La oscuridad hablaba.
Al principio eran sólo susurros —jirones de recuerdos ajenos flotando en la negrura como algas en un mar subterráneo—. El Espectador no tenía boca para gritar ni pulmones para ahogarse, pero la memoria del humano quemaba por dentro, viva y venenosa.
Una mano pequeña agarrando un trozo de pan caliente. El crujido de la corteza. La miga cayendo sobre un delantal manchado de harina.
El recuerdo lo sacudió con violencia. ¿Era suyo? No. Era de él, del cuerpo que ahora yacía destrozado en el rincón más húmedo de la cueva, pero no le pertenecía. Aún así, la imagen se aferraba a su conciencia con garras de acero.
Se retorció. Las paredes de piedra gimieron en respuesta.
El Espectador no lo sabía aún, pero la mazmorra era un espejo roto de su alma: estrecha, fría y llena de bordes afilados. Cada vez que un espasmo de dolor lo recorría, las estalactitas del techo crecían un poco más. Cuando los recuerdos lo golpeaban con algo parecido a la tristeza (¿era eso lo que ardía en su núcleo?), el suelo exudaba una sustancia negra y pegajosa que olía a metal y a invierno.
La primera lección llegó con el hambre.
El cuerpo del humano —su banquete involuntario— comenzaba a descomponerse. El Espectador observó cómo los hilos de esencia que lo habían alimentado se enredaban ahora en las grietas del suelo, brillando débilmente antes de desvanecerse. Pronto no quedaría nada.
Tienes que cazar, le susurró un instinto más viejo que las estrellas.
Pero ¿cómo? Estaba enterrado bajo toneladas de tierra y roca. No tenía forma, ni fuerza, ni voz.
Entonces lo recordó:
Un niño escondido en un granero, conteniendo la respiración mientras pasaban los soldados. El olor a heno seco. El polvo bailando en un rayo de luz.
Supervivencia.
Con un esfuerzo que le hizo brotar chispas de dolor en los bordes de su conciencia, el Espectador extendió un tentáculo de sombra hacia el techo. La piedra cedió como cera caliente, abriendo un delgado túnel hacia arriba, hacia donde la nieve seguía cayendo. No podía llegar a la superficie (no aún), pero sí alcanzar las raíces de los pinos, esas venas gruesas que bebían de la tierra.
Las tocó.
Y supo.
Los árboles estaban llenos de vida lenta y verde, de savia espesa que olía a resina y tiempo. No era tan dulce como la esencia humana, pero alimentaría su núcleo el tiempo suficiente para...
¿Para qué?
Otro recuerdo, este hecho de cicatrices:
— ¡Las mazmorras son cánceres! ¡Hay que extirparlos!. Un hombre alto con una lanza de hueso gritando.
El Espectador contrajo sus sombras. Las paredes de la cueva gruñeron y se cerraron un poco más, como un puño apretándose alrededor de un cuchillo.
Solo después de intentarlo con toda su concentración, pudo entenderlo.
Si concentraba los últimos restos de energía del espectador en un punto de la cueva, podía crear cosas.
No eran reales. No del todo.
Pero cuando moldeó el primer señuelo —un destello azul que flotaba sobre la roca como una luciérnaga agonizante—, sintió algo parecido al asombro.
¿Funcionaría?
No tenía que esperar mucho.
En algún lugar arriba, un zorro olfateó el aire. Un pájaro picoteó la nieve cerca del túnel invisible.
Y muy, muy lejos, un cazador que llevaba días buscando el cadáver del "abérrate" sintió un escalofrío al ver una luz azul entre los árboles.
El Espectador no lo sabía aún, pero acababa de tender su primer cebo.
Y el mundo, siempre hambriento de tragedias, estaba a punto de morder.
La luz azul titilaba entre los árboles como una estrella caída.
El cazador se detuvo, los nudillos blancos alrededor del mango de su lanza. Había seguido el rastro del aberrante durante días, y ahora esta anomalía brillante en medio del bosque gélido le gritaba trampa con cada centímetro de su instinto. Pero también le susurraba tesoro, respuestas, venganza.
Avanzó.
El Espectador, desde las profundidades, sintió el peso de sus pasos a través de las raíces de los pinos. La excitación le recorrió como una descarga —¡funcionaría!— hasta que el hombre se detuvo a dos metros del señuelo, escupió al suelo, y dio media vuelta.
La decepción fue un puñal de hielo.
En la oscuridad de la cueva, el Espectador se contrajo alrededor de su núcleo. Los recuerdos robados bullían en su interior, fragmentos de vida ajena que ahora le servían de mapa para un territorio que no entendía. Rebuscó entre ellos con la urgencia de un ahogado:
Un anciano muriendo en una cama, rodeado de velas. Muerte.
Un herrero golpeando metal al rojo vivo. Herramientas.
Un soldado clavando su espada en el pecho de otro. Matar.
La última imagen lo hizo estremecer. ¿Eso era lo que necesitaba? ¿Abrir carne como el humano había abierto a su enemigo?
Su hambre gruñó más fuerte que la repugnancia.
El núcleo palpitó bajo sus sombras. Ahora que estaba lleno, había cosas en su interior. El Espectador hurgó en esa oscuridad personal hasta que sus pseudópodos encontraron un objeto frío y afilado.
Lo sacó.
El hacha era fea —oxidada, con el filo mellado— pero al sostenerla, un nuevo recuerdo emergió:
— Corta aquí, le decía su padre señalando el tronco, donde duele. Un leñador en el bosque, sudando bajo el sol mientras derribaba un roble.
El Espectador no tenía padre. Pero ahora tenía un arma.
La superficie era una bofetada de luz y frío.
La nieve lo cegó al principio. Sus "ojos"—simples hendiduras en la masa sombría que hacía las veces de rostro—ardieron al adaptarse. El mundo era blanco y gris, infinito y aplastante. No sintió miedo. Solo una curiosidad brutal.
Allí.
Las huellas del cazador serpenteaban entre los árboles. El Espectador las siguió, el hacha pesándole como un pecado en lo que debería haber sido una mano.
El hombre estaba rezando cuando lo encontraron.
Arrodillado junto a una hoguera diminuta, sus labios moviéndose en silencio. El Espectador alzó el hacha —torpemente, como un niño sosteniendo su primer lápiz— y dejó caer el filo.
La hoja se clavó en el hombro izquierdo del cazador con un crunch húmedo.
La sangre era más roja de lo que había imaginado.
El hombre gritó —una palabra que el Espectador no entendió pero que sintió como un latigazo— y se giró, empuñando su lanza. Sus ojos se abrieron como platos al ver la criatura que tenía frente a sí:
Una silueta humanoide hecha de sombra que goteaba alquitrán.
Un rostro liso donde debería haber ojos, nariz, boca.
Y en lo que parecía ser una mano, su propia hacha de reserva, ahora manchada con su sangre.
— ¿Qué demonios...?, masculló el cazador, pero el Espectador ya estaba moviendo el arma de nuevo, esta vez horizontalmente.
Falló.
El hombre rodó hacia atrás, profesional incluso en el pánico. Su lanza dibujó un arco plateado en el aire antes de clavarse en el costado del Espectador.
El dolor fue nuevo.
No el dolor abstracto de absorber esencia, sino algo caliente y personal. El Espectador retrocedió, mirando el hierro que le atravesaba las sombras. ¿Era esto morir?
No. Porque su núcleo seguía latiendo, furioso, en las profundidades.
El cazador jadeó, sujetándose el hombro sangrante. La herida no era mortal —solo un corte superficial— pero el dolor lo había sacado de su estado de oración. Ahora miraba al Espectador con una mezcla de terror y odio puro.
Los dos enemigos se miraron —uno con la determinación de sobrevivir, el otro con la confusión de quien acaba de descubrir que matar es más difícil de lo que creía— y supieron que esto solo terminaría de una manera.
Al fondo, la luz azul del señuelo seguía parpadeando, inútil.
Pero el Espectador ya no la necesitaba.