La tarde se esfumaba, y los colores vivos abandonaban los edificios reales, marchitando su elegante belleza para revelar un rostro distante y reservado. Los adoquines del suelo eran recorridos solo por las rondas ocasionales de guardias, guiados por la luz de antorchas o faroles, silenciando los ruidos y cuestionando a todo aquel que transitara sin un salvoconducto.
En lo más alto de la torre central del ayuntamiento, el ambiente era curiosamente similar. El toque de queda había sido instaurado desde el incidente con los reptiles, anunciado por las últimas campanadas de la iglesia. El recuerdo seguía vivo, aunque distinto para los privilegiados que vivían fuera del sector sur.
En la sala del Alcalde Mayor, el aire se sentía espeso. Los muebles y artilugios quedaban opacados por la figura que dominaba el extremo de la mesa de reuniones, captando toda la atención mientras exudaba un aura opresiva, reflejo de su poder jerárquico.
—Los informes de espionaje descartan una posible revuelta provocada por detractores de mi gobierno —comenzó el Alcalde Mayor Sedek, un hombre maduro, de complexión media, aunque su porte dejaba entrever una sólida preparación militar.
Sus gestos eran contenidos. Su expresión, grave por la situación, contrastaba con el carisma mostrado al pueblo durante esos días para mantener la paz. Sus habilidades sociales eran destacadas, y su dominio geopolítico, la piedra angular de su figura.
—Los espías dobles confirman su palabra, señor. Mi informante menciona la posible existencia de una organización —añadió Molk.
—Las iglesias no poseen información al respecto, lo cual da sustento a esa teoría —intervino el Padre Antonio.
Los máximos poderes estaban reunidos, sin una pista clara que seguir. Sin embargo, sus miradas convergieron con expectación hacia el cuarto invitado al cónclave.
Un anciano, de edad avanzada pero curiosamente jovial, con cabellos y ojos grises, suspiró suavemente. Sus manos, de piel arrugada, se entrelazaron mientras un aire de preocupación se posaba sobre sus palabras.
—Lo que enfrentamos… no es una revuelta. Ni una criatura salvaje. Es algo que desafía todo lo que creemos entender sobre el mundo —dijo con una voz suave, pero cuyas palabras retumbaban como un eco en la sala enmudecida.
Hubo un silencio breve. El Alcalde Sedek frunció el ceño.
—¿Qué clase de amenaza?
Sháva alzó la vista. Por un instante, sus ojos grises centellearon con una luz que no pertenecía a esta época.
—Esto… comenzó mucho antes que cualquiera de nosotros. Antes de los reinos. Antes de la historia.
Molk soltó una risa nerviosa.
—¿Vas a decirme que se trata de esas leyendas infantiles? ¿El espíritu creador y todo eso?
El Padre Antonio le lanzó una mirada fulminante.
—No es una leyenda —replicó Sháva con seriedad, ignorando la interrupción—. Pero no esperen comprenderlo todo ahora. Solo deben saber esto: algo se ha despertado. Algo que nunca debió volver.
—¿“Volver”? —repitió Sedek—. ¿Estás diciendo que fue derrotado antes?
Sháva tardó en responder. Su mirada se deslizó hacia la ventana, donde la oscuridad comenzaba a devorar la ciudad.
—No derrotado. Sellado. Olvidado. Pero el equilibrio… siempre ha sido frágil.
—¿Qué equilibrio? —insistió Sedek.
—El que mantiene todo esto funcionando —respondió Sháva con un gesto amplio, vago, abarcando el mundo entero con una sola mano—. Vida, poder, creación… no son cosas nuestras. Son fragmentos. Vestigios.
La palabra quedó flotando en el aire: fragmentos.
—¿Fragmentos de qué? —preguntó el Padre Antonio, visiblemente incómodo.
Sháva negó con la cabeza, con suavidad.
—Aún no es el momento. Lo que importa es esto: hay quienes los buscan. Quienes quieren reunirlos. Y harán lo que sea por conseguirlos.
El silencio volvió a instalarse, más denso que antes. Solo el crepitar de una antorcha rompía la quietud.
—¿Tú los has enfrentado antes? —preguntó Molk, con una voz grave y contenida.
El anciano dudó un instante antes de asentir.
—Sí. Y aunque sobreviví… no lo hice ileso.
Su voz tembló apenas al final. El brillo en sus ojos se desvaneció.
—¿Qué quiere esa… cosa? —preguntó Sedek, con un tono que mezclaba autoridad y ansiedad.
Sháva miró al techo, como si intentara ver más allá.
—Deshacer lo que somos. Tomar lo que nunca debimos poseer. Controlar la esencia misma del mundo.
Y entonces murmuró algo más, casi para sí:
—Y los dones… los dones no son un regalo. Son una grieta.
...
—¿Dones? —repitieron los tres, confundidos.
Sháva esbozó una leve sonrisa.
—Habilidades, técnicas, conjuros, maestría… incluso el arte. Todo eso proviene de los fragmentos. No los creamos. Solo los despertamos.
Antes de que pudieran seguir preguntando, un chasquido de dedos rompió la tensión. La sombra del cielo se materializó, descendiendo ante los impresionados Sedek y Padre Antonio.
—Estás en todos lados, ¿eh, Lince? —comentó un confiado Molk.
—Mi teoría se basa en la inspección del sitio del suceso, el crimen que nos permitió encontrar a la bestia, y un análisis exhaustivo con ayuda del viejo Sháva —explicó Lince, con su habitual voz sin emoción.
Sháva sonrió al escuchar “viejo”. Siempre le arrancaba una punzada de ternura esa falta de cortesía tan propia de un lazo más antiguo de lo que él mismo recordaba.
—"Ella" busca desestabilizar ciudades clave de este continente. Al otro lado del vasto océano, en algún lugar, su fortaleza intenta reunir los fragmentos dejados hace eones para someter por completo a la humanidad —dijo finalmente Lince.
Los presentes se estremecieron al oír, al fin, el propósito de su enemiga.
—No sé cómo, pero el huevo de la serpiente colosal eclosionó en los acueductos de la ciudad. Junto con los hombres lagarto, esos reptiles se alimentaron de los desechos del puerto, de bestias marinas menores, y a medida que su número creció, se atrevieron a cazar a los pobladores.
—Tiene sentido —comentó Molk, mientras su mano áspera masajeaba su espesa barba negra—. ¿Dices que el control de bestias marinas en los últimos años se debe, en gran medida, a la caza de estos reptiles?
—Un arma de doble filo. La paz nos dio una falsa sensación de tranquilidad y redujo el trabajo de inteligencia. Además, las bestias se limitaron a las alcantarillas. Si nuestra ciudad fuera aún más grande, quizás el resultado habría sido devastador.
—¿Cómo piensa reunir los fragmentos? ¿Piensa exprimir humanos en una prensa o beber su sangre? —preguntó el Padre Antonio, con temor en los ojos al imaginar lo que sus santas escrituras apenas alcanzaban a describir.
—Los fragmentos están en todo lo que nos rodea: el aire, las rocas, tu crucifijo, y… —Sháva hizo una pausa, dejando que la tensión aumentara—. Los dones —concluyó, como si fuera evidente.