El silencio de la tumba lo envolvía cuando despertó.
No era oscuridad. Era la ausencia de todo lo que había sido él.
El Espectador se alzó con la lentitud de una criatura al borde del colapso. Su forma, antes compacta como resina viva, ahora se deshacía en jirones de sombra translúcida. Se arrastró sobre la piedra como un manto de humo enfermo. Cada mínimo gesto, cada estremecimiento, enviaba punzadas sordas a través de su núcleo.
No era dolor físico. Era algo más profundo. Una quemadura que recordaba:
Habías muerto.
Habías fallado.
Un sonido escapó de él. No era un grito. Era algo más bajo, más viejo. Un gruñido lleno de sed, como si la piedra misma hablara a través de su garganta vacía.
La mazmorra lo oyó. Las paredes se tensaron. El suelo respondió como piel viva.
Tenía que alimentarse.
Tenía que sobrevivir.
La superficie era un cadáver de invierno.
La nieve retrocedía en manchas sucias, dejando al descubierto una tierra húmeda y nerviosa, cubierta de raíces que aún se agitaban buscando calor.
El Espectador emergió como una sombra rota, tambaleándose bajo una luz solar pálida, insípida. Sus ojos —hendiduras sin forma en un rostro sin facciones— necesitaron varios latidos para adaptarse.
Entonces los vio.
Las huellas seguían allí.
No tuvo que seguirlas.
Apenas cinco pasos más allá de la entrada, apoyado contra un tronco de pino como un bebedor vencido por el frío, yacía el cazador. El viento le había pegado escarcha en las pestañas. Aún apretaba el odre vacío con dedos azules. Tenía una sonrisa congelada. Frágil. Estúpida.
No había gloria en eso.
No había justicia.
Solo restos.
El Espectador lo observó largo rato mientras lo arrastraba hacia la entrada de su mazmorra. No entendía lo que sentía —si es que sentía algo— hasta que el cuerpo tocó la piedra.
Y entonces el núcleo rugió.
Los filamentos se deslizaron como lenguas hambrientas. No había piedad en ellos. Solo necesidad.
Rodearon el cuerpo, lo apretaron, lo invadieron. Se introdujeron por orificios congelados, se enredaron entre los huesos. Y la carne, antes rígida por el frío, comenzó a licuarse. Un néctar espeso y ámbar, goteando en hilos lentos hacia el corazón palpitante de la mazmorra.
Y con el licor vinieron los recuerdos.
Tácticas de caza.
Huellas en la nieve.
La forma en que un ciervo respira cuando está herido.
La presión exacta para romper un cuello sin romper el silencio.
Kartemir.
Calles mojadas, botas hundidas en el barro.
Una herrería humeante. Risas apagadas en una taberna con un letrero astillado: El Jabalí Roncador.
Armas.
El equilibrio perfecto de una lanza en la palma.
El momento en que la punta toca hueso y la resistencia cede.
Todo útil. Todo práctico. Todo frío.
Hasta que—
Una cabaña humeante.
Agujas de tejer chocando con paciencia.
Un fuego que crepitaba sin prisa.
Una voz:
— John, deja de traer nieve dentro, muchacho...
John Kepler.
El nombre cayó en su conciencia como una piedra lanzada al fondo de un pozo. Y el agua —su mente— respondió con ondas lentas, profundas, inevitables.
Las sombras del Espectador se agitaron violentas, desordenadas.
No.
No quería saber cómo sonaba ese nombre en boca de una anciana.
No quería ver esas manos viejas, ni esos ojos que no habían aprendido a odiar.
Pero el núcleo no preguntaba.
Otro recuerdo lo arrastró consigo:
John, apenas un niño, temblando frente al cadáver destrozado de una oveja.
Lodo y sangre bajo las uñas.
Olor a miedo viejo.
La mujer —la misma— tomándole las manos con ternura.
— No todos los monstruos son animales, John.
Y luego, tierra removida. Una tumba.
Un juramento pronunciado con los dientes apretados.
El Espectador se encogió en sí mismo, buscando expulsar aquello. No era suyo. No le pertenecía.
¿Para qué servía esa pena?
¿Para qué esa promesa?
Pero no había forma de devolver lo absorbido.
Y cuando todo terminó, cuando el cuerpo era solo huesos descoloridos y un eco de lo que fue, dos certezas flotaban en el aire como cenizas sobre el fuego:
Sabía cómo se llamaba el hombre que lo había matado: John Kepler.
Y odiaba saberlo, más que cualquier herida.
Parte II: El fuego
El cadáver ya no era más que huesos lavados por la piedra.
El Espectador lo observó en silencio, aún envuelto en los últimos ecos de la memoria ajena. Algo en él se resistía a disiparse: no una emoción, sino una inercia. Un impulso nacido del recuerdo de la carne.
El frío lo atravesaba sin romperlo. Pero ahora lo sentía.
No como una criatura viva que se estremece, sino como algo más antiguo, más esencial. La piedra de la mazmorra, aunque viva, era inhóspita. Su cuerpo, reformado con dolorosa lentitud, seguía temblando con cada intento de densificarse. La esencia que había consumido era útil, pero no infinita.
Necesitaba calor. No por debilidad, sino por instinto.
Y ahora sabía cómo hacerlo.
Sus movimientos eran más precisos. La masa informe que lo componía se reorganizaba siguiendo patrones que no eran suyos: patrones humanos. No imitaba, no copiaba, pero sí asimilaba.
Sus brazos eran aún sombras densas, pero ahora tenían la sugerencia de músculos, de coyunturas. Donde antes había fauces erráticas y tentáculos de humo, ahora asomaban dedos mal definidos, herramientas modeladas a partir de lo aprendido. El rostro seguía vacío, pero dos surcos más marcados le daban un aire de expresión.
Y lo más grotesco, pero práctico: la ropa ensangrentada de John Kepler ahora lo vestía, colgando sobre su cuerpo vaporoso como si la tela recordara cómo debía cubrir una forma que ya no existía.
El Espectador recogió el hacha: tosca, irregular, pero suya. Su extensión primitiva.
Y ahora, también, la lanza.
La "lanza del cazador" —como la había nombrado su conciencia por mera asociación— era distinta. Su madera estaba agrietada, pero seguía firme; la punta, aún teñida por su sangre, brillaba débilmente con un residuo espiritual que había reconocido como propio. No era una reliquia, ni un artefacto maldito, pero sí algo íntimo. Fue el arma que lo mató. Y por eso, ahora, lo obedecía.
Se adentró en el bosque.
No con pasos torpes como antes, sino con el sigilo aprendido. Sabía leer el terreno: el crujir de la rama vieja frente a la raíz oculta, la dirección del viento, el olor a resina. El Espectador no respiraba, pero entendía por qué un cazador prestaba atención a su respiración. Se movía como un espectro, pero pensaba como un depredador.
El bosque no ofrecía resistencia.
Encontró árboles jóvenes, ramas caídas, corteza seca. Usó el hacha para cortar, la lanza para empujar y aferrar, las manos nuevas para recoger y arrastrar.
Volvió con una carga de madera mal equilibrada sobre el hombro.
La mazmorra se abrió para él. La piedra cedió con un susurro de bienvenida. No tenía chimenea ni hogar, pero tenía memoria: y ahora, también, un propósito.
Eligió una hondonada natural, cerca del centro, donde las paredes vibraban con energía contenida. Allí, como si repitiera un ritual muchas veces practicado, apiló ramas secas en forma de nido. Rasgó un pedazo de la ropa ensangrentada. Luego, con la lanza como eje y una piedra afilada, talló chispas hasta que una llama diminuta se encendió.
Y el fuego nació.
Creció con lentitud, tímido ante la humedad de la piedra, pero el Espectador lo protegió. Alimentó su aliento con fragmentos de corteza, lo cubrió con ramas más gruesas, hasta que la llama bailó libre, viva, reflejada en los muros húmedos como una criatura recién nacida.
Lo observó durante mucho tiempo.
No era calor lo que lo mantenía frente al fuego. Era presencia.
El fuego no curaba su cuerpo, pero sí algo más profundo: lo afirmaba. Lo centraba.
Las formas humanas que había imitado se volvieron más estables. Los dedos ya no temblaban tanto. El torso adquirió algo parecido a simetría. El rostro, aunque seguía vacío, ahora sugería una mandíbula, unas mejillas tensas, una frente marcada.
No era humano. Nunca lo sería. Pero podía fingir. Podía recordar.
Eso lo hacía más peligroso.
Y mientras el fuego crepitaba y la mazmorra dormía a su alrededor, una última imagen lo visitó sin aviso.
John Kepler, encendiendo una hoguera en medio de la nieve, con las manos temblorosas, el rostro herido por el frío, pero los ojos fijos, decididos.
El Espectador no lo odiaba por eso.
Lo odiaba porque ahora lo entendía.
Y porque, de alguna manera impura y robada, él también sabía encender fuego.