Los Callos Que No Tengo

El bosque sangraba luz cuando llegó el invasor.

Primero fue un susurro en los límites de la mazmorra: una vibración sutil, como si alguien hubiese tocado un nervio expuesto. El Espectador abrió los ojos en la penumbra, dejando atrás la quietud junto al fuego. Algo se acercaba. Algo con aliento cálido y corazón palpitante.

No tardó en verlo.

Un lobo. Grande, solitario. Su pelaje blanco como la escarcha vieja, sus ojos de un amarillo ácido que destilaban hambre y decisión. No era un explorador. Era un cazador. Y el olor de sangre y humo que flotaba desde la grieta en la tierra lo había llamado.

El núcleo latió con violencia. Aún era débil. Vulnerable. Y la entrada no podía defenderse sola.

Los recuerdos de John Kepler acudieron sin ser llamados: trampas, ramas cubriendo fosas, lanzas enterradas bajo tierra blanda. El Espectador no pensó, solo actuó.

Con un gesto, las sombras se deslizaron por las paredes. La madera sobrante crujió al transformarse en estacas toscas. El suelo frente a la entrada se ablandó hasta parecer hielo delgado sobre un estanque negro.

Y justo a tiempo.

El lobo irrumpió como una exhalación blanca. Su salto fue puro arte, sus garras buscando piedra firme. Lo vio. Lo olfateó. Se lanzó.

Y cayó.

El suelo se partió con un sonido hueco, trampa y castigo al mismo tiempo. La bestia rodó entre las paredes lisas, arañando en vano, aullando con furia ciega.

El Espectador se asomó. Por primera vez, sintió algo distinto al hambre: poder. Algo que se inflaba en su pecho como un veneno lento.

¿Era esto lo que sentía John cuando tenía a una presa entre ceja y lanza?

Tomó una estaca. La lanzó. El recuerdo guiaba su brazo, pero no el cuerpo. El proyectil giró torpemente y falló por un palmo, golpeando la pared con un sonido estúpido.

Y entonces la emoción cambió.

No era orgullo. Era... incomodidad.

Dudó.

No del objetivo. Sino de sí mismo. Su cuerpo no respondía como el de John. Su voluntad no bastaba. Lo que llevaba dentro no era habilidad. Eran fragmentos: imágenes rotas de manos que sabían qué hacer. Pero él no sabía.

Durante un momento, solo observó al lobo. Aullaba. Sangraba por una pata torcida. Iba a morir, tarde o temprano. Podía esperar.

Pero algo en él no quería esperar.

¿Eres algo más que una sombra con recuerdos robados?, se preguntó.

Los fragmentos de memoria se agitaron. Escenas dispares, mezcladas, confusas. John sangrando tras una caída. Un disparo fallido. El hambre en invierno. No era un cazador perfecto. Había aprendido. Fracasado.

Sobrevivido.

El Espectador cerró los ojos un instante. Luego los abrió y buscó otra solución.

Una orden mental bastó.

Pero la idea no nació de él. Surgió sin permiso, como un eco antiguo que vibró desde el fondo de su núcleo: una imagen borrosa, ajena a John Kepler. Era más vieja, más oscura. Una emboscada en una caverna lejana, donde un enemigo fue aplastado por una trampa improvisada.

La memoria no venía de un humano.

Venía del primer Espectador. Aquel que le dio su primera chispa de consciencia.

Un pensamiento residual, no comprendido... hasta ahora.

Una roca del techo se desprendió como si la cueva misma respirara y escupiera muerte.

El crujido que siguió fue húmedo, final.

El lobo dejó de moverse.

Descendió en silencio, con el hacha en mano. Esta vez no hubo orgullo. Solo trabajo. El despiece fue lento, metódico, guiado por memorias prestadas: cómo separar la piel sin desgarrarla, dónde cortar tendones, cómo conservar la carne sin desperdicio. La sangre le quemaba las sombras, pero persistió.

Al final, tenía lo que buscaba: un manto blanco, suave, aún cálido.

El ritual fue breve. La esencia del lobo rugía salvaje al entrar en su núcleo, sin disciplina, sin forma. Y con ella llegaron las visiones:

Senderos ocultos entre robles.

El sabor de bayas duras que no mataban.

El lenguaje simple del aullido, lleno de advertencias y deseo.

Y entonces, algo más nítido:

Una cueva. Medio día de camino. Figuras pequeñas, azuladas, con ojos como brasas. Duendes gélidos, reunidos alrededor de huesos blancos.

El Espectador se quedó inmóvil.

Los sintió. Criaturas conscientes. Rústicas. Salvajes. Pero con voluntad. Potencial.

Serían sus primeros sirvientes. Pero no así. No aún.

Miró sus manos inestables. Luego la lanza apoyada contra la pared. Sintió la memoria de John latir en su mente: años de práctica, noches de heridas, el peso exacto de una lanza balanceada a la perfección.

Se acercó al fuego, tomó el arma y repitió los movimientos que aún no comprendía del todo.

Golpe tras golpe.

Paso tras paso.

Error tras error.

Al principio, fue solo repetición.

Pero algo cambió.

Notó cómo la luz del cielo se volvía tenue, luego regresaba. Sintió el frío aumentar, luego retirarse. Una alternancia. Un ritmo. El paso de la luz por la grieta. El calor que subía y bajaba. Podía contarlos. Un patrón. John lo había llamado días.

Y cuando varios pasaban, los humanos hablaban de semanas. Y si eran muchos más, años.

El Espectador, por primera vez, sintió ese flujo.

Lo midió. Lo interiorizó.

Y entrenó dentro de él.

El primer amanecer lo encontró tambaleante. El segundo, más firme. En el tercero ya corregía los errores antes de cometerlos.

Siguió. Una docena de veces. Quizás más. Perdió la cuenta exacta. No necesitaba números. Solo el fuego y el ciclo.

A cada nuevo día, se volvía más suyo el cuerpo prestado, más precisos los gestos, más real la lanza en su mano.

No era aún un cazador.

Pero ya no era solo una sombra.