Elección y Sangre

El regreso fue más pesado de lo esperado.

No por los cuerpos —que no cargaba—, sino por lo que traía dentro: heridas, certezas, y por primera vez, una noción débil pero inconfundible de sí mismo.

No un reflejo.

No una función.

Él.

El Espectador.

Los duendes lo seguían en fila irregular, cabizbajos. No los ataban cadenas ni juramentos, solo una certeza primitiva: la de que aquel ser podía matarlos cuando lo deseara.

Y que, quizás, ya lo habría hecho si no los necesitara.

La mazmorra lo reconoció de inmediato. Su esencia flotaba aún en los muros, como sudor seco después de un esfuerzo brutal.

Pero había algo nuevo en el aire.

Como si las piedras hubieran aprendido a recordar.

El núcleo, enterrado en la cámara central, latía con ritmo constante. No fuerte.

Persistente.

Como un tambor de guerra lejano.

El Espectador se plantó frente a él, aún con el cuerpo prestado temblando.

La sangre que lo cubría no le pertenecía, pero el temblor indudablemente sí.

No por frío, sino por lo que significaba estar de vuelta.

Había ganado.

Había sobrevivido.

Y tenía la certeza de que había sido simplemente suerte, pero había sobrevivido.

Recordó el filo que rozó su cuerpo por un suspiro.

La garra que casi deshizo su forma.

El peso del viejo duende, trabado como piedra viva, sin ceder.

Saber pelear no era lo mismo que luchar para sobrevivir.

Y sin embargo, en el momento más cercano a la muerte, eligió no retroceder.

No por valor, ni mucho menos honor.

Sino porque no tenía a dónde más huir.

Ese instante lo había marcado.

Como una quemadura invisible.

Seguía siendo el mismo, pero a cada paso, algo dentro se removía, crecía y se transformaba.

Frente al núcleo, depositó los cuerpos. Uno por uno. Los arrastró con lentitud y delicadeza, no por cansancio, sino por respeto, respeto a los muertos, algo que había aprendido de Kepler. Los humanos extrañamente guardaban una especie de aprecio por quienes habían perecido, no es que haya exterminado a esas estúpidas criaturas por algún tipo de rencor. Simplemente era una cuestión de necesidad.

El ritual no exigía palabras, ni gestos.

Solo intención.

El primer cuerpo —aún tibio, huesos rotos, mirada vacía— fue absorbido por el núcleo como si la piedra lo bebiera. La carne se deshacía en hilos de energía turbia, flotando como humo espeso antes de fundirse con la esencia que palpitaba bajo la roca.

Le siguieron los demás.

El núcleo respondió al sacrificio con un latido hondo, casi mineral.

No era un pulso de carne, sino de roca viva absorbiendo sufrimiento.

Su color se alteró en oleadas: primero rojo oscuro, como hierro oxidado por la sangre. Luego violeta profundo, saturado de memoria y silencio. Finalmente, un destello blanco, tan tenue como el reflejo de una llama dentro de una herida apenas llenando una ínfima parte de toda la energía que podía contener, pero siendo más que suficiente por el momento.

No fue un premio.

Fue un despertar.

Las recompensas no llegaron como dones.

Emergieron como ecos desde lo profundo del núcleo, arrastrando fragmentos del mundo devorado.

Principalmente rozos de memoria rota; pensamientos sin dueño flotando como burbujas negras. Una melodía entonada antes de una muerte rápida. Un mapa garabateado en el recuerdo de alguien que jamás lo usó. Un ruego desesperado, sin respuesta, devorado por la fe quebrada.

Absorberlos fue... brutal.

No hubo fusión armoniosa.

Fue como devorar metal al rojo vivo: una mezcla de poder, dolor y lucidez.

Como si tragar al mundo significara, inevitablemente, dejarse herir por él.

Y sin embargo, cuando el último cuerpo desapareció y el silencio regresó, el núcleo volvió a su latido constante.

Más profundo. Más definido.

Y el Espectador pensó.

No en voz alta.

No en palabras.

Pensó en lo que venía.

Y en lo que ya no podía permitirse olvidar.

Se sentó a meditar, intentando digerir toda la nueva información, quedándose con lo útil y desechando lo que no le tendría ningún tipo de utilidad. En el proceso podía escuchar como sus nuevos sirvientes observaban desde una distancia prudente toda la escena con horror en sus ojos, entre ellos susurrando en un idioma que su amo no comprendía, por ahora. Se concentró en entender, aprender y recordar el complejo idioma que para el resultaba simplemente extraño. Toda la información recorría su cuerpo a raudales y antes de que pudiese ser consciente, el sol había muerto y le había dado paso a su hermana que brindaba de una luz cristalina a un bosque hostil. En algún punto de la noche tras haber procesado toda la información que tenía dentro de sí, se reincorporo esta vez con un tipo de consciencia diversa y mucho más compleja de sí mismo y su entorno.

En fondo de la caverna pudo percibir y distinguir los susurros de sus sirvientes que antes era inteligibles como una conversación:

No nos entiende, dijo el segundo, en voz baja pero con una chispa de urgencia. Solo observa. Como una piedra vieja. No habla, no reacciona. Podemos hablar libremente.

Se volvió hacia los otros, como si buscara cómplices.

Hay salidas. Las vi. Si esperamos la noche correcta, si lo distraemos...

El primero no contestó de inmediato. Sus ojos estaban clavados en el suelo, y sus labios temblaban como si cargaran palabras demasiado pesadas.

Vi a Fhreg... a Ruma... a mi hermano, Mäk. Lo partió con esa hacha oxidada como si fuera musgo podrido. No les dio tiempo ni de gritar.

Tragó saliva, con los ojos enrojecidos.

¿Y tú dices que no entiende? Él nos miraba cuando lo hizo. Sabía. Disfrutaba.

¡Y por eso tenemos que actuar! No vamos a esperar a ser los siguientes.

El segundo alzó la voz, bajándola al instante al mirar al fondo, donde se intuía la presencia del Espectador.

No es un dios. No es invencible. Solo está... lleno de humo y rabia. Podemos escapar.

No va a matarnos.

El tercero hablaba apenas por encima del murmullo, con una serenidad casi perturbadora.

Nos necesita. Si no, ya estaríamos hechos niebla como los demás.

Se encogió de hombros, frotándose las manos.

A mí lo único que me importa ahora es el frío. Este sitio... se mete en los huesos. Doy lo que sea por una llama pequeña. Solo una. Para sentir mis dedos otra vez.

¿El frío? ¿Eso es lo que te preocupa? escupió el segundo, sin obtener respuesta.

Sí.

El tercero cerró los ojos un momento.

Y que ya no hay ranas cerca. Me gustaban las ranas.

En medio de esa conversación —hecha de susurros, miedo y resignación—, el Espectador escuchaba.

No todas las palabras.

No todos los significados.

Pero algunas vibraciones eran claras.

"Oxidada."

"Hermano."

"Fuego."

"Miedo."

Ecos rotos que rozaban su conciencia como agua filtrándose en roca antigua.

Y por primera vez, algo en su mente no solo absorbía...

Sino que empezaba a construir sentido. Realmente no era un lenguaje tan complejo, pero definitivamente aun le costaría.

Tras escuchar los lamentos del tercer duende, recordó cuanto era necesario para los seres vivos protegerse del frio aunque esto no contase para sí mismo. Sin mucho cuidado se acercó al grupo de duendes que aun conversaba y se colocó frente a ellos, sacando de su núcleo un montículo de madera que en cuestión de minutos se convirtió en una cálida fogata, tras terminarla, se dirigió a la pared más cercana a la entrada y con su hacha tallo un uno en ella simbolizando su inicio del conteo de los días por primera vez, todo gracias al sistema humano de numeración, algo que parecían dominar todas las razas y le parecía útil.

Mientras las voces se disolvían en susurros inseguros, el Espectador permaneció inmóvil, envuelto en una quietud más densa que la propia piedra.

Pero no era indiferencia.

Era atención.

Las palabras del tercer duende —tan simples, tan vivas— flotaban todavía en su conciencia: frío, llama, sentir.

Él no lo sentía. No como ellos.

Y sin embargo, algo dentro de él respondía.

No era instinto. No del todo.

Era John.

Fragmentos de memoria humana —imágenes de cuerpos encogidos junto al fuego, manos temblorosas buscando calor, una madre cubriendo a su hijo con lo último de su abrigo— emergían como ecos enterrados.

Él no los había vivido.

Pero los recordaba.

Y eso bastaba.

Sin decir nada, se deslizó hacia el grupo.

Los duendes retrocedieron al verlo, tensos como presas atrapadas, uno de ellos conteniendo un grito.

El Espectador no los miró.

No directamente.

Se agachó cerca de ellos y rebuscó entre los restos amontonados junto a la pared: ramas secas, raíces podridas, corteza quebradiza. Las había almacenado antes, sin un propósito claro.

Ahora lo tenía.

Acomodó la madera con precisión silenciosa y, usando una piedra afilada y un trozo de mineral que aún conservaba chispas latentes, comenzó a golpear.

Chasquidos. Chispas. Humo.

Tardó minutos.

Pero no se detuvo.

Finalmente, una llama titubeante prendió entre las astillas.

Creció.

Respiró.

Vivió.

Una fogata nació, pequeña pero suficiente, lanzando su primer aliento cálido sobre la oscuridad.

El tercer duende soltó un suspiro entrecortado y se arrastró hasta el borde del fuego como quien encuentra refugio en medio de una pesadilla.

El segundo lo miró, dubitativo.

Y el primero... seguía inmóvil, sin saber si temblar de miedo o de alivio.

El Espectador no explicó nada.

No podía.

Y no era para ellos.

Se incorporó lentamente y caminó hacia la pared más cercana a la entrada.

La roca seguía fría, rugosa y muda.

Pero ahora era suya.

Con el filo de su hacha —aquel mismo que había segado a los hermanos del primero— trazó una línea vertical.

Recta.

Precisa.

Un único corte. Un "uno".

No era un símbolo de conquista. Ni una promesa. Solo una marca.

El primer día que decidía contar como suyo. No porque estuviera vivo. Sino porque, por fin, comenzaba a vivir.

Detrás, el fuego seguía crepitando. Los duendes no entendían su gesto. Pero sabían que algo había cambiado.

No en él, quizás. Sino en el mundo que ahora los contenía.

Y el Espectador, por primera vez, no solo persistía.

Habitaba

La noche avanzaba, arrastrando su silencio espeso sobre la cueva como una mortaja.

Solo el crujir tenue del fuego rompía la quietud, proyectando sombras alargadas sobre las paredes.

Los duendes dormían.

O fingían hacerlo.

Sus cuerpos encogidos, temblorosos, buscaban calor y olvido.

Pero uno no lo hacía.

El segundo duende —el de las palabras ruidosas, el orgullo hueco, la esperanza moribunda— se había escurrido hacia la salida.

Lento.

Cuidadoso.

Con la respiración contenida como si el aire mismo pudiera delatarlo.

Y aún así... él lo sintió.

El Espectador no dormía.

No lo necesitaba.

No lo entendía.

Observó en silencio cómo la silueta del duende se deslizaba entre la penumbra, saliendo al bosque helado.

No lo detuvo.

No todavía.

Esperó.

Dejó que se alejara, como se lanza un pez atado a una cuerda larga.

Y entonces se levantó.

Su cuerpo, envuelto en esa falsa carne moldeada, temblaba levemente, no de frío, sino de anticipación.

El hacha oxidada, nacida de su núcleo, se fundió con su mano.

Una extensión natural.

Un recuerdo letal.

Salió.

El bosque era denso y cruel, ramas como garras, el suelo cubierto de nieve blanda y traicionera.

El duende corría, jadeando, tropezando, llorando entre dientes.

Creía que la oscuridad podía esconderlo.

Pero él era la oscuridad.

Se deslizó entre los árboles como una sombra que no pertenece al mundo, sin romper ramas, sin dejar huellas.

Y cuando estuvo lo suficientemente cerca... algo en su rostro cambió.

Allí donde solo había una masa sin forma definida, la esencia se torció.

Se alargó.

Y se abrió.

Una boca.

Incompleta, extraña, brutal.

No para hablar.

Para morder al mundo.

Y desde esa grieta emergió un sonido gutural, arrastrado, apenas una vibración disonante: la protoforma de una voz.

Una voz nacida del eco de otras, moldeada por fragmentos robados.

Un preludio de lo que vendría.

El duende gritó.

Pero nadie lo oyó.

Salvo él.

El hacha cayó como un juicio inevitable.

Cuando volvió a la cueva, la sangre aún goteaba del filo.

El cadáver descansaba sobre su hombro, inerte, quebrado.

El sonido de sus pasos sobre la piedra despertó a los otros dos, que se encogieron junto al fuego como ratones ante la serpiente.

El Espectador no los miró.

Aún no.

Caminó hasta el centro de la caverna, donde el núcleo palpitaba con su brillo tenue, y dejó caer el cuerpo frente a él.

La esencia atrapada en la carne fue absorbida al instante.

La piedra brilló con hambre satisfecha.

Solo entonces, se giró hacia ellos.

Y los miró.

Esos ojos sin pupilas, sin alma, los perforaron como cuchillas invisibles.

Y de su boca malformada —una grieta de sombras aún temblorosa— brotó una voz:

No suya.

Una mezcla de todas las que había devorado.

Densa.

Hueca.

Inhumana.

En el idioma de los duendes, con una entonación que no debía ser posible en una garganta sin carne, dijo:

Os estoy observando.

El silencio que siguió fue absoluto.

Ni el fuego se atrevió a crujir.

Y por primera vez, los duendes no solo temieron por sus vidas.

Temieron por su alma.