¿Has escuchado el dicho: “Tanto da la gota sobre la piedra, que al final la perfora”?
Así eran las súplicas de Theo a la vida. Día tras día, deseó con fuerza ser alguien. Tanto insistió, que al final… ocurrió lo inesperado.
Era un día soleado y húmedo del mes de agosto. Theo, después de una larga jornada de trabajo, se dirigía a relajarse, a distraerse un rato de la rutina agotadora. El sol comenzaba a caer, y con él, el ambiente se apaciguaba en los callejones.
Las largas mesas de las tabernas empezaban a llenarse. Los aromas de alcohol y comida local se entremezclaban, mientras una vibrante y alegre música marcaba el inicio del fin de semana.
Desde que tenía memoria, Theo no había hecho más que trabajar. Nunca recibió educación formal; su formación vino de los oficios que la vida le puso enfrente.
Fue limpiabotas, luego mensajero, y más tarde, ya mayor, se dedicó a cargar y descargar mercancías en las bodegas del puerto. Siempre por un pago miserable, apenas suficiente para comer, y con suerte, comprar algo útil para su hogar.
A lo largo de los años, sufrió maltratos de todo tipo. Muchos empleadores se negaron a pagarle por su trabajo. Recibía insultos, amenazas, y tratos injustos que no valía la pena cuestionar: al otro día, debía volver al mismo sitio, con la esperanza de que no hubiera más problemas… aunque rara vez era así.
Y, sin embargo, después de todo aquello, solo le quedaba recordar —con cruda nostalgia— lo que había tenido que atravesar para llegar hasta donde estaba ahora.
Este día, al menos, fue diferente. Era día de pago, y se notaba. Nuestro joven muchacho se propuso darse un pequeño lujo: beber una jarra de cerveza de mediana calidad y comer un buen filete de pez mikys. Nada extraordinario, pero para él, era una celebración.
Mientras escuchaba las conversaciones indistintas de los demás clientes y disfrutaba del bullicio a su alrededor, le llegó la cerveza: dorada, fría al tacto de la jarra. El aroma era suave, pero agradable, y lo invitaba a dar el primer trago. El sabor era justo lo que esperaba: ligero, refrescante.
Luego llegó su Filete en salsa blanca acompañado de verduras y una buena porción de arroz, Theo, hambriento ya a esa hora, devoró en breves minutos su plato con el maridaje de cerveza y pescado fresco, haciendo de este un momento grato luego de todo un mes trabajando en la limpieza de diversos cascos de acorazados.
Ya saciado, se quedó unos minutos saboreando la buena comida que no siempre podría adquirir, disfrutando del ambiente de júbilo del tumulto presente. Sin embargo, sus pensamientos, cada vez más recurrentes, pronto lo invadieron.
¿Sería toda la vida un simple marinero de poca monta?, marinero ya era decir mucho, conocía las partes de los buques y sobre todo como mantener limpios sus exteriores, pero nunca había zarpado a conocer nuevas ciudades, islas, rutas comerciales o la implacable mar en general, la vida parecía reducirse a eso: restos de barcazas y naufragios, recordatorios de lo impredecible y áspera que podía ser la existencia.
Theo no podía evitar preguntarse si la suya sería siempre así, limitada a un rol sin grandes cambios. Aunque no todo era tan malo, Theo recordó lo que le había contado, un viejo andrajoso y aparentemente sabio. Luego de terminar su jornada y girar por el callejón principal, un hombre mayor le gritó.
...
—¡Hey! ¿Es que acaso no hay alguien hambriento de aventura? — Su voz rasposa cortó el bullicio de la ciudad.
Titubeando, y pensando que probablemente era solo otro mendigo (lo cual no estaba completamente equivocado), Theo se acercó cauteloso, intrigado por lo que el viejo podría ofrecer bajo tan extraña pregunta.
—Así es, muchacho, más cerca. No te haré daño, solo quiero compartir mis conocimientos. A cambio de… mmm, digamos, una compensación justa —dijo el viejo, haciendo un gesto hacia Theo, invitándolo a acercarse.
De cerca, Theo pudo ver mejor sus facciones: piel curtida por los años, ojos grises y opacos, y un cabello gris enmarañado. El olor del hombre no era peor que el de la pescadería local, lo que hizo que Theo se relajara un poco.
—Tengo una propuesta, muchacho —continuó el viejo, sus ojos brillando con algo que parecía más que simple locura—. Hoy es tu día de suerte. Me acabo de "topar" con un manuscrito que habla de un naufragio. Y en ese naufragio… Hay un botín de lo más peculiar.
Theo, aún dudando, pero intrigado, no pudo evitar preguntar:
—¿Qué clase de naufragio y qué tipo de botín me está hablando, señor?
El viento cálido aullaba por las estrechas calles agitando los restos desperdigados; las voces ajenas parecen menguar en el momento en que el anciano se dispone a explicar, con voz baja, un susurro que aparentemente solo podían oír él y Theo
—Poder, niño, un poder sobrenatural que te permitirá lograr todo aquello que tanto quieres.
Con un renovado brillo en los ojos del anciano, este continuó diciendo.
—Este papel, aunque maltratado, indica el lugar donde yace la antigua carabela apodada la “ponzoñosa” célebre por atracar en un sin fin de islas y arrasar con todas las riquezas allí presentes, entre ellas un objeto que, según se comenta, puede lograr que obtengas un poder descomunal—
Theo, más expectante que nunca, no pudo evitar preguntar, con la posibilidad de mejorar su condición de vida en mente — ¿Qué tipo de poder podría obtener?—
El anciano, mirando con alegría luego de enganchar un posible cliente dice — Algunos comentan que podrías levantar la carga de diez hombres por ti mismo, otros dicen que puedes predecir las corrientes marinas y que el mejor viento siempre sopla a tu favor, se habla de quienes incluso ya tienen poderes similares y logran correr a grandes velocidades sin mayor esfuerzo—
Theo escuchaba con atención, sus pensamientos revoloteando. El poder de levantar la carga de diez hombres… o predecir las corrientes marinas. Su vida como marinero siempre había estado limitada por las circunstancias. Pero ahora, algo parecía a punto de cambiar.
Pero, ¿Qué costo tendría todo esto? El hombre de edad avanzada no mencionaba nada sobre las consecuencias de obtener un poder tan grande, y Theo no estaba seguro de si quería saberlo.
El anciano, al notar la inquietud de Theo, decidió explicarle lo que tenía que hacer, así como la cuota que pedía a cambio. —No pido mucho, no para un zagal como tú. Este pergamino, como puedes ver abarca el mapa de la costa sur de nuestra ciudad, da un punto preciso para buscar, como puedes ver en la imagen-
Theo, ya cautivado por la idea, se acercó y miró el mapa. La imagen era borrosa, pero al mismo tiempo, clara para alguien como él. Reconocía el borde costero, el faro en mal estado, y el punto marcado con una cruz. Todo parecía encajar a la perfección.
El anciano sostuvo el mapa con dedos temblorosos, como si temiera que el viento lo arrancara de sus manos. —Este mapa, muchacho... ha pasado por más manos de las que podrías imaginar. Pero solo alguien como tú podría entender lo que marca. Los nobles a los que alguna vez perteneció no creen en estas historias, por eso, no les interesa seguir el rastro.
Solo faltaba un punto crucial: ¿Qué tipo de compensación pediría el anciano? ¿Qué parte del botín reclamaría? Y, más importante aún... ¿Estaría dispuesto a entregar alguna parte de la recompensa a alguien que, en su opinión, ni siquiera podría encontrar el tesoro?
—Solo te pido una décima parte del botín: oro, joyas o incluso armas. Lo que encuentres será suficiente para mí. A mi edad, no puedo nadar, y mucho menos bucear lo que exige esta hazaña. Por eso te lo encomiendo a ti —dijo el anciano.
Ya con las cartas sobre la mesa, y habiendo escuchado un trato justo, Theo miró el mapa y luego al anciano, sabiendo que no había vuelta atrás. La posibilidad de cambiar su vida lo atraía con fuerza, aunque también sentía el peso de la incertidumbre. A pesar de todo, aceptó. No podía dejar pasar una oportunidad como esa.