Quienes volvieron por elección... y quienes no pudieron

Por supuesto, aquí tienes el capítulo editado siguiendo tus indicaciones: ortografía corregida, diálogos en cursiva con guion, sin comillas, negritas originales, y respetando los espacios y separaciones.

La piedra tenía ya dos marcas.

Ahora, con movimientos lentos pero firmes, el Espectador talló la tercera.

Un nuevo día.

El aire se agitó dentro de su dominio. No por viento, sino por presencia.

Presencias conocidas.

No eran enemigos. No eran presas.

Y, sin embargo, su llegada desató algo inesperado en su núcleo: una turbulencia cálida, sutil, como un recuerdo que no era propio.

¿Era... alivio?

¿Alegría?

No comprendía la naturaleza exacta de esa emoción, pero no la rechazó.

El núcleo confirmó lo que sus sentidos ya sabían: los duendes habían vuelto.

Pudo haber ido a su encuentro, pero no lo hizo.

Prefirió esperar. Sentado junto al fuego que una vez encendió como gesto de tregua.

El punto que ahora parecía convertirse, sin que él lo supiera, en el nuevo centro de su pequeño mundo.

Pasos.

Primero arrastrados. Luego más firmes.

El pasillo escupió dos figuras.

El más joven cojeaba. Tenía la pierna vendada de forma rudimentaria con hojas y barro seco, pero el corte supuraba. Su rostro estaba pálido, y la sangre vieja endurecía las costras de su piel.

El mayor traía un rostro cansado, cubierto de magulladuras, pero su columna seguía recta. A la espalda, arrastraban dos cuerpos: un venado joven, herido con precisión letal, y un humano mayor, con ropas sucias pero enteras, como un viajero sin fortuna.

Se detuvieron ante el fuego.

El Espectador no se movió. Su forma sin rostro los contempló, y su núcleo palpitó con una energía pesada, expectante. Para los duendes, esa mirada invisible fue juicio. Para él, era la única manera que conocía de decir: Estoy aquí.

— ¿Por qué regresaron?

La pregunta cayó como una piedra al agua.

Rompió el silencio, pero no lo destruyó.

El anciano sostuvo la mirada del Espectador. No había temor en sus ojos, ni rencor. Solo el peso de los años y un cansancio profundo que parecía no tener que ver con el cuerpo, sino con algo más hondo.

Dio un paso adelante, apoyó una rodilla en la tierra húmeda, y bajó la cabeza. Habló con voz rasposa, como si cada palabra fuese una piedra desenterrada del fondo de un pozo seco.

Podríamos haber huido más lejos —dijo, en su lengua natal, sin saber que el Espectador ya comprendía cada sílaba con nitidez—. Buscar otra cueva. Otra tierra. Pero huir no es lo mismo que avanzar. Y a veces, un lugar... deja de ser una prisión no porque cambie, sino porque uno decide quedarse.

Levantó la vista. Sus ojos eran opacos, como piedras al sol, pero había en ellos una claridad que solo los que han vivido mucho llegan a poseer.

No todos los sitios donde uno es libre son sitios donde uno quiere estar. La libertad sin sentido... es otra forma de vacío.

El Espectador no respondió enseguida. Las palabras no lo golpearon como una revelación, sino como una verdad que ya había comenzado a germinar en su interior.

La libertad.

Había dejado marchar a los que no quería obligar a quedarse.

Y ellos... habían regresado.

Sin cadenas. Sin deuda. Solo voluntad.

Entonces... ¿eligieron volver?

—dijo el anciano—. Porque esta vez no fue por miedo. Fue por decisión.

El Espectador bajó la mirada un instante. Sintió la piedra bajo su cuerpo, sintió el aire quieto de la cueva, el calor apagado del fuego.

¿Cómo te llamas? —preguntó con esfuerzo. Aún torpe al hablar su idioma, pero ya sin necesidad de traducirlo dentro de sí.

El anciano parpadeó, sorprendido. Luego esbozó una mueca que quizás quiso ser una sonrisa.

Grukash —respondió, con la dignidad de quien entrega su nombre como si fuera una ofrenda, no un simple sonido.

El Espectador lo guardó en su interior, como quien encierra una semilla bajo tierra, sabiendo que, algún día, brotará.

A un lado, el joven duende había dejado caer con cuidado el cuerpo del humano. Lo hizo con algo cercano a la reverencia. Pero nadie le había preguntado nada.

Y eso dolió.

Apretó los puños, y por un instante pareció contener el temblor en su pecho. Luego dio un paso adelante. El miedo aún lo rodeaba, pero no lo dominaba.

¡Girk! —dijo, su voz aún rota, pero firme—. ¡Me llamo Girk! ¡Y juro que haré que lo recuerdes! No solo por piedad... ¡sino porque lo merezco!

El silencio se hizo por un instante.

Pero esta vez, fue un silencio lleno. Lleno de intención. De latido.

El Espectador sintió algo en su interior. No una emoción concreta, sino una presencia. Como una respuesta silenciosa de su núcleo a esa chispa de fuego que ardía, contra toda lógica, en los ojos de un ser tan pequeño.

Y eso... le pareció correcto.

Les daré una tarea —dijo por fin—. Mi primera orden.

Ambos se tensaron, como esperando una carga pesada.

Contarán los días.

El desconcierto fue inmediato.

El Espectador alzó una garra y señaló la piedra con las líneas marcadas.

Cada línea representa un día. Siete días, una semana. Cuatro semanas, un ciclo. Doce ciclos, un año. Así miden los humanos el tiempo.

Grukash parpadeó. Girk abrió la boca.

Era una forma de contar lo invisible.

Un modo de ponerle nombre al paso del tiempo.

Como si dijera: Estuvimos aquí.

Cada día, marcarán la piedra —ordenó el Espectador—. Desde ahora, será su deber.

Y para su sorpresa, no sintieron peso alguno.

Sintieron orgullo.

Girk ya imaginaba la cuarta línea. Quería ser quien la hiciera.

Cuando el Espectador se dio media vuelta para retirarse, Grukash lo llamó:

¿Cómo debemos llamarte...? ¿Tienes nombre?

Se detuvo.

Nunca lo había necesitado. Nunca lo había pensado.

Pero ahora... ahora no era solo una presencia. No era solo una sombra.

Señor —dijo—. Así lo llamarian los humanos en sus jerarquías. Y tiene un eco parecido en su lengua.

Grukash asintió lentamente.

Pero el Espectador quedó en silencio mientras se alejaba.

Porque sabía que ese no era un nombre.

Solo un título.

Y algo en él comenzaba a desear uno.

Frente al cadáver, sintió el peso de la oportunidad.

No solo carne. No solo hueso.

Una vida. Una historia.

Permitió que los duendes se alimentaran del venado.

No tocó un solo pedazo.

Llevó el cuerpo humano a la sala del núcleo.

Antes de absorberlo, registró su mochila.

Un hacha pesada, bien cuidada. Una espada corta brillante. Un escudo con bordes reforzados.

Un mapa de la región, con varias X marcadas.

Una brújula.

Unas telas.

Un pequeño frasco de aceite espeso, resbaladizo. Quizá medicina. Quizá veneno.

Entonces, comenzó el proceso.

La esencia fluyó al núcleo y con ello los recuerdos.

Marf Katon.

Un herrero de manos firmes y espalda vencida por los años, con cicatrices de hierro y humo, y una ternura enterrada bajo capas de gruñidos.

Vivía en los suburbios de una ciudad llamada Kartemir, donde su herrería, con el tiempo, se convirtió también en posada.

El Jabalí Roncador la llamaban.

No era un nombre elegante, pero sí querido.

Y en los recuerdos de Marf, esa posada era un corazón palpitante.

Luz de antorchas bailando en las paredes ennegrecidas, el eco de pasos apresurados sobre la madera vieja, el aroma denso del sudor, del pan viejo, del metal al rojo y de la sopa humeante.

Los viajeros cantaban canciones sin origen claro, golpeaban las mesas con jarras pesadas, y bailaban mal, pero con ganas.

Y entre todo eso, un niño.

John Kepler.

Huérfano de padre.

Hijo de una mujer quebrada, que hacía lo posible por seguir.

Y una noche de tormenta, John apareció en la herrería, empapado, con las costillas marcadas en la piel y barro hasta en las pestañas.

No pidió ayuda. Solo temblaba, escondido entre barriles, como una rama olvidada por el río.

Marf lo encontró.

No le preguntó nada.

Solo lo llevó adentro, le dio pan, sopa, una manta áspera.

Y luego, sin llamarlo hijo, lo crió como tal.

Le enseñó a calentar el hierro, a golpearlo sin romperlo, a limpiar una herida, a ganarse el pan y sostener la palabra.

John creció bajo ese techo de hollín y voces.

Lo llamaba viejo gruñón, con una sonrisa en la que cabía el mundo.

Y Marf gruñía de vuelta, pero solo para ocultar el orgullo.

Hasta que llegó el día en que John se fue.

Volveré con una bolsa llena de monedas, viejo —le dijo, golpeándole el hombro con jovialidad—. Esta vez, te dejaré descansar.

Y se fue. Con un grupo de mercenarios ruidosos y jóvenes.

Pasaron cinco días.

Y volvieron.

Sin John.

La madre de John lloraba en el rincón de la herrería.

Marf pidió explicaciones. La voz le temblaba, pero no de miedo. De furia.

Solo recibió evasivas. Silencios. Miradas que no se sostenían.

Y nadie lo ayudó.

Así que reunió lo poco que tenía.

Montó su viejo caballo.

Y se internó en el bosque, siguiendo los rastros mal borrados de los mercenarios.

Cabalgó sin descanso. Lo que debían ser cuatro días, lo hizo en dos.

El corazón intentó resistir pero un dolor en el pecho, como si mil relámpagos le golpeasen el cofre, lo fulminó.

Cayó de su caballo, moribundo.

El Espectador presenció su último aliento.

Un cielo gris.

Hojas mojadas.

Un hombre solo, con barro en las botas y sangre en el pecho. Eso lo convertía en probablemente el único testigo de su trágico final sin sentido.

La muerte de John había sido distinta.

Él cayó bajo el filo del Espectador.

Una muerte rápida. Impersonal.

Un cálculo. Una necesidad.

Ni siquiera supo su historia. Solo lo sintió como amenaza y una oportunidad.

Y sin embargo, allí estaban.

Ambos.

Sin aliento.

Sin regreso.

John Kepler, muerto por codicia.

Marf Katon, muerto por amor.

Para el Espectador, dos conductas irracionales, que aun así añoraba.

También vio algo más.

Vio El Jabalí Roncador, en su plenitud.

Las mesas largas.

El ruido de carcajadas golpeando el techo.

Niños con mejillas rojas correteando.

Mujeres bailando con los ojos cerrados.

Canciones sobre ríos y monstruos.

Pan caliente.

Vino barato.

Una chimenea encendida todo el invierno.

Vida.

Vida en su forma más ruidosa, desordenada y brillante.

Y el Espectador, solo entre piedra, fuego y ecos, sintió algo que jamás había sentido.

Curiosidad.

Por ese mundo.

Por esa ciudad llamada Kartemir.

Por la risa.

Por las canciones.

Por lo que era... pertenecer.

No solo quiso entenderlo.

Quiso verlo.

Quiso tocarlo.

Y mientras el núcleo palpitaba con un ritmo antiguo, como si resonara con un recuerdo que no era suyo, el Espectador no pensó en la muerte, ni en su destino, ni en lo que podría perder.

Pensó, por primera vez, en lo que podría llegar a ser.

Se preguntó... qué lo haría vivir.