El bosque era un maestro cruel.
Avanzó entre los árboles con sigilo aprendido, pero cada paso le recordaba su torpeza. Las ramas le azotaban como si supieran que era un intruso. El viento le escupía nieve derretida a la cara.
No tardó en perder de vista su mazmorra.
Primero fue el musgo, cada vez más denso y oscuro, cubriendo troncos como piel herida. Luego vinieron los sonidos: chirridos, crujidos y zumbidos de criaturas que no conocía, aunque sus formas se intuían entre sombras. Había salido para cazar, pero también era posible que ahora él fuera la presa.
El arroyo apareció tras horas de marcha. Aguas negras que cortaban el paisaje como una cicatriz mal cerrada. Lo siguió, como le habían mostrado los recuerdos del lobo, aunque ya sabía que no bastaba con saber. Había aprendido eso en carne —¿sombra?— propia.
Y entonces, el olor:
Orina fermentada. Carne podrida.
La guarida.
Pero no llegó de inmediato.
El viaje fue largo. Medio día, según decían los recuerdos. Pero solo ahora comprendía lo que eso significaba.
Horas que pasaban una tras otra, marcadas por la caída de la luz entre ramas, por la forma en que el frío se colaba en su cuerpo prestado. Días. Semanas. Años. Tiempos humanos. Ideas que no le pertenecían, pero que empezaban a hacer sentido.
La marcha se volvió reflexión. A cada paso, sentía una punzada detrás del pensamiento: ¿estaba listo? ¿Realmente?
Había entrenado durante doce días. Aprendido a blandir, a esquivar, a resistir. Pero nunca había enfrentado enemigos con pensamiento propio. No un lobo guiado por instinto. Sino seres con decisión. Estrategia. Armas.
Y él... no era un guerrero.
Era una amalgama. Un recuerdo envuelto en hambre.
El nerviosismo no fue súbito. Fue lento, persistente. Como el hielo que se acumula sin que lo notes hasta que rompe la rama.
¿Y si fallaba? ¿Y si moría fuera del alcance de la mazmorra?
Su forma podría reconstruirse. Pero el costo sería... todo.
No se permitió detenerse. Cada duda era una piedra en el río: podía hacer que el agua se desbordara o que encontrara su cauce.
En ese equilibrio, vio cosas.
Una criatura de seis patas, del tamaño de un gato, trepaba entre ramas. Tenía la piel translúcida, y su cráneo visible latía con luz azulina. Se detuvo al notar al Espectador, emitió un chirrido agudo y desapareció entre las sombras. Más adelante, un enjambre de insectos flotaba sobre una flor carmesí de pétalos carnosos. Uno cayó sobre ella y fue absorbido sin resistencia.
A la izquierda, un arbusto cubierto de frutos púrpura. Conocía ese sabor gracias al lobo: astringente, pero nutritivo. Lo marcó en su memoria.
Todo estaba vivo. Todo lo observaba.
Igual que él.
Para cuando divisó las primeras señales de la guarida —huesos blanqueados, marcas de uñas en los árboles, humo ralo flotando entre grietas—, su pulso no temblaba. Seguía nervioso. Pero no era presa del miedo.
Era consciente de él. Y eso era suficiente.
El primer duende cayó con la elegancia de un saco de huesos, empalado por la lanza antes de siquiera entender la muerte.
Se alzó entre los demás como un espectro azulado, su pelaje canoso marcado por cicatrices que narraban décadas de supervivencia. Cuando el Espectador atacó, el duende no esquivó. Bloqueó.
El golpe resonó en los brazos del Espectador como un martillazo. La lanza vibró, transmitiendo una verdad dolorosa:
Saber cómo clavar no es lo mismo que clavar bien.
El duende contraatacó con oficio de carnicero.
Una garra se clavó en el muslo del Espectador, desgarrándole la sombra como si fuera carne viva. El dolor fue nuevo, eléctrico. Retrocedió, sintiendo cómo su esencia goteaba al suelo en gotas espesas.
La segunda embestida casi le cuesta un ojo.
El duende olía el miedo. Olía la inexperiencia. Y sonreía con dientes afilados mientras giraba la daga de hueso en su mano callosa.
El Espectador recordó doce días de entrenamiento.
No eran suficientes.
Pero eran algo.
Cuando el duende saltó por tercera vez, el Espectador no esquivó. Contragolpeó.
La lanza describió un arco imperfecto pero funcional, golpeando al duende en la sien con el asta en lugar de la punta. Fue un movimiento torpe, sin la elegancia de John Kepler, pero efectivo. El viejo tambaleó, aturdido.
El Espectador no dejó que se recuperara.
Clavó la lanza en el pecho del duende con todo su peso. El hierro penetró, pero la madera crujió, astillándose bajo la presión.
El arma se partió en dos, justo cuando el duende exhala su último aliento.
Silencio.
Luego, un chillido.
Los duendes más jóvenes, que habían observado desde las sombras, se abalanzaron como una jauría. Sin lanza, sin tiempo, el Espectador desenvainó el hacha oxidada de su cintura, esta vez con una calma peligrosa.
No era un arma noble. No tenía memoria de guerreros ni maestría de la cual lucirse. Tampoco las necesitaba, cortaba y eso era suficiente.
Sangre. Demasiada. En las paredes, en su piel, en el aire. El eco del miedo aún no se iba.
De los nueve duendes, seis yacían sin vida. Algunos aún soltaban espasmos finales, los nervios negándose a aceptar la muerte que ya los había reclamado. El calor de la violencia aún impregnaba la cueva.
Los tres restantes no luchaban. Ni siquiera intentaban huir.
Uno se encogía contra la pared, con los ojos tan abiertos que parecían querer salirse de su cráneo. Temblaba como una hoja, incapaz de apartar la mirada de la criatura que acababa de destrozar a su banda. En su mente no quedaba espacio para el pensamiento: solo terror puro, paralizante, animal.
Otro se había dejado caer de rodillas, sin expresión, la mirada vacía fija en un punto del suelo cubierto de sangre. No lloraba. No hablaba. Simplemente esperaba. Ni siquiera alzaba la vista cuando el Espectador se acercaba. Estaba resignado, como si la muerte fuera una vieja conocida que simplemente se había tardado.
Y el tercero... ese lo observaba.
No como antes, cuando el miedo los hacía buscar rutas de escape. No. Este lo miraba con rencor, la mandíbula apretada, los puños cerrados hasta que las uñas rasgaban la piel. Sus ojos no suplicaban. No imploraban. Solo odiaban. Un odio silente, ácido, que ardía por dentro. Pero no se movía. No se atrevía. Sabía que si intentaba algo, moriría. Y aún no estaba listo para morir.
El Espectador lo observó. A pesar de no compartir un lenguaje común, tampoco era necesario. Las opciones eran claras:
Muerte...
U obediencia
El hacha brilló bajo la tenue luz de la cueva.
El duende gimió más fuerte.
Al caer la noche, la mazmorra tenía nuevos sirvientes.
No perfectos. No leales.
Pero útiles. Al menos no tuvo que arrastrar tres cadáveres de duendes él solo de vuelta.
El Espectador examinó los restos de su lanza. La punta de hierro seguía intacta. La madera podría reemplazarse.
Y mientras los duendes cautivos juntaban huesos y piedras bajo su mirada, una certeza creció en su interior:
La próxima vez, la sangre sería solo de sus enemigos.