Sueños y promesas: Estudio de mercado

Con una idea clara en mente, Theo se propuso investigar los precios del mercado. Recorrió los puestos, comparando costos de peces y bestias marinas, intentando memorizar los más convenientes. Al mismo tiempo, aprovechaba para estudiar a sus futuras presas. Aunque el olor de los animales cambia al morir, muchas especies conservaban su aroma característico, especialmente allí, donde llegaban "frescas" tras las campañas de pesca en alta mar.

Mentalmente, Theo tomó nota de lo siguiente:

Pez meruc (muy común): 5 kraken de cobre

Pez Mykis (común): 10 krakens de cobre

Pulpo azul (poco común, venenoso): 25 krakens de cobre

Calamar dentado (raro, lengua filosa): 1 kraken de plata

Atún aleta esmeralda (raro): 5 krakens de plata

Atún aleta rubí (muy raro): 25 krakens de plata

Anguila ciega (rara): 10 krakens de plata

Tiburón oscilante (muy raro): 50 krakens de plata

Sirena abyssia (muy rara): 1 kraken de oro

Cangrejogros (muy raro): 2 krakens de oro

Mantas espectrales (muy raras): 1 kraken de oro

Era un listado modesto, apenas una fracción de la vasta fauna y de las enigmáticas bestias del mar. Theo descubrió, además, que si el tamaño o la conservación eran excepcionales, el precio podía duplicarse, alcanzando cifras astronómicas.

Teniendo en cuenta que cien krakens de cobre equivalían a uno de plata, y cien de plata a uno de oro, calculó que, con solo un kraken de oro, podría mantener cómodamente a su madre durante ocho estaciones completas.

Eso incluía comida, ropa para las temporadas frías y mejoras para la casa: camas en buen estado, muebles resistentes, reparaciones en la techumbre y la fachada.

Theo fantaseó con ello por un instante. Sin embargo, pronto volvió a la realidad. Estaba en un mercado, y debía concentrarse. Se dispuso entonces a memorizar cada esencia, cada nota, fragancia y estela, ampliando su enciclopedia sensorial.

Musgoso, quitinoso: cangrejogro.

Olor similar al queso, con dulzura atenuada: calamar.

Escamas, uñas podridas, cabello salino y dientes sarrosos: sirena abyssia.

Pero el costo no tardó en manifestarse: una jaqueca punzante le atravesó el cráneo mientras un hilo de sangre descendía desde su nariz. Mareado y preocupado, pero también satisfecho, Theo se tambaleó hasta un puesto cercano, compró un pez asado y se sentó a comer bajo la sombra de un dique. Poco a poco fue recobrando la vitalidad, quedando solo una molestia residual y un leve agotamiento mental.

Volvió caminando, apoyado en su arpón como si fuera un báculo. Ya cerca de casa, en el familiar muelle malogrado del sur, se detuvo a pensar en cómo maximizar sus ganancias. Tenía que ser realista: nunca había usado un arpón, y mucho menos había buceado en modo de cacería.

Observó su arma: poco filo, y el agarre parecía frágil. Aun así, se armó de valor y, con un clavado temerario, se sumergió. Su objetivo era claro: atrapar un pulpo azul, un pez Meruc o un Mykis.

Bajo el agua, enfocó su mente para detectar el olor del pulpo: pescado mezclado con tinta y una mucosidad densa que impregnaba su cuerpo. También buscó el aroma a escamas o la viscosidad ocular propia del Meruc o del Mykis.

Tras dosificar su oxígeno y bucear hasta el fondo, captó un tenue hilo de olor que emergía desde unos corales. Volvió a la superficie, nervioso pero emocionado, temeroso de sobreexigir su cuerpo y mente en esta doble faena: física y cognitiva.

Tomó aire profundamente y descendió de nuevo. Siguiendo la estela de mucosidad, encontró que esta terminaba en lo que parecía una roca sólida y amorfa de varios metros. Sin tener muy claro qué hacer, marcó el epicentro del hedor y lanzó su arpón con fuerza, aunque sin mucha precisión. Solo consiguió que el pulpo cambiara de forma, se camuflara y escapara de su vista.

No fue un fracaso total. En la línea de huida del molusco, otros olores se entremezclaban. Ayudado por la suave corriente, Theo los identificó: era un aroma distinto, químico, ajeno a su entendimiento… pero que le evocaba algo muy claro: miedo.

Parecía que, al detectar a un depredador, el pulpo había liberado una serie de sustancias, entre ellas, una inconfundible feromona de alarma.

Theo regresó a la superficie, extasiado por su descubrimiento. Luego nadó unos diez metros hacia el sur, divisando bancos de peces que brillaban al moverse con su presencia.

Ya en el nuevo sitio, Theo retomó su rutina. En el lecho marino, rastreó nuevamente el olor a tinta y mucosidad. Incapaz de distinguir entre roca, coral o musgo, cerró los ojos y dejó que su nariz guiara el golpe. Esta vez, con menos fuerza pero mayor precisión, lanzó un impacto seco que acertó en el cuerpo del invertebrado. Un golpe de suerte: le había dado en el cerebro.

Con cuidado, nadó hacia el claro cielo, satisfecho de su recompensa, braceó rápidamente a la orilla; no quería que el olor de su presa atrajera visitas inesperadas.

Ya recompuesto y sin abusar de su capacidad, sintió el costo abrumador: el cansancio físico se mezclaba con la extenuante labor de olfatear bajo el agua, procesando finalmente lo que apenas rozaba su nariz. Sacó algunas conclusiones.

Bajo el agua, el olor se disipa rápidamente. Es débil y está sujeto a las corrientes marinas. Su límite parecía estar entre uno y dos minutos antes de presentar molestias. Si forzaba más allá, aumentaba el rango de captación, incluso de los olores más suaves, pero el tiempo de uso se reducía drásticamente a unos segundos. El agotamiento era casi inmediato, como cuando estaba en el mercado. Y, por último, el olor del miedo o la alarma: ese aroma podía variar entre especies, pero tenía una nota inconfundible: el temor a morir.

Ya más calmado, Theo contempló su pesca del día: un pulpo de un metro de diámetro, con un corte preciso en el centro de la cabeza. Sus brazos, cubiertos de ventosas, caían inertes, balanceándose. Decidió no perder tiempo y corrió al local de su madre para entregar la que esperaba fuera la primera de muchas presas.