprimiendo las ganas de sonreír de forma aún más evidente, si cabía, frente a la simpatía y la dulzura intrínseca en el acto o la intención de la jovencita de aparentar más edad de la que en realidad tenía. La pequeña interrumpió su intención de hablar con un ademán que resonó en el subconsciente de todos los allí presentes y les recordó, aún sin pretenderlo que, por poca que fuera su edad, su mano pesaba tanto como la de su padre. Algunos sonrieron, al igual que la directora de Paradox, imbuidos de un orgullo que, por el propio bien de la pequeña emperatriz, no les estaba permitido manifestar. Olga permaneció en silencio, mientras la imagen del bueno de Aiden cobraba fuerza en su memoria. La niña había sacado su carácter, y esto no era algo malo precisamente, sino todo lo contrario, la mano de Lord Aiden, firme y decidida, había mantenido a raya la vehemencia de todos esos inconsecuentes para los que cualquier incidente se tornaba en un motivo de guerra.
—Y entendiendo lo que ocurre —comentó la joven emperatriz —, supongo que lo mejor es devolver el golpe…
Los detractores de la directora sonrieron al comprender. ¡No!, al tergiversar las intenciones de la pequeña.
—Sin embargo —prosiguió, y señaló con un ademán a Olga—, como bien decía la directora. No nos conviene entrar en guerra en tiempos como estos. Yo no soy mi padre, ni tengo su experiencia para afrontar los posibles contratiempos que dicho conflicto pueda generar…
—Pero, mi señora —trató de intervenir Enkel. Carlo Bennedetto le miró, como si mentalmente le estuviera transmitiendo sus propias intenciones al alemán.
—No he terminado —objetó la pequeña Dahersala, dicho esto, volvió a mirar a cada uno de los integrantes que conformaban el comité —, mi padre era Lord Aiden I, el pacífico. Y sabéis tan bien como yo que él no querría una guerra. Es por este motivo…
—¿Vas a permitir que el Conglomerado del Nuevo Mundo se salga con la suya? —interpelo Carlo Bennedetto. Dahersala hendió sus ojos violetas en él y algo en el reflejo plateado de su lacio cabello le hizo estremecerse.
—¿Acaso os he pedido que habléis, Sir Bennedetto? —espetó la niña —, además, ¿que tiene que ver el conglomerado en todo esto? Sentaos y cerrad la boca.
Sir. Bennedetto obedeció a la niña y tomó asiento, con la boca sellada a cal y canto, dispuesto a tragarse sus propias discrepancias, Enkel Whalberg hizo lo mismo, predicó con el ejemplo de su compañero y, al igual que él, se limitó a escuchar a la niña desde su asiento.
—Ahora escuchadme bien —enunció la pequeña en voz alta —, Black Lotus, que no el Conglomerado del Nuevo Mundo —esto último lo dijo mirando fijamente a Benedetto—, se ve así mismo como el vencedor de este conflicto, y no les culpo, de veras que no. Se aprovecharon de la vulnerabilidad y la arrogancia de mi padre, de su lado más humano y confiado y consiguieron entrar hasta sus aposentos, donde de forma vil y deshonrosa lo asesinaron. No digo que no me moleste, ese hombre era mi padre, no excuso nada de lo que hicieron. Solo digo que entiendo por qué lo hicieron, y si todos los que estáis aquí presentes analizarais la situación con el debido detenimiento que merece, entenderíais por qué no nos conviene una guerra. Yo aún soy una niña, no podría liderar, aunque quisiera, una ofensiva de tales dimensiones, no generaría la confianza suficiente entre las tropas como para servirles de inspiración. Me falta credibilidad y confianza. Dicho esto, si algo he aprendido de mi padre, es que el enemigo más peligroso es aquel al que no ves venir. Black Lotus cree que ha ganado, y lo que menos espera es que una niña de doce años como yo sea capaz de darle donde más les duela, porque dolerá…