Sueños y promesas: Sopesando en Ecos

Estaba oscuro. Completamente oscuro. Un silencio tan espeso que permitía escuchar el latido de su propio corazón. Theo intentó ver sus manos, justo frente a sus ojos, pero no logró distinguir nada.

A lo lejos, dos pequeñas luces danzaban suavemente, balanceándose con una calma inquietante, creciendo con cada segundo.

De pronto, se apagaron.

Y entonces, el silencio se volvió ensordecedor, aplastante. De entre las sombras emergieron unos ojos gigantes, amarillos, con pupilas en rendija. Ojos que no miraban: absorbían. Lo drenaban todo. Incluso a él.

Despertó agitado, respirando rápido, sin alcanzar profundidad. Una gota de sudor descendía por su sien, barriendo el costado de su rostro. Su mirada, vacía, se clavó en un lugar desconocido.

—Enhorabuena, luces bien —dijo la voz de Lince, rompiendo su frialdad habitual mientras Theo intentaba ubicarse—. Estás en el sótano donde nos conocimos. Aunque esta vez improvisé una cama.

Sintió bajo su cuerpo un montón de heno cubierto por una tela áspera. No estaba mal. Una base decente. Igual o mejor que la que tenía en su casa… ahora hecha escombros, junto con los restos de lo que alguna vez tuvo valor.

Se incorporó con esfuerzo. Vio su torso cubierto de vendas. Su cara se sentía distinta. Al tocarla, notó que también estaba vendada, con manchas de sangre seca. Entonces, los recuerdos regresaron de golpe. El encuentro. La serpiente. La noche.

—Tranquilo —dijo Lince, mostrando las vendas manchadas—. Te estás recuperando de las heridas provocadas por el gas ácido de la serpiente.

Había pasado la noche cambiándole los vendajes, una y otra vez, mientras el cuerpo de Theo supuraba.

—Dormiste dos noches. No sé si por el elixir del boticario o por la gravedad de tus heridas —añadió, sentándose en el mesón donde antes estaba la caja fuerte.

—¿Qué pasó con esa maldita cosa? —preguntó Theo, llevándose la mano a la nuca, adolorido, con los músculos tensos hasta la espalda.

—Murió. Definitivamente. El escuadrón de limpieza la troceó y separó los órganos útiles. Leo pidió el saco de veneno. El resto lo tiene la guardia del corregidor —respondió Lince, sin adornos.

—Ya veo... —murmuró Theo, clavando la mirada en sus vendajes. Se sentía extrañamente aliviado, aunque el vacío seguía ahí. No por la herida. Por todo lo que había perdido.

Esbozó una sonrisa, mientras gotas se formaban en sus ojos.

—Aún queda mucho por hacer para que mi madre se sienta orgullosa —dijo, cerrando los puños con una mezcla de emoción y esperanza.

—Con lo que demostraste hoy, es más que suficiente para ser parte de nuestra cofradía —respondió, mirando fijamente a Theo—. Bienvenido a la Cofradía del Viento Negro.

Pero Theo apenas lo escuchó. Su mente solo pensaba en volver a casa… y despedir a su madre como se lo merecía.

Hermanos y hermanas….

Anoche fue… fue algo que ninguno de nosotros podrá olvidar. Las bestias —esas cosas— no sólo nos atacaron. Nos arrebataron parte de nuestra alma. Se llevaron a gente buena. A Marta, que tejía mantas para todos los niños del pueblo. A los gemelos de la familia Borens. A tantos…

¿Cómo se sigue después de esto? Yo tampoco lo sé del todo. Pero aquí estamos. Juntos.

No cayeron por cobardía. No. Algunos ni tuvieron tiempo de correr. Otros lucharon. A su modo, con lo que pudieron. Y ahora nos toca a nosotros cargar con su memoria, que pesa más que cualquier piedra.

Sé que algunos piensan que la luz se apagó. Yo también lo pensé por un momento. Pero luego vi a los jóvenes ayudando a enterrar a los suyos, a los ancianos compartiendo pan con quien no tenía nada… y supe que algo quedaba.

A veces basta una chispa. Una sola.

Lloren. Griten. Malditas sean esas bestias. Pero después… por favor, sigamos. Por ellos. Porque si no lo hacemos, entonces si los habremos perdido del todo.

Que Dios, en su infinita misericordia, los reciba. Y que algún día, podamos volver a reír sin culpa.

Amén.

Las palabras del Padre Antonio calaron hondo en el corazón de los presentes, mientras las campanas de la iglesia resonaban altas en el silencio sepulcral.

Theo contemplaba con nostalgia la lápida que había logrado pagar, junto al texto que él mismo dictó al padre, embellecido por su recién adquirido conocimiento en lectura.

En el extremo más alejado del cementerio, junto a la iglesia del pueblo, el viento soplaba más frío de lo habitual. El pasto aún húmedo, cubierto por la helada recién derretida, crujía bajo los pies.

“Aquí yace Eleonor, madre abnegada.

Que su memoria perdure, y que su alma descanse en el regazo de los justos.

1508 - 1541, Segunda Era.”

—Seré el hombre que deseabas que fuese… y me convertiré en la persona que quiero ser —susurró Theo, acariciando la piedra tallada, antes de enviar un beso al cielo.

Mientras regresaba a su casa con la esperanza de rescatar algunas pertenencias, se cruzó con el Padre Antonio.

—Mis condolencias, Theo. Espero que encuentres consuelo en la gente que te rodea —dijo el sacerdote, posando gentilmente una mano en su hombro.

—Gracias, Padre Antonio. Espero poder ser el hijo que ella siempre soñó —respondió Theo, con los ojos llenos de convicción.

—Eleonor siempre hablaba con orgullo de ti. Has sido un excelente hijo, Theo —agregó el padre, con palabras sinceras que, por un instante, entibiaron el cuerpo frío de Theo y devolvieron algo de brillo a su mirada.

—¿Sabe algo del señor Rod? —preguntó Theo, con temor en la voz y un genuino interés por su vecino.

—Lo siento, Theo. El señor Rod no pudo recuperarse de sus heridas —respondió el padre, con tristeza. Otra pérdida más, otra figura importante en la vida de Theo que se había ido.

—Queda mucho por recorrer, Padre Antonio… El señor Rod siempre fue un gran apoyo. Si me permite —dijo Theo, con pasos decididos, y se alejó rumbo a su hogar. Esta vez sin rencor, dejando atrás la ira, abriéndose al perdón y a la reconciliación consigo mismo.

Luego de mucho pensar mientras caminaba, Theo encontró su hogar. El ambiente desolado, repleto de escombros y gente cabizbaja, parecía rezumar tristeza mientras el muchacho removía las maderas de los muros caídos. El techo de su casa yacía esparcido por el suelo, dificultando su tarea.

—Veamos qué puedo rescatar —se dijo, haciéndose a la idea de encontrar algo útil. Recogió su mochila, apenas cubierta por cenizas y olor a humo. Su abrigo estaba indemne; sin embargo, el resto estaba completamente dañado: la cuerda convertida en cenizas, el odre chamuscado, las camas hechas polvo grisáceo, mientras los muebles que tantas veces le acompañaron estaban carcomidos por el fuego.

Una marejada de recuerdos le azotó el corazón. La nostalgia por el hogar que lo vio crecer, infinitas cenas y cuentos, momentos de madre e hijo, ahora yacían esparcidos en el suelo, víctimas de las llamas y el ataque de las bestias de sangre fría.

Solo le quedaban el morral, su abrigo, las botas y sus armas: el hacha y la punta de arpón. Sus bienes se reducían a esos pocos objetos, aunque un deber punzó su pensamiento.

—La brújula —murmuró Theo, aunque sabía que no tenía dinero para repararla.

Recogió todo y guardó la punta de arpón en su morral, con destino a su nuevo hogar.

—Lamento tu pérdida —la voz del hechicero sonó como un susurro, pero Theo la escuchó claramente en su mente.

—Deberías haber estado allí para ayudar —respondió, molesto, aunque luego recapacitó, dudando que alguien que solo habla en las mentes pudiera hacer mucho.

—Mi estado actual no me permite hacer gran cosa. Espero compensarlo de algún modo —replicó el hechicero, con cierta impotencia por su condición.

—Olvídalo —dijo Theo, desplazándose hacia la casa del viejo, que estaba completamente destruida. Reflexionó en lo mucho que extrañaba a ese huraño señor.

—Oye, ¿sabes leer y escribir? —preguntó al aire, una vez más pareciendo un orate.

—Claro, tengo una buena educación —respondió la voz en su mente, orgullosa de sus capacidades académicas.

—Necesito saber leer y escribir, ¿me puede ayudar con eso? —solicitó Theo, preocupado por perder los conocimientos que tanto esfuerzo le habían costado y temeroso de fallarle a su profesor, el señor Rod.

—Hecho. Te prepararé algunos libros, y Lince los dejará en el mesón —respondió la voz etérea, lo que animó un poco al muchacho.

Caminando hacia el norte, Theo divisó el faro. Con una extraña sensación, subió hasta lo más alto, solo para sentarse y contemplar el horizonte.

—El aire aquí es agradable —murmuró Lince, con su voz fría y habitual, desde la punta del faro, semicerrado.

Theo, que observaba el mar y luego la vista hacia el páramo donde alguna vez vivió, dijo: —El sol alumbra distinto después de todo lo ocurrido.

—Ya veo. De igual forma, tengo noticias para ti —dijo Lince mientras bajaba hasta el nivel de Theo—. Nuestra faena terminó con la caza de la serpiente colosal. Ahora te toca a ti; puedes elegir alguna parte de la bestia o simplemente su peso en oro.

—¿Puedo ir a ver el cadáver? —preguntó Theo, con la esperanza de escanear a la bestia y descubrir detalles que se escapan a los sentidos comunes.