Lince y Theo llegaron al sector trasero del ayuntamiento. Tras llenar unos formularios y conversar con varios burócratas, Lince condujo a Theo hasta la aduana mercante y los almacenes oficiales.
—Hemos llegado, finalmente —dijo Lince, empujando una puerta decorada con tallados florales, cubierta con una fina capa de laca y custodiada por guardias reales.
El edificio se encontraba en la zona céntrica, justo al lado del puerto. Theo siempre había observado la estructura desde lejos: una especie de galpón de dos pisos que ocupaba una gran parte del sector. Probablemente era el edificio más grande de toda la ciudad.
En el interior, una serie de salas estaban separadas por cortinas pesadas de tela gruesa, manchadas con restos de sangre, bilis y otros fluidos. Ganchos metálicos colgaban desde postes de madera robusta, barnizados una y otra vez.
Cada seis metros, paredes interiores dividían una sala de otra. Encima de cada entrada, una placa de madera con un número tallado indicaba el orden.
—Sala ocho —murmuró Lince al avanzar. Theo lo seguía, visiblemente afectado por la mezcla de olores: una amalgama densa de aromas que oscilaban entre lo placentero y lo repulsivo.
La altura del edificio hablaba de la magnitud del inventario, tanto orgánico como inorgánico. La mayoría de los bienes eran tasados en el lugar, luego vendidos por encargo o subastados.
Frente a la columna número ocho, el aire era más denso. El olor a sangre, veneno, metal y almizcle era inconfundible: la serpiente colosal había dejado su huella.
Con un leve movimiento, Lince apartó la cortina. En el reducido espacio, las partes del reptil estaban organizadas con precisión: la cabeza, los colmillos, fragmentos de lengua, órganos, escamas principales, piel... y enormes frascos de vidrio que contenían su sangre, aparentemente conservada con algún químico que impedía su coagulación, según intuía Theo.
Cada pieza tenía su respectiva etiqueta, pero Theo no necesitaba leerlas. Sabía exactamente qué era cada cosa. Todo estaba dispuesto sobre sólidas repisas de madera, sostenidas por vigas tan resistentes como las del exterior.
Al agudizar su olfato, Theo no percibió nada nuevo al principio; sin embargo, la cabeza de la bestia capturó su atención. El corte horizontal había partido limpiamente el cráneo. Sintió una atracción instintiva hacia la zona vacía entre los ojos y las fosas nasales de la criatura.
—¿Puedo ver los órganos? —preguntó, ansioso por encontrar lo que su intuición le susurraba.
—Claro —respondió el encargado, señalando con la mano para permitirle el paso.
Una serie de piezas enormes se desplegaron ante él. Theo reconoció los pulmones y el corazón; el resto le resultaba un misterio. Sin embargo, su mirada se detuvo en el cerebro de la bestia, intacto, acompañado de una red de cordones nerviosos preservados con evidente cuidado.
—Ese es el cerebro y las conexiones nerviosas de la cabeza —explicó el encargado, que parecía ser un estudioso de las bestias. Sostenía un libro lleno de apuntes anatómicos, subrayados con precisión.
—Lo retiramos con sumo cuidado, al igual que las inervaciones. Tratamos de mantener los más altos estándares de conservación para piezas tan valiosas como las de criaturas legendarias —añadió, entusiasmado con su trabajo.
—¿Puedo llevarme el cerebro completo? —preguntó Theo con ingenuidad.
El encargado soltó una carcajada.
—Lo siento, muchacho. No creo que tengas ni el permiso ni el dinero para eso.
Pero Lince intervino, sacando una carta que le entregó al hombre. Al leerla, los ojos del estudioso se abrieron como platos, casi del tamaño de los de la serpiente colosal.
—P-perdón... no sabía que esta presa era suya. Me retracto —dijo rápidamente, dirigiéndose a Theo. A Lince, por su parte, no parecía importarle en absoluto la disculpa.
Mientras el encargado guardaba el cerebro en un contenedor de vidrio especialmente diseñado para su transporte, Theo miró a Lince, con una duda que no podía callar.
—¿Realmente somos los dueños de la serpiente colosal?
Lince lo miró de reojo, sin expresión.
—Existe una regla grabada en el corazón de todo guerrero con honor: la recompensa se reparte entre quienes participaron en la cacería, pero quien da el golpe de gracia se queda con todo... salvo lo que el boticario tomó. Molk dijo que el resto es propiedad de la cofradía, y por consiguiente, también tuyo.
Theo no podía creerlo. Aquella breve intervención suya, ese momento de furia ciega en que apenas logró cortar el interior de las fauces de la bestia, ¿había sido suficiente para ganarse un lugar entre los cazadores?
—Molk dijo que las agallas que mostraste merecen ser reconocidas —dijo Lince, mientras le entregaba una pequeña bolsa con monedas de oro.
—Son solo veinte krakens de oro. Tu parte por las pistas que aportaste y tu participación en la batalla. El viejo también colaboró, a decir verdad —añadió, con esa frialdad característica que, sin embargo, no lograba ocultar del todo la naturaleza más gentil de la voz que de vez en cuando habitaba su mente.
—Gracias —murmuró Theo al cielo, sinceramente agradecido por semejante fortuna en tiempos tan escasos.
—¿Dónde enviamos esta encomienda, señor? —preguntó, con renovado entusiasmo, un empleado frente a la figura importante que tenía delante.
—¿Conoces al boticario Leo?
…
—¿Qué demonios es esto? —preguntó el boticario, con una ceja arqueada, al ver un cerebro enorme flotando en un líquido espeso.
—Es mi recompensa por matar a la serpiente —respondió Theo con naturalidad, como si no se tratara de algo fuera de lo común.
—Me lo imaginaba... Supongo que pretendes que haga algo con esta valiosa pieza —dijo Leo, mirándolo con escepticismo.
—Eres el mejor boticario, y algo me dice que puedes extraer el potencial de la serpiente y concentrarlo en un brebaje —afirmó Theo, con una mezcla de admiración y esperanza en su voz.
—Gastaría una fortuna en ingredientes solo para macerar algo de ese tamaño. Y aunque lograra crear un concentrado, no puedo asegurarte que cumpla lo que esperas —admitió el boticario, examinando el órgano flotante dentro del contenedor de vidrio.
—Confío en tus habilidades. Después de todo, eres el mejor alquimista de toda Ledia —agregó Theo, tratando de infundirle ánimo, mientras Leo ajustaba su monóculo con un gesto de reconocimiento y orgullo.
—En efecto... si yo no puedo hacerlo, nadie podrá —declaró el boticario, con cierta solemnidad—. Dame un par de días para que mis preparados impregnen completamente el cerebro. Luego podré intentar destilar un concocto de poder.
—Lo dejo todo en tus manos. Aunque debo decir que mis fondos son escasos —admitió Theo, preocupado, calculando las posibilidades de conseguir dinero urgente, ya fuera solicitando a la cofradía o saliendo a cazar, pese a sus heridas aún frescas.
—No te preocupes, jovencito. Esta vez corre por mi cuenta. Después de todo, ya se me pagó generosamente con la vesícula del veneno de la serpiente —concedió Leo, con un tono más amable—. Una cantidad importante, que debo resguardar con sumo cuidado. Quien posee semejantes armas biológicas, carga también con una responsabilidad igual de grande.
—Yo puedo interceder en la notificación para Theo —intervino Lince, actuando como ministra de fe en reconocimiento a la labor del muchacho y para garantizar la seguridad de ambas partes.
—No tengo objeción alguna —respondió Leo, mientras una pesada carga se movía mediante un sistema de poleas y engranajes rudimentarios, lo último en tecnología aplicada a laboratorios.
—Esperaré su mensaje —dijo Theo con una sonrisa, retirándose del connotado establecimiento con una férrea esperanza de obtener finalmente su preciada poción.
Su mente vagaba entre distintas posibilidades: prefería quizás la mirada petrificante, la capacidad de generar un veneno letal o incluso el mismo gas que casi lo mata. Luego de ver el poder de sus camaradas en batalla, un abanico de ideas se abría ante él, cada una más tentadora que la anterior.
—Vamos al sótano. El viejo quiere entrenarte. Yo iré a buscar unos libros que me solicitó —dijo Lince mientras giraba en dirección al centro de la ciudad.
Asintiendo en silencio, Theo caminó hacia donde todo comenzó. Esta vez no se dejó guiar por olores, sino por los recuerdos profundamente grabados en su memoria.
Tras un breve deambular, llegó a las puertas dobles. Ingresó con confianza, esperando encontrar una figura masculina y anciana; para su sorpresa, no había nadie.
—¿De verdad esperabas que estuviese aquí? —preguntó la voz en sus sienes, interpretando su expresión de desconcierto.
—N... No, solo que pensé que me entrenaría en magia o algo por el estilo —respondió Theo, aunque su rostro de desilusión lo traicionaba por completo.
Se acercó al mesón, observando con genuino interés el mapa desplegado. Sobre la mesa reposaba una nota nueva, escrita con tinta firme y trazo elegante.
—Te dejé un acertijo— comenzó a decir la voz en su mente. — Cuando aprendas a leer y logres descifrarlo, te otorgaré una recompensa importante, basada en tu esfuerzo general como miembro de nuestra organización.
Las palabras sonaban cargadas de expectativa, pero con un realismo sereno, como si dieran por hecho que el muchacho lograría grandes cosas.
—¡Genial! —exclamó Theo, justo cuando un olor a papel viejo, diferente al del pergamino frente a él, se coló sutilmente en el ambiente, despertando su curiosidad.
—Lince, ¿tú me ayudarás con mi entrenamiento? —preguntó de pronto, al sentir la fragancia a hojas de papel nuevo, distintas de las que percibía frente a su nariz alertando su presencia. Se giró hacia la dama de negro, que lo observaba desde la sombra.
—Veo que tu habilidad de rastreo ha mejorado en estos breves días —respondió ella con una leve sonrisa.
Una sonrisa apareció también en el rostro de Theo, quien por momentos olvidaba todo lo que había perdido, enfocado únicamente en desarrollar su potencial al máximo.