El Día Dieciocho

El Espectador talló una nueva línea sobre la roca que había elegido como marcador de los días. Esta vez usó su adquisición más reciente: un hacha resistente, afilada con paciencia y propósito. Sintió que debía hacerlo él mismo, al menos esta vez. Últimamente habían sido los duendes quienes se encargaban de esa tarea.

Diecisiete.

La piedra, antes gris y lisa, ahora estaba surcada por muescas toscas pero claras. Cada una, un día vivido. Cada una, una historia breve que solo él recordaría.

A su alrededor, el aire había cambiado. La cueva ya no era una simple grieta en la tierra; ahora contenía calor, ritmo y estructura. Los tablones de madera crujían bajo los pasos. El fuego no era ya solo una hoguera improvisada: se había convertido en una chimenea rudimentaria, alta y estable, que esparcía su calor de forma pareja por toda la cueva. El humo salía por un respiradero cuidadosamente perforado, y el techo ya no lloraba humedad.

Durante el día, los duendes iban y venían, recogiendo hongos, ramas secas, bayas, pequeñas presas. En la noche, el Espectador entrenaba con la espada y el escudo que alguna vez pertenecieron a Marf Katon. Pesados, imperfectos, pero suficientes. Replicaba los movimientos de Marf, aquellos que había visto una y otra vez en las memorias que absorbió. Cada estocada, cada paso hacia atrás, cada respiro entre bloqueos era una plegaria silenciosa a un hombre que ya no existía.

A veces, mientras movía la espada al ritmo de las sombras, una imagen se colaba entre sus pensamientos: una fiesta en la vieja herrería de Kartemir, que con los años se había convertido también en posada. Lámparas colgando del techo de madera, mesas llenas de pan, carne, voces, manos que se tocaban sin miedo. Risas sinceras. Marf sonriendo con una copa en la mano, mirando a John sin decirle que lo amaba, porque nunca supo cómo, pero demostrándolo en cada gesto. Tantos recuerdos que para él no deberían significar nada, pero mermaban su concentración, lo atraían, lo invitaban a sentir algo más, algo más real, algo más cálido, algo más vivo.

Él no había vivido algo así. No lo entendía. Pero quería hacerlo. Algo en esa imagen encendida despertaba una llama nueva. No era ambición. No era hambre. Era... deseo. Deseo de saber qué se sentía al estar entre otros sin miedo.

La mazmorra seguía creciendo. Treinta metros en todas direcciones. Las puertas lisas separaban espacios: uno para dormir, otro para almacenar. Con la arcilla, formó una pequeña despensa. Compartía con los duendes todo lo que aprendía y recordaba. Ellos escuchaban con atención reverencial, aunque lo expresaban de maneras distintas. El mayor parecía tener una afinidad natural con lo teórico: comprendía rápido, preguntaba poco, retenía mucho. Se encargaba de organizar, recordar y proponer mejoras según lo que aprendía. El joven, en cambio, brillaba con las manos. Tenía una habilidad innata para las manualidades, pero también una energía incansable. Cada tabla que fijaba, cada recipiente que moldeaba, llevaba su esfuerzo y su dedicación marcada a fuego. En parte, era talento; en parte, era la intensidad con la que se entregaba a cada cosa. A veces incluso lo imitaban, sin saber del todo por qué, como si su entusiasmo fuera contagioso.

El pozo fue la última adición. Agua potable, sin tener que recorrer largas distancias. El cambio en sus rostros al beber sin miedo fue más claro que cualquier palabra.

Con el tiempo, nació una rutina: recolección, reparaciones, comida, entrenamiento. El Espectador lo vivía todo. Observaba. Aprendía. Pero también se preguntaba, cada noche, sin poder dormir: ¿Y si hubiera algo más?

Finalmente, tomó la decisión. Iría a Kartemir. No lo impulsaba el deseo de poder, ni la necesidad de recursos. Lo movía una curiosidad creciente, una necesidad de ver con sus propios ojos aquello que solo conocía en recuerdos ajenos. Quería entender lo que había detrás de esas memorias cálidas. Sentía una inquietud que no sabía nombrar, pero que vibraba en su interior como un eco constante.

Cuando se lo anunció a los duendes, la reacción fue confusa. Girk bajó la mirada, murmurando palabras en su idioma, mientras Grukash asentía con resignación. Pero luego, ambos se acercaron. Grukash posó una mano sobre el brazo del Espectador, con una solemnidad poco común. Girk extendió las suyas, temblorosas, para entregarle una piedra pintada con un símbolo: un círculo rodeado de fuego. Un talismán. Una despedida. No dijeron mucho, pero sus ojos lo hicieron por ellos, esperando en lo más profundo de sí mismos que fuera un hasta luego y no un hasta nunca.

Había tomado la decisión el día diecisiete, y por un sentimiento de apego, decidió que debía ser él quien tallara la línea de su partida.

Ve —dijo Grukash—. Pero regresa.

El Espectador no prometió nada.

Cruzó el límite de su dominio al amanecer. La brisa le pareció distinta. Atrás quedaban la chimenea, las puertas, el pozo, las voces agudas de los duendes.

No huía. No cazaba. No perseguía poder.

Solo quería ver.

Y mientras la piedra del día dieciocho aún no había sido tallada, por primera vez, no se preguntó cuánto duraría su existencia.

Se preguntó... qué la haría valer.

Esa misma mañana, cuando las primeras luces se colaron por la entrada de la cueva, Girk y Grukash se quedaron en silencio largo rato, sentados cerca del fuego que ya no ardía con el mismo calor.

Se fue… —dijo Girk al fin, sin levantar la vista.

Grukash no respondió. Solo asintió, con los ojos fijos en el lugar por donde el Espectador había desaparecido.

¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Girk, frotándose los brazos con nerviosismo—. ¿Y si no vuelve?

Grukash suspiró hondo. Se levantó despacio, caminó hasta una de las nuevas puertas de madera y la tocó con una mano callosa. La madera no respondió, pero había algo en su solidez que le trajo una respuesta.

Nos quedamos —dijo. Y por primera vez, no lo decía como una resignación. Lo decía con decisión.

Girk parpadeó.

¿Aquí?

Sí. Este lugar… es nuestro ahora. Él lo construyó, sí, pero también nosotros. Yo recuerdo cómo era antes. Frío. Oscuro. Silencioso. Ahora hay fuego, agua, comida. Espacio para dormir sin miedo. Aprendimos. Cambiamos.

Pero sin él...

Lo cuidaremos —interrumpió Grukash—. Lo protegeremos hasta que vuelva. Si es que vuelve.

Girk bajó la cabeza. Luego asintió con fuerza.

Nunca habíamos entendido lo que significaba elegir quedarse al lado de alguien. Siempre fue el miedo quien decidía por nosotros. Pero él…

Él nos vio. Y nos habló. Compartió su fuego.

Se miraron un largo instante, y algo en esa mirada selló su decisión. No era obediencia. Era lealtad. Una palabra que nunca habían comprendido del todo, hasta ese día.

Y mientras el sol terminaba de alzarse sobre la entrada de la mazmorra, los dos duendes salieron a recolectar como cada mañana. Pero esta vez, con el peso y la honra de custodiar algo más que provisiones. Custodiaban un hogar. Uno que, por primera vez, sentían suyo.