El primer día de su viaje a Kartemir amaneció con un cielo gris, cruzado por nubes que no llovían, pero cargaban el peso del invierno. El Espectador no se detuvo. Recorrió un sendero ancho, formado de tierra casi congelada, que se abría paso entre los árboles altos del bosque. El aire estaba impregnado de silencio, pero no de vacío. Sentía la vida en cada rincón: ciervos que se alejaban al oír sus pasos, aves que lo sobrevolaban con cantos apagados, ramas que se mecían con lentitud, como si también estuvieran en espera.
Llevaba consigo su núcleo. Había decidido no dejarlo atrás. Aunque su mazmorra era ahora sólida, viva, y estaba bajo el cuidado de Grukash y Girk, no podía desprenderse todavía de la fuente de su existencia. Lo necesitaba cerca. No era miedo. Era una certeza: el núcleo debía caminar con él, al menos por ahora.
A medida que avanzaba, las dudas comenzaron a aparecer. ¿Cómo sería llegar al pueblo? ¿Lo recibirían con las sonrisas cálidas que había visto en los recuerdos de Marf? ¿Lo aceptarían como uno más?
Pero esas preguntas pronto se tornaron más profundas, más personales. ¿Quién era él ahora? ¿Una sombra informe? ¿Un eco de memorias ajenas? ¿Un ser que solo observa, o alguien que desea ser visto?
Fue entonces, sin decidirlo del todo, que su cuerpo empezó a cambiar. A cada paso, su forma se volvía más firme, más definida. El proceso fue lento, extraño y doloroso en momentos, aunque no físico. Era un dolor que nacía en la identidad. Su esencia espiritual se estiraba, moldeaba, recordaba. En los primeros días, su rostro adquirió facciones. Su piel tomó un tono bronceado, ligeramente irregular. Vello surgió en su pecho, brazos y rostro. Su figura se volvió más corpulenta, y su rostro más humano.
Sin saberlo, se había convertido en una réplica viva de Marf Katon. Cabello largo, rojizo, con canas dispersas. Una barba espesa y ordenada. Cejas firmes. Ojos que no eran exactamente los de Marf, pero tenían la misma mirada: una mezcla de dureza y compasión, como si aún aprendieran a mirar el mundo sin miedo.
Y no le molestó. Le pareció natural. Aquella forma le parecía correcta. Los días de ser solo una sombra habían terminado.
Pasaron tres días sin detenerse. No necesitaba descansar, ni comer, ni refugiarse. La noche no lo intimidaba. Sus pasos eran constantes, su avance firme. No cazaba, no se ocultaba. Caminaba por deseo. Por búsqueda.
El cuarto día comenzó con la promesa de un cielo más claro. Los árboles se separaban a ratos, dando lugar a claros donde el sol, tímido, tocaba la tierra. Fue en uno de esos espacios donde los encontró: tres hombres armados, con ropas gastadas y miradas torcidas por la necesidad.
— Alto ahí, viajero —dijo el más alto de ellos, con una lanza improvisada y la voz cargada de falsa autoridad—. Este sendero tiene un precio.
El Espectador se detuvo. Observó a los tres. Uno era rubio, con una sonrisa rota y una daga en la mano; otro, el más joven, era de piel oscura y sostenía una espada oxidada con ambas manos. El tercero tenía una cicatriz que iba de oreja a oreja, cruzándole la nariz. Ninguno mostraba disciplina ni experiencia. Eran bandidos de poca monta. Desesperados. Lo sabía con certeza.
— No busco conflicto —respondió con voz firme, grave—. Sigan su camino. Yo seguiré el mío.
— No funciona así, viejo —respondió el rubio, riendo—. Esa hacha tuya se ve bonita. Y ese escudo... también. Déjalo todo y vete si aprecias tu vida.
El Espectador no respondió. En un solo movimiento, descolgó el hacha de su espalda y la lanzó con precisión. Giró en el aire como una extensión de su voluntad y se clavó en el brazo del de la cicatriz. El hombre gritó, cayendo de rodillas mientras el arma lo desarmaba de inmediato.
Desenvainó la espada de Marf y alzó su escudo justo cuando el rubio cargó contra él. El choque fue torpe, y el Espectador respondió con un empujón que lo hizo trastabillar. Luego giró y trazó un corte horizontal con la espada. La hoja cruzó el abdomen del agresor, y el hombre cayó con un alarido.
Entonces lo sintió. Una acumulación de esencia. Un pulso en el aire, como una vibración que antecede al trueno. Algo lo golpeó en el costado antes de poder terminar con el caído. Fue como un ariete invisible que lo lanzó varios metros, haciéndolo rodar por el suelo. Su espada voló lejos.
Se alzó con esfuerzo. El escudo aún en mano. Al mirar, vio al joven de piel oscura con el brazo extendido. Temblaba. Sudaba a pesar del frío. Había sido él. Su energía aún chispeaba en el aire.
El Espectador alzó el escudo justo cuando otra concentración de esencia se reunía frente a él. El impacto fue brutal. El escudo detuvo la mayor parte, pero el golpe le sacó el aire. Una sensación nueva. El dolor de un cuerpo que respira y colapsa por fatiga.
El joven colapsó también, extenuado. El de la cicatriz, herido por el hachazo, apenas respiraba. El rubio jadeaba con dificultad, tambaleándose.
Pasaron unos minutos en silencio. Luego, el Espectador se irguió. Recuperó su espada. El joven aún respiraba, aterrado. Intentó reunir esencia de nuevo, pero esta vez, su voluntad se deshizo antes de concretarse. El rubio gritaba, exigiéndole que hiciera algo. Fue inútil.
Sin perder tiempo, el Espectador corrió hacia el rubio y de un tajo limpio le cortó la cabeza. Luego se giró hacia el joven, que huyó entre los árboles, cojeando y sollozando.
No lo dejaría escapar. No por ira. Por curiosidad. Necesitaba entender qué había sido ese fenómeno particular que había tomado la esencia en sus manos. Tomó el hacha del cadáver y lo persiguió.
— ¡Por favor, no! ¡No quería hacerte daño! ¡Solo queríamos algo de comida! —gritaba el joven mientras se internaba torpemente en el bosque—. ¡Te lo ruego, déjame vivir! ¡No volveré a levantar un arma, lo juro!
El Espectador no respondió. Corrió con paso firme, implacable. El muchacho tropezó, se levantó y siguió corriendo, pero algo en su mirada cambió. Comprendió que no escaparía. Se detuvo por un instante, se giró con el rostro desencajado por el miedo y la rabia, y gritó:
— ¡Asesino de mierda! ¡Que te pudras vivo mientras las ratas te devoran los ojos! ¡Ojalá tu carne se caiga a pedazos y nadie llore por ti! ¡Maldito seas por cada aliento que tomes!
Escupió en su dirección con furia, dejando un hilo de saliva cargado de desesperación y tristeza antes de intentar reanudar la huida. Pero no llegó lejos. El Espectador lanzó el hacha con violencia. Esta vez erró el torso, pero no por mucho: el filo se hundió con un sonido húmedo en la carne del muslo. El joven soltó un alarido desgarrador, crudo, como el bramido de un cerdo degollado. Cayó de bruces entre hojas secas y ramas podridas, convulsionando de dolor. Con la misma piedad que tuvo con sus hermanos, y así, terminó lo que ellos habían comenzado. El bosque, ajeno, volvió al silencio.
El Espectador absorbió los cuerpos sin ceremonia.
No hubo ritual, ni pausa, ni siquiera el mínimo respiro para que los cadáveres dejaran de humear en el frío. Las sombras se enroscaron alrededor de los tres ladrones como serpientes hambrientas, penetrando por bocas entreabiertas y heridas aún frescas. La esencia fluyó hacia su núcleo en hilos viscosos, cargada de recuerdos ajenos, de músculos que ya no se moverían, de voces apagadas para siempre.
No eran dignos de lástima. Solo tres huérfanos criados en las calles de Kartemir, ladrones por desesperación, asesinos por costumbre. El Espectador no sintió remordimiento. No podía. No estaba hecho para eso.
Pero algo se quedó.
No era empatía. Era más físico, más visceral: un sabor amargo en la parte posterior de su garganta, como si hubiera masticado hielo podrido. No venía de la carne, sino de los recuerdos que ahora se agitaban en su interior, fragmentos desordenados de vidas miserables:
Un niño mordiendo un trozo de pan robado mientras escondía las manos llenas de sabañones.
Un niño apuñalando a un mercader por primera vez, con lágrimas secas en los ojos.
Tres cuerpos acurrucados en un establo abandonado, compartiendo el mismo sueño: "Algún día tendremos suficiente".
El Espectador intentó escupir, pero no tenía saliva. Intentó tragar, pero el regusto no desaparecía. Era como si los últimos jadeos de los ladrones se hubieran quedado atrapados en su esencia, repitiéndose en un eco mudo, con pesar y disgusto, se dispuso de igual manera a digerir la información que aún le era útil.
Estaba a un día a caballo del pueblo, y los caballos no se encontraban muy lejos. Y la duda que tenía fue esclarecida: el joven, llamado Daniel, sin apellido, poseía un tipo raro de núcleo. Uno que le permitía usar un sistema humano llamado Trazado Espiritual.
Daniel era usuario de Emisión. Podía moldear esencia existente y lanzarla como proyectiles, en su caso, aunque era mucho más versátil que eso. No era un talento excepcional, pero sí funcional. Exigía gran esfuerzo. Había visto a otro como él en su vida: un hombre misterioso, en medio de un salón repleto de gente, cubierto por una capa de esencia, lo que lo convertía básicamente en invisible a ojos de los no usuarios de Trazados.
Ahora sabía que el alma humana podía tallar caminos invisibles en la esencia misma. No solo contenerla, sino lanzarla, transformarla. Daniel no era especial. Pero era prueba de que el mundo tenía leyes aún no escritas para él.
El Espectador se guardó la información. Luego de examinar el lugar por última vez, se acercó a los caballos atados. Los liberó con movimientos calmos, murmurando palabras que no eran del todo necesarias, pero que imitaban las de Marf en situaciones parecidas. Uno de los caballos —un alazán de ojos tranquilos— se quedó junto a él. Lo montó con una naturalidad que no sabía que tenía y dio una última mirada al claro. Suspiró, casi por costumbre, y retomó el sendero. Esta vez no solo marchaba hacia el pueblo. Cabalgaba hacia algo más profundo: respuestas, verdades... quizás incluso, a sí mismo.