Sueños y esperanzas: Perlas amarillas y luz de luna II

El vapor se expandía en un amplio radio, envolviendo por completo al capitán Molk, mientras Lince lo esquivaba sin dificultad.

Las paredes de la casa, tras el tenaz hombre, se desmoronaban lentamente, disolviéndose bajo el efecto del veneno tóxico y altamente corrosivo. Era un vapor de olor almizclado y metálico, el mismo que despedía la descomunal bestia, pero intensificado.

Bajo esa indeseada ducha de vapor, se mantenía firme la figura de Molk, que, con los dientes apretados, dejó escapar un gruñido. No era de dolor, sino un sonido rabioso, cargado de asco y furia. Sus ojos se clavaron en los de la serpiente.

—Hace mucho que no usaba mi propia piel para protegerme —dijo, escupiendo el sabor desagradable que aún flotaba en el aire—. Eres digna de ser mi cena, maldito gusano.

Empuñó su hacha con ambas manos.

Su cuerpo se agachó; las piernas se tensaron, haciendo que el suelo se agrietara bajo sus pies. Luego, un barrido letal de hacha desgarró el aire acompañado de un sonido metálico:

¡CLANG!

Como si fuera metal contra metal, el hacha chocó con las escamas en una lucha de pura resistencia. No hubo un claro vencedor. Aunque el golpe no parecía causar daño visible, la serpiente lanzó un alarido al cielo. La zona impactada se curvó hacia adentro: la coraza de escamas permanecía indemne, pero dentro, se gestaba una hemorragia silenciosa.

Theo estaba alucinando. Ni siquiera tenía oportunidad de intervenir en ese enfrentamiento que estaba muy por encima de su nivel. Aun así, entendía el ritmo de la batalla gracias a su instinto. El olor de una sangre fría —idéntica a la de los lagartos— comenzaba a filtrarse por entre las escamas, aunque aún no brotaba al exterior.

—La maldita es dura… hace mucho que nadie soportaba uno de mis golpes tan bien.

Durante el breve pero valioso instante en que duró el alarido, Lince se lanzó al aire. Se desplegó como si fuera a zambullirse en las fauces de la bestia. Su cuerpo se curvó en un giro antinatural, iluminado por la luz de la luna.

Gracias a su fluidez y técnica, logró concentrar toda su fuerza en la daga, apuntando con precisión a la encía, justo sobre el colmillo izquierdo.

¡ZAS!

El filo cortó limpiamente en un movimiento horizontal, directo sobre el arma principal de su enemiga.

Pero no se detuvo allí, justo después del primer corte. Un segundo tajo se extendió desde la cara interna de la mejilla inferior: profundo, aunque no extenso, detenido por las escamas exteriores. Aun así, la bestia sangraba. De eso no cabía duda.

El estruendo que emitió retumbó en los tímpanos de todos los presentes, causando un daño significativo. Mientras bajaba la cabeza, la serpiente sacó la lengua, rastreando a sus enemigos, calculando su próximo movimiento.

Lince aterrizó con elegancia junto al capitán. El terreno irregular solo hacía que su maniobra pareciera aún más impresionante.

—Creo que tenemos una oportunidad. Debe estar sangrando internamente. Si sumamos eso a los cortes... podemos intentar una lucha de desgaste.

Palideció. Se tambaleó de forma inusual, apoyando una mano en el suelo y la otra en la cabeza, mientras un fino hilo de sangre brotaba desde sus oídos.

—Parece que el intercambio fue justo —murmuró. Su voz sonaba apagada, cortada por un agudo dolor. Aun así, su rostro se mantenía inexpresivo.

El capitán, por su parte, entendía bien el panorama. Lo leía a través de la experiencia.

—No te exijas más de la cuenta. Tenemos que dar golpes seguros y encontrar su punto débil —dijo con la autoridad de alguien que ha sobrevivido muchas batallas. Humanas, bestiales... esta no era la excepción.

—Tus golpes parecen más efectivos —respondió ella—, aunque requieren preparación. Yo seré la distracción.

Lince se puso de pie. Confiaba en su vista y en esos reflejos inhumanos. Empuñó su lanza y se lanzó de nuevo al ataque.

Pero ya era tarde.

La serpiente había fijado a ambos como objetivo. Se desplazó con una velocidad que igualaba a la de Lince. La colisión contra el hacha de Molk fue brutal, mientras ella rodaba hacia el flanco derecho, centrando sus esfuerzos en desgastar al monstruo a través del dolor acumulado.

¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!

Una cadena de cortes precisos, dirigidos a la herida abierta, destrozó el hocico del reptil. La sangre brotaba a borbotones, mientras un chorro de veneno salía disparado desde un colmillo cercano.

El capitán giró el cuerpo, cargando su peso hacia el lado opuesto. El movimiento hizo que la criatura colosal se deslizara, mordiendo el suelo, arrancando pedazos de roca y tierra con las fauces.

Con su hacha en alto, Molk desató un barrido horizontal que desgarró el aire como si buscara partir las nubes.

La serpiente no tardó en notar la amenaza. Con un brillo inusual, sus ojos parecían convertirse en faroles encendidos, mientras su lengua emergía de la boca, emitiendo su característico siseo.

El sangrado comenzaba a detenerse. La encía y la mejilla mostraban una capacidad regenerativa inquietante: cerraban lentamente los cortes, conteniendo la hemorragia con una eficacia antinatural.

Un frío subió por la columna de Molk. Sus piernas se entumecieron, rígidas como el acero; sus brazos no respondían, como si el hacha fuese una extensión petrificada de su cuerpo. Había dejado de moverse. Solo su mirada se mantenía fija, clavada en la serpiente.

Lince, aún con el equilibrio comprometido, se lanzó hacia él. Chocó contra su cuerpo inmóvil, completamente solidificado.

—¡Reacciona! —gritó, agitando su torso con desesperación, sin obtener respuesta.

Los ojos de Molk ahora apuntaban hacia ella, pero estaban vacíos de voluntad. Era un prisionero dentro de su propio cuerpo. La serpiente, con sus heridas ya cerradas como si nunca hubieran existido, soltó un fuerte siseo. Parecía burlarse tanto del destino de Molk como de los vanos intentos de resistencia.

Theo, que observaba desde lejos, se debatía entre intervenir o seguir como un mero espectador. Dudaba que pudiera aportar algo significativo en ese combate desigual.

Apretó con fuerza el mango del hacha; en su otra mano, sostenía un pedazo de hierro impregnado con veneno de pulpo: espeso, viscoso, pero inútil ante aquella bestia mitológica.

No podía quedarse quieto. Se negaba a ser testigo de cómo el capitán Molk y Lince eran abatidos por la mente maestra tras el asesinato de su madre.

La rabia guiaba cada uno de sus movimientos. Cegado, sin un plan, solo con el instinto latiendo en las sienes, Theo corrió directo hacia su enemigo. El reptil salivaba grueso, saboreando a sus presas, mientras Lince ya consideraba la retirada como única opción para evitar una muerte segura.

Theo levantó el trozo de metal, lo sostuvo con firmeza, y sin pensarlo, lo arrojó. El proyectil impactó justo debajo del ojo del reptil. Al mismo tiempo, el hacha —con apenas un atisbo de filo— se incrustó entre las escamas.

Apenas fue perceptible para la bestia.

Theo gritaba, golpeando con furia las duras escamas, generando un sonido metálico con cada impacto. Pero ni un rasguño logró marcar en aquella armadura viviente.

La serpiente retrocedió solo para tomar impulso y lanzarse contra el muchacho. Lince, al leer el movimiento, se desplazó ágilmente hasta donde estaba Theo y, con una patada, lo empujó a un lado. Su daga, bloquenado al mismo tiempo, rebotó tras impactar con fuerza contra el cuerpo de la bestia.

Evitó un golpe letal, pero la energía transmitida por el choque, sumada a su cuerpo estrellándose contra las ruinas cercanas, dejaban en evidencia los estragos internos.

Escupiendo sangre, Lince se estabilizó, retomó su postura y alzó la daga en señal defensiva. No muy lejos, se escuchaban galopes. Tres caballos se acercaban a toda velocidad a la escena.

Theo, levantándose del suelo entre polvo y el temblor de la tierra, notó una figura entre el resplandor.

—Padre Antonio... —murmuró, con la voz teñida de esperanza, al ver la imagen del devoto hombre. Detrás de él venían Leo, el boticario, y un guardia armado.

—Esto es más serio de lo que pensaba —dijo el padre mientras desmontaba, sosteniendo un crucifijo de oro puro.

—Atenderé al capitán —anunció Leo, sacando a toda prisa un par de viales de las alforjas de su caballo, con la vista fija en el cuerpo petrificado de su camarada.

La serpiente volvió a escanear el terreno con su lengua, mientras el brillo de sus ojos aumentaba.

—¡CIERREN LOS OJOS! ¡ESQUIVEN A MI SEÑAL! —ordenó Lince, manteniéndose en pie a pesar de sus heridas. Su voz era firme, clara—. ¡PUEDE CONGELAR CON LA MIRADA!

No hizo falta más. Todos obedecieron de inmediato, cerrando los ojos con reflejo casi automático.

Lince se posicionó entonces sobre los restos de una casa cercana, buscando un ángulo indirecto que le ofreciera mayor visión. Aun herida, confiaba en su capacidad para usar su cuerpo como carnada.

Pero la serpiente la ignoró. Pasó de largo, enfocando su atención en el enemigo más débil: Theo.

El muchacho permanecía inmóvil, apenas reincorporado del suelo, los ojos cerrados. Sin embargo, su respiración era medida. Su nariz trabajaba con precisión, interpretando sistemáticamente todo lo que ocurría a su alrededor.

La saliva... el veneno ácido corriendo por los colmillos, llenando las fauces de la bestia... las escamas metálicas, la tierra y el polvo suspendidos como una suave bruma... Lince —o su daga, en realidad—, el olor del pastor y las múltiples esencias adheridas al boticario.

Todo estaba claro. Como si el tiempo se hubiese detenido.

Los infinitos hilos atados a los elementos danzaban en el olfato de Theo, permitiéndole formar un mapa mental detallado sin necesidad de abrir los ojos. Todo lo que pudiera oler le revelaba, con inquietante precisión, dónde estaba cada cosa.

El flujo del aire cambió. La concentración de saliva y ácido se intensificó. Entonces, el tiempo volvió a fluir.

Un movimiento premonitorio salvó a Theo de convertirse en alimento: la serpiente atravesó el aire apenas un segundo después, borrando la silueta donde él había estado. El muchacho ya rodaba por el costado, apenas escapando.

Sin duda, sus reflejos evasivos habían mejorado, ampliando su ventana de reacción ante amenazas cercanas.

—¡Abran los ojos! —gritó Lince, tras notar que el brillo amarillo en los ojos de la serpiente se desvanecía.

—No puede usar esos ojos tan seguido —agregó, observando al boticario verter líquidos sobre el cuerpo inmóvil del capitán Molk, que comenzaba a recobrar su postura de combate habitual.

—Ufffff... qué sensación más terrible —jadeó Molk, aún recuperándose. Había estado consciente todo ese tiempo, sintiendo cada centímetro de su cuerpo sin poder mover un solo músculo. Pensando en cómo podría morir.

El Padre Antonio, sin perder tiempo, inició un rezo. Su voz firme devolvió el calor al cuerpo de Lince, curando varias de sus heridas. Ella, durante ese momento de respiro, aprovechó para extraer una serie de dagas ocultas en su cinturón.