Sueños y promesas: Perlas amarillas y luz de luna III

Sin dilación, en un solo batir de brazo, arrojó una decena de cuchillas pequeñas, del tamaño de un palmo. Con precisión impecable, se incrustaron en el interior del hocico, formando un patrón tan doloroso de ver como efectivo.

La serpiente, apenas sintiendo la molestia, abrió aún más sus fauces.

—¡Cuidado con el gas! —gritó Molk, irritado por la interminable baraja de habilidades que tenía la bestia.

En contraste, Lince ya había posicionado sus manos extendidas, apuntando a sus dagas, mientras cerraba los ojos. Un destello emergió. Líneas metálicas se formaron, uniendo las dagas entre sí, mientras finas corrientes de fuego se lanzaban hacia la única abertura del monstruo.

Durante ese breve intervalo, aprovechando la fisura en el combate, el pastor recitó una oración sobre Molk, envolviéndolo en un aura luminosa que lo cubrió como una segunda piel, justo cuando él se preparaba para un golpe definitivo.

—Ahora toca la devuelta de mano, sucio reptil —masculló, bajando su centro de gravedad, con el hacha firmemente empuñada, esta vez apuntando directo a la cabeza del monstruo.

Theo ya se había recompuesto. Se levantó del suelo con rapidez, sacudiendo el polvo, sus ojos fijos en las llamas castigadoras, y de reojo observó a Lince, que parecía a punto de desmayarse por el esfuerzo de mantener su técnica sin una sola falla.

No era precisamente el más útil del grupo, pero eso no le impidió lanzarse a la carga. Con su hacha roma, se desplazó con torpeza y determinación hasta quedar justo debajo de la cabeza del animal.

Molk se impulsó como una roca disparada por una catapulta, el aura envolvía su hacha, que ahora parecía anunciar una calamidad.

Leo, el boticario, tuvo tiempo suficiente para buscar el veneno más potente en su alforja, decidido a aportar algo desde su conocimiento.

Sus ojos se fijaron en Theo, y sin vacilar, le lanzó un frasco. El muchacho apenas alcanzó a percatarse del gesto gracias al grito urgente del boticario.

—¡YA SABES QUÉ HACER, MUCHACHO! —rugió Leo desde varios metros de distancia.

¡BOOM!

Cortando algunos hilos metálicos, la explosión de poder cortó verticalmente la mandíbula de la serpiente, mientras la lengua bífida se separaba del cuerpo de la bestia.

Chorros de sangre espesa se derramaban, a la par del movimiento errático de la serpiente, quien retrocedió su cabeza, alzándose al cielo en un chillido de dolor intenso.

Molk cayó firme como una bola de cañón, el piso se estremeció, mientras la serpiente bajaba su desfigurada boca a nivel del suelo.

Theo no perdió la oportunidad, y se precipitó a cortar la debilitada carne humeante, mientras el gas asomaba desde el fondo de las fauces.

Lince se arrodilló, sus piernas temblaban casi imperceptiblemente mientras su aliento se recuperaba luego de un breve suspiro. Su mirada veía cómo la figura del muchacho estaba al lado del hocico de la bestia.

El hacha descendió, como cuando cortaba árboles, solo que esta vez propinaba un bálsamo a su furia interna, desquitándose con la moribunda bestia.

El gas brotaba lentamente, dañando la camisa de Theo, produciendo que su piel se enrojeciera, para luego producir llagas en todo su torso y brazos.

Molk acompañó al muchacho. Esta vez un golpe horizontal separó la parte superior de la bestia, mientras el paladar y los ojos caían pesadamente al costado del reptil, apagando el gas que salió del inerte cuerpo.

Pese a ello, Theo continuaba cortando; sus manos sangraban llenas de ampollas producidas por la fricción y agravadas por el ácido que ahora se disipaba.

Lágrimas, sangre y sudor derramándose en lo que parecía una escena de escarmiento excesivo —Muere, muere, muere, ¡MUERE!— Theo estaba cegado por su venganza, mientras Leo, el padre Antonio y Molk miraban la desconsolada escena.

Barriendo el polvo del campo de batalla, Lince acortó la distancia en un pestañeo. Ignoró su agotamiento, se abalanzó sobre Theo y lo envolvió entre sus brazos. Ambos cayeron al suelo, rodando unos metros más allá.

—Es suficiente —dijo con tono conciliador, mientras su pulcro traje se empapaba de lágrimas, sangre y sudor, atrapando también el polvo del derrumbe.

—¡DÉJAME! —replicó Theo, aún sediento de venganza, forcejeando para liberarse del abrazo de la figura negra que lo sostenía con firmeza.

Una cachetada cruzó el aire frío. La mano se estrelló contra su mejilla, sacándolo del trance eufórico que lo dominaba. Por fin, sus ojos recuperaron algo de lucidez.

—Basta, muchacho. La batalla ha terminado —dijo Molk con calma, observándolo de reojo mientras alternaba su mirada con la colosal figura del reptil caído, aún inmóvil.

El Padre Antonio sostuvo su crucifijo con firmeza. Un suave resplandor emergió de él, mitigando los estragos en la piel de Theo, calmando el ardor que la ira y la adrenalina habían mantenido a raya.

Leo, el boticario, rebuscó entre sus frascos hasta encontrar uno con un líquido verde y espeso. Se acercó a Theo.

—No entienden mi dolor… —susurró el joven, con la voz apagada, mientras sus dedos se aferraban a la capa negra.

—Todos aquí hemos perdido a alguien —intervino Molk, su voz dura pero sincera—. No importa cómo: bestias, bandidos, guerras… La vida es un bien frágil y precioso.

Hizo una pausa. Sus palabras pesaban, cargadas de cicatrices pasadas.

—Podríamos morir en cualquier momento. No elegimos eso. Lo que sí elegimos… es qué hacer con el tiempo que tenemos.

Se adelantó un paso, extendiendo la mano. Agarró a Theo con fuerza y lo levantó del suelo, mientras Lince se erguía con la misma elegancia que la había caracterizado en combate.

El Padre Antonio, ya más sereno, le secó las lágrimas con una sonrisa tranquila. Leo le acercó el frasco.

—Vamos, bebe esto. Te sentirás mejor.

El líquido descendió por su garganta como una corriente cálida. Una marea revitalizante recorrió su cuerpo, y sus párpados comenzaron a ceder.

—Es un elixir para sanar tus heridas… y calmar tu mente atormentada —agregó Leo.

Theo cerró los ojos, luchando contra el sueño, hasta que finalmente se desvaneció en los brazos de Lince. Ella lo sostuvo con firmeza, colocando su brazo bajo el hombro del joven.

—Yo me encargo —dijo, lanzando una mirada a Molk.

—Bueno… —respondió él con un suspiro más relajado—. Toca limpiar este desastre.

Sus ropas estaban hechas jirones, y lamentaba en silencio haber perdido su armadura favorita.

—Ya neutralicé el veneno de la bestia —anunció el Padre Antonio, mientras el fulgor de su crucifijo se apagaba, regresando a su tono dorado habitual.

—Llamaré al escuadrón de limpieza… y a los carros de carga —añadió Molk, justo cuando el galope de uno de sus subordinados rompía el silencio tras el fin de la batalla.

Con un gesto de la mano, dio las órdenes. La helada noche comenzaba por fin a calar en los cuerpos exhaustos de los presentes.

Leo montó su caballo y se alejó en silencio, sin pronunciar una sola palabra. Lo mismo hizo el padre Antonio. Molk se quedó vigilando el cadáver de la bestia, mientras los pesados carros de transporte se acercaban al lugar.

Lince, en cambio, permanecía junto a Theo, observando cómo las heridas del muchacho comenzaban a cerrarse poco a poco. Su rostro oscilaba entre la serenidad y un ceño fruncido, mientras salivaba ligeramente en su profundo sueño.

Con una leve sonrisa, Lince se desvaneció entre las sombras, borrando su presencia del lugar, mientras la luna se alzaba sobre la ahora tranquila ciudad de Ledia.