Sueños y promesas: Tareas domésticas

Recordando todo aquello y tras un breve descanso, Theo se dirigió a su hogar, cuidando con esmero el papel que llevaba oculto bajo sus ropas sucias y desgastadas. Su camiseta de lino, rasgada y remendada en más de una ocasión, y su pañuelo, marcado por viejas manchas, le eran tan familiares como sus pantalones duros y resistentes, que, junto a sus botas, lo habían acompañado durante mucho tiempo. Sabía que debía cambiar su situación, pues en casa el panorama no era muy distinto a su aspecto.

Caminó durante varios minutos hacia la zona sur. Las calles conocidas comenzaban a indicar que estaba cerca. La temperatura había descendido bruscamente, y el viento soplaba con fuerza. No había duda: ya era tarde, y necesitaba tanto el abrigo como el calor del fuego para reconfortar su cuerpo cansado.

En casa lo esperaba su madre, una mujer mayor, aún firme en sus labores tanto en el mercado —donde vendía pescados y verduras— como en el hogar, donde se ocupaba de la casa y de su hijo. Debía mantenerse unida a la familia, aunque las largas jornadas de trabajo les dejaban poco tiempo para compartir.

—Llegas tarde, Theo —dijo su madre con tono grave—. Me imagino que pasaste a gastar tu dinero. Me parece bien, te lo ganaste con esfuerzo.

Theo, apenas entrando por la puerta principal de su modesta vivienda, escuchó las palabras de su madre, que resonaron con fuerza en su mente.

—Así es, mamá, pero solo por hoy. Después tengo que cuidar lo que queda para que nos alcance el próximo mes.

Su madre, sentada cerca de la chimenea, con unos pocos leños a un lado y abrigada hasta las orejas, asintió y le dijo:

—¿Qué piensas hacer mañana? Solo te pido que vayas al bosque a traer leña para estos días. Puedes pedirle la carreta al viejo Rod. Después de todo, la pagamos a medias.

Theo, recordando sus responsabilidades como hijo, asintió con firmeza.

—Sí, mamá. Mañana iré temprano a cortar leña. El hacha todavía no está roma. Después, pasaré por la costa para despejarme un poco.

—Muy bien —respondió la mujer, mientras se preparaba para dormir en la cama de paja junto a la hoguera—. Debes descansar bien. Mañana te despertaré para el desayuno, y luego podrás hacer tus tareas.

Con un gesto cariñoso, lo arropó con una manta de piel de bisonte marino, le dio un beso en la frente y le deseó buenas noches. Theo intentó dormir, pero la emoción por el día siguiente le recorría el cuerpo. Apenas podía cerrar los ojos: su mente estaba llena de imágenes y planes. Sin embargo, el calor de las brasas, la saciedad tras la cena y el cansancio de la jornada lo llevaron finalmente a un sueño profundo.

La hoguera crepitaba suavemente, llenando la habitación con un calor reconfortante que contrastaba con el frío de la noche. La cama de paja era dura, pero la sensación de estar en casa le daba una paz momentánea. La quietud lo envolvía.

A la mañana siguiente, el silbido de la tetera y el aroma del pan caliente con mantequilla lo despertaron. Su madre, ya con el desayuno servido sobre la mesa, lo llamó:

—Buen día, hijo. Ven a desayunar; el pan está recién hecho y ya voy a servir el té.

Ante la invitación, Theo se levantó sin resistencia, aún somnoliento, pero entusiasmado por este día crucial, que bien debía comenzar con un buen desayuno. Rápidamente devoró el pan tierno y tibio, generosamente untado con mantequilla. El té, aunque algo caliente, le limpió el paladar y reconfortó el estómago.

Tomó su abrigo grueso, se despidió de su madre —quien ya se dirigía a la pescadería, en la costa norte— y se preparó para salir.

—Recuerda llenar la carreta, y no te lastimes. Ve con cuidado —le dijo su madre.

—Tú también. No te cortes con el cuchillo, que recién se curó tu herida. Cuídate mucho, madre —respondió Theo, mientras cruzaba corriendo hacia la casa del frente para tomar la carreta.

Al acercarse, vio al viejo Rod apilando leña en el fondo de su pequeña casa. Con un gesto de la mano, Theo tomó la carreta, colocó el hacha sobre ella y partió con paso firme en busca de leña seca. La travesía tomaría al menos una hora; el regreso sería más breve, ya que el desnivel del terreno jugaba a su favor.

Mientras caminaba entre el viento fresco, protegido del sol por la bruma matutina, los graznidos de las aves fueron desapareciendo, reemplazados por melodías más dulces y armoniosas. El sendero de tierra, firme pero ligeramente húmedo, ofrecía un buen entrenamiento para un joven como él.

Tras varios minutos de caminata, llegó al frondoso bosque Atris, señal de que ya se encontraba en la zona este de la ciudad, cerca del límite. Debía tener cuidado: era un entorno salvaje y no sabía qué podría encontrar mientras talaba.

Sin perder tiempo, buscó un árbol con las características idóneas: de buen tamaño, seco y fácil de cortar. Cuando por fin lo halló, empuñó el hacha y, con golpes precisos y calculados, comenzó a talar hasta que el árbol cedió. Luego, una vez tendido lo que alguna vez fue un firme roble ópalo, empezó a cortar el tronco en porciones más pequeñas que pudieran ajustarse a la carreta. Tras una hora de esfuerzo, concluyó la tarea.

El sudor le perlaba la frente, y sus manos —enrojecidas por el esfuerzo y curtidas por los callos— hablaban de su naturaleza trabajadora. Se dispuso a descansar y a beber agua del arroyo cercano, el cual se unía al río que desembocaba no muy lejos de su hogar.