Los Días Sin Sol

Día 18

Ese día, la marca en la piedra fue más débil. Girk, el joven duende, trató de imitar la determinación de su maestro, pero la ausencia del Espectador se sentía como una sombra espesa. La cueva ya no parecía tan viva; el fuego ardía, sí, pero sin alma ni propósito. Incluso el eco de los pasos parecía apagado.

Aun así, Girk se levantó temprano y tomó su vieja hacha. Salió a recolectar madera, hierbas y frutos, como siempre. Mientras caminaba, su mente no paraba de recordar. Pensaba en su maestro, en sus gestos, en su voz. Sentía el silencio como un castigo que no merecía, como un juicio que no comprendía del todo.

Grukash, el duende viejo, también trataba de mantener la rutina. Recordaba las palabras que el Espectador le había dicho sobre plantar comida. Aunque no entendía del todo, decidió intentarlo. Junto a Girk, removió la tierra en un claro del bosque. Allí enterraron unas pequeñas semillas, con la esperanza de que algún día crecieran, como crece la voluntad cuando no se tiene otra opción.

Esa noche, Girk entrenó solo. Movía su cuerpo con disciplina, como había visto hacer a su maestro. Grukash cocinó en silencio, sin hablar, perdido en sus pensamientos. La ausencia del Espectador colgaba como un hueco en el techo: invisible, pero siempre presente.

Día 19

El día amaneció con niebla. Desde que despertó, Girk sintió algo extraño en el pecho. Lavó su rostro en el pozo, pero el agua fría no lo despertó del todo. Mientras trabajaba en el campo, su mente estaba llena de preguntas. “¿Por qué se fue?”

Con el paso de las horas, ese pensamiento se volvió más fuerte. Mientras movía la tierra, su voz salió sola:

¿Por qué se fue?

Grukash, que trabajaba cerca, lo miró con calma.

Porque es libre —respondió—. Porque quiso saber quién era fuera de esta cueva. Algunos sienten esa necesidad de descubrirse.

Girk bajó la mirada. Grukash continuó:

Él nos dio algo muy raro para criaturas como nosotros: la opción de elegir. La mayoría de los débiles no tienen eso. Viven con miedo, esperando lo peor. Nosotros fuimos liberados. Eso es un regalo.

Girk no habló, pero sus ojos mostraban que entendía.

Solo los verdaderamente fuertes de cuerpo, mente y alma —dijo Grukash— pueden forjar su propio camino. Los demás solo siguen el que otros les dejan.

Esa noche, Girk salió a correr. Dio veinte vueltas a la cueva. Pudo parar en la diecinueve, pero le gustaban los números pares. Le parecían más ordenados.

Mientras tanto, Grukash cocinó el último trozo de venado. El olor le trajo recuerdos tristes: días de hambre, gritos en la oscuridad, momentos en los que no había suficiente comida ni esperanza. Recordó a su hermana enferma, a su madre sufriendo por ellos. Cerró los ojos por un momento.

El sonido del agua lo hizo volver. Girk regresaba del lago, mojado y cansado. Entró y saludó al anciano con una sonrisa. Grukash le ofreció un cuenco con carne. Esa noche hablaron de muchas cosas, sin decir nada importante, pero sabiendo que estaban juntos.

Día 20

Al tercer día, algo rompió la rutina con la fuerza de una herida abierta. Girk sintió un hedor ácido entre los árboles, algo que no pertenecía ni al bosque ni a la mañana. Se acercó con el ceño fruncido, hacha en mano, los músculos tensos. Grukash lo siguió, arrastrando el mazo, con la mandíbula apretada.

Lo que encontraron fue una escena que les torció el estómago: una duende tirada entre raíces rotas, cubierta de barro, heridas secas y costras que olían a días sin agua. Había sido golpeada, eso era evidente, y abandonada como un trapo sin valor. La crudeza de la imagen los detuvo en seco. Por un momento, incluso Girk —el que dormía ligero y no soñaba— sintió la náusea subirle por el pecho.

Pero respiraba. Aún respiraba.

Grukash se agachó, el rostro endurecido por algo más que pena. Sus manos fueron suaves al tocarla, pero su voz tembló cuando dijo:

Todavía está viva.

No deberíamos llevarla —gruñó Girk, girando la vista con desconfianza—. Sabes muy bien de lo que somos capaces los duendes. Muchos mienten. Muchos muerden. ¿Y si es una trampa?

Grukash lo miró con ojos oscuros y cansados.

¿Y si no lo es?

No podemos cargar con fantasmas ajenos. Apenas somos dos. No tenemos ni carne para la semana.

Grukash lo interrumpió, su voz más firme de lo usual.

Abandonarla no nos haría distintos de los que alguna vez me dejaron a mí. A ti. ¿Recuerdas los gritos? ¿El frío?

Girk apretó los labios, furioso consigo mismo por recordar.

¿Y si finge? ¿Y si nos ataca cuando mejore?

Tal vez lo haga —respondió Grukash—. Pero no puedo dejarla. No sin intentar algo. No sin enfrentarme a mí mismo cada noche.

Hubo un silencio largo. Girk pateó el suelo, frustrado. Su hacha bajó. Sus hombros también. Un recuerdo lo atravesó sin aviso: su hermana, apenas una cría, acurrucada en una esquina mientras un duende mayor la arrastraba de los cabellos. Él era demasiado débil entonces, demasiado cobarde. No pudo hacer nada. Ni siquiera gritó. Apretó los puños, con la garganta seca, y desvió la mirada como si con eso pudiera borrar el pasado. Pero no podía. Y ahora, frente a esa duende medio muerta, no era un niño. Ya no.

Maldición, si llega a pasar algo, tú cargarás con la responsabilidad.

Así será —asintió Grukash.

Juntos, la alzaron con cuidado. No pesaba casi nada. La llevaron de vuelta a la cueva, sin hablar más.

La pusieron en la habitación con los jergones, unos colchones rústicos hechos de paja, trapos y pieles secas que apenas separaban el cuerpo del suelo helado. Desde ese momento, se turnaron para cuidarla. Uno salía a buscar comida; el otro se quedaba, pendiente de su respiración débil, esperando alguna señal de mejora mientras el aire en la cueva se espesaba con la inquietud de lo incierto.

Girk entrenaba con movimientos suaves, como si su cuerpo respondiera a un ritmo más antiguo que el suyo. Grukash la observaba en silencio, sintiendo que su llegada era como una semilla traída por el viento: acaso casual, acaso necesaria. Tal vez era una señal del bosque, un eco del destino, o simplemente la forma en que el mundo respiraba sin avisar.