Sueños y promesas: Forjando disciplina

Theo había cambiado drásticamente su rutina desde la última vez. Los fatídicos sucesos recientes lo habían forzado a enfocarse en seguir las instrucciones que escuchaba en su mente, mientras devoraba libros gruesos y de valor incalculable. Por las tardes recorría la ciudad, tratando de entender su estructura, los flujos de mercancía y el ritmo oculto de sus calles.

Lince aparecía de forma intermitente, asegurándose de que el muchacho estuviera bien. Lo contenía a su manera: observándolo desde su punto ciego, asegurándose de que comiera, descansara y no se perdiera en sus pensamientos.

Una noche, incluso casi le provoca un infarto, descendiendo del cielo para posarse a su lado justo cuando Theo pensaba en su madre y su hogar.El grito se escuchó en toda Ledia…

—Siento que necesito ser más fuerte. Necesito defenderme sin depender de ti… o de nadie —dijo Theo, con la mirada decidida, mientras Lince recordaba lo que había escuchado antes.

—Molk se ofreció a entrenarte. La guardia real recibe formación militar suficiente para que puedas valerte por ti mismo.

—¿El mismísimo maestre de campo general va a entrenarme? —preguntó atónito, sabiendo que era un honor contar con la atención de la máxima autoridad militar del reino.

Con un tono inusualmente bromista, Lince replicó:

—Molk nos debe algunos favores... Aunque él mismo parece interesado en ti —agregó, con una mirada insinuante, poco habitual en ella.

—¿Cómo puedes pasar de ser tan inexpresiva a molestarme con algo así? —protestó Theo, molesto.

—¿Quién dijo que era broma? —respondió ella con total seriedad. Su rostro, inmutable como el mármol, provocó que la saliva de Theo bajara pesadamente por su garganta.

Antes de iniciar su entrenamiento con la guardia real, Theo planeaba pasar a buscar su brújula al taller del relojero.

—Pensé que no volvería, joven. Aquí tiene —dijo el anciano, entregándole una reluciente brújula de oro, perfectamente calibrada, con una aguja fina, adornada con grabados elegantes.

Theo contempló el instrumento, admirando cómo la aguja oscilaba con cada movimiento, pero volvía a clavarse con firmeza apuntando al norte.

—¿Y ahora... a dónde debo ir? —preguntó al aire, casi como si esperara una señal divina.

—Al campo de entrenamiento, al noreste de la ciudad —respondió en su mente la voz del hechicero, con precisión oportuna.

Theo llevaba su morral, donde guardaba la punta de arpón, con la esperanza de repararla y mejorar su manejo. Sin embargo, al llegar a los cuarteles de la guardia, su entusiasmo naufragó de inmediato.

—Escuchen, reclutas: hoy solo cargarán barriles —anunció Molk, mientras los nuevos aspirantes de la élite militar escuchaban en silencio.

—Sostendrán los barriles frente a ustedes, los cargarán en sus hombros y marcharán por todo el campo, ida y vuelta, hasta que el sol se esconda. ¿Quedó claro?

La voz de Molk retumbó entre las murallas.—¡Sí, capitán! —respondieron todos al unísono, sacudiendo el suelo con su grito. Incluso Theo sintió cómo su cuerpo reaccionaba al eco autoritario.

Molk se acercó a Theo y le dijo con franqueza:

—No habrá trato preferencial. La cofradía colabora con la ciudad, sí, pero yo no bajo mis estándares por nadie.

Theo temblaba frente a la imponente figura del capitán, vestido con armadura de placas ornamentadas. El filo de su hacha doble sobresalía de su espalda, intimidante.

—Tienes acceso a las instalaciones bajo mi orden. Aprovecha todo lo que puedas. —sentenció.

—Sí, capitán —respondió Theo, haciendo acopio de valor. El aura de Molk era abrumadora.

Miró el barril frente a él. Había cargado muchos en los muelles, pero algo le decía que este sería distinto. Alzó la vista hacia el campo de entrenamiento: una vasta extensión de tierra seca, rodeada de murallas, con barracas para soldados y torres de vigilancia en las esquinas. Al costado estaban los establos, y por lo que sabía, también allí se enseñaba equitación.

—¡Vamos, reclutas, tomen su barril! —ordenó Molk, cortando la contemplación de Theo.

—¡Sobre los hombros, marchando!

Los reclutas obedecieron sin demora. Theo se preparó para levantar el suyo.

—¿Desde cuándo pesan tanto...? —se quejó en voz baja.

—Están rellenos con piedra y tierra. Son más pesados que los de los muelles —respondió un compañero, dejando claro que sería un largo día.

Después de varias vueltas al campo, Theo estaba agotado. Le temblaban los brazos, las piernas le ardían, y con un jadeo, dejó caer el barril.

—¿Acaso piensas proteger a los que amas con esa actitud? —rugió Molk, con palabras que cortaban más que su hacha.

Como una puñalada en una herida abierta, su voz tocó la fibra más sensible de Theo. El joven se cerró en sí mismo. Todo sonido se apagó, solo escuchaba un zumbido, como aquella noche… como cuando sostuvo el cuerpo frío de su madre.

Sus venas se dilataron. Su cuerpo, antes agotado, parecía ahora lleno de energía salvaje. Sin decir una palabra, tomó el barril y reanudó la marcha con determinación.

—¿Quién es ese? —preguntó el segundo al mando, sorprendido.

—Un diamante en bruto, sin duda —respondió Molk, observando con aprobación.

—Es todo por hoy, reclutas. Pueden descansar —anunció el suboficial. Molk ya se había retirado tras recibir una alerta urgente.

—Diríjanse a las barracas, coman, duerman y prepárense para mañana.

Theo se acercó casi arrastrándose, cubierto de sudor, polvo y fatiga.

—Señor —dijo, recobrando el aliento—, mañana debo atender unos asuntos con la organización.

—El capitán Molk me informó. Tienes permiso hasta el mediodía. Después de comer, vuelves al entrenamiento. Son órdenes directas.

—Entendido —respondió Theo, al borde del colapso.

Mientras se alejaba, sus puños se apretaron. Un leve temblor recorría sus dedos: una mezcla de rabia, determinación y dolor. Si de verdad quería proteger lo que amaba, tendría que soportarlo todo… por la promesa sellada en sangre que le hizo a su madre.