Sueños y promesas: Perlas amarillas y luz de luna I

Nuevamente rodeado de agua sucia, desechos humanos y un hedor enfermizo, el rostro de Theo no parecía desentonar con el entorno.

Lince encendió una antorcha, revelando los vapores que se alzaban hacia el techo abovedado, ratas huyendo entre las sombras, telas de araña colgando y muros cubiertos de musgo.

La figura de la capa negra se adelantó, tomando la delantera esta vez. Según sus cálculos, el estanque no debía estar lejos. Theo seguía atrapado en su propio espiral de asimilación, su expresión cambiando constantemente entre un dolor visceral y una ira incandescente.

Mientras lamentaba no haber podido salvar a su madre, Lince se detuvo frente a una piscina de aguas negras, inmensa y silenciosa, cuyas olas se agitaban sin causa aparente. No había viento en aquel encierro subterráneo. Algo las movía desde abajo.

—Muchacho, necesito que salgas y notifiques al capitán —ordenó, con una calma tan absoluta que resultaba difícil creer que provenía de la misma persona que antes lo había abofeteado para hacerlo reaccionar.

Theo vaciló.

La piscina, delimitada por un estrecho borde de adoquines, apenas permitía el paso de una sola persona alrededor. El agua, estancada y pútrida, manchaba todo el contorno. A la luz de la antorcha, el techo apenas se distinguía, revelando la magnitud de la obra subterránea, una muestra de lujo escondida por la clase adinerada.

Una nueva agitación, más violenta, sacudió el centro del estanque.

—Huye —dijo Lince, sus últimas palabras antes de fundirse con las sombras.

Las aguas explotaron hacia arriba. Desde el abismo emergió una serpiente colosal, sus colmillos afilados y enormes brillaban con saliva espesa, que colgaba, negándose a romperse entre las fauces abiertas de la bestia.

La velocidad del reptil fue brutal. Su tamaño no le impedía moverse con rapidez letal. Mordió con furia el arco de la entrada, haciendo temblar toda la estructura.

La antorcha cayó al suelo, y por un momento la oscuridad reinó… hasta que un nuevo punto de luz se encendió en el flanco derecho, iluminando el costado por donde la criatura había atacado.

—Huye y avisa al capitán —repitió la voz, tan serena como antes, lanzando órdenes en medio del caos.

Pero Theo no podía procesar una tragedia antes de que otra más grande apareciera. Apenas lograba parpadear, y ya una nueva amenaza emergía de las profundidades.

Un sonido ensordecedor sacudió el techo de ladrillo, haciendo que polvo y escombros cayeran al agua, contaminada más allá de todo límite.

Finalmente, Theo reaccionó. Dio media vuelta y corrió, siguiendo sus propios pasos, hasta encontrar el agujero por donde aún se colaba la luz de la luna... cálida y distante, como las farolas de la superficie que ahora sentía tan lejana.

Corrió como si su vida dependiera de ello, atravesó calle tras calle, hasta que llegó nuevamente donde estaba su antigua casa. Los militares ayudaban a apagar los incendios y reparaban de manera provisional algunas viviendas, solo para que no murieran de frío.

Los fallecidos eran apilados de manera ordenada uno al lado del otro, mientras sus familias, si es que quedaban, lloraban a sus muertes a los pies.

Theo logró encontrar al capitán entre la multitud de guardias y gente —Lince pide ayuda, está en el estanque este luchando contra una serpiente gigante— Con una pizca de preocupación, las palabras salieron de la boca del muchacho, el capitán no necesitó mucho más, con su hacha doble atada a su espalda, montó su caballo y se dirigió con una patrulla en dirección noreste.

Theo vagó, mirando las filas de cadáveres, hombres y mujeres, padres, madres, hermanos y hermanas, no importaba, niños, niñas, ancianos y ancianas.

Todos yacían fríos, alumbrados ocasionalmente por algún conocido. El olor a aceite reinaba en este lúgubre espacio, mientras la humedad impregnaba los cuerpos manchados con sangre.

Pidiendo una lámpara de aceite, mientras se cubría la boca para no vomitar, Theo comenzó a vagar en busca de su madre: caras desfiguradas, desmembradas, fraccionadas en partes e incluso decapitadas. La grotesca escena presenciada hacía que el estómago de Theo se agitase violentamente.

Inconscientemente, el olor de su madre, de toda la vida, pareció acariciar su mejilla una última vez como una tierna brisa. De inmediato, Theo se volteó, mirando unos metros sobre sí, para ver tendida, cubierta por un abrigo, a su madre.

Sus ojos aún abiertos, sin su brillo habitual, mirando el vacío, encontraron los de su hijo, quien deseaba acompañarla.

—No debía terminar así, tenía tanto por entregarte, madre—. Ya no le quedaban lágrimas, sus sucias manos encontraron las frías y aún suaves manos de su progenitora.

Mientras acariciaba su rostro, le dio un beso en la mejilla, prometiendo una última vez vengar la muerte y ser el hombre que ella siempre deseó que fuera Theo.

Cerrando los párpados con un movimiento tembloroso, Theo se acercó al representante de la iglesia. Con voz quebrada, le pidió enterrar a su madre en el cementerio de la ciudad.

—Hijo… no creo que tengas los recursos —respondió el sacerdote con un tono de sincera tristeza, observándolo con compasión.

Theo se limpió los ojos con furia, usando la manga de su sucia camisa. Sin responder, giró sobre sus pasos y corrió a lo que quedaba de su casa. Rebuscó entre los escombros, entre astillas, tejas rotas y polvo, hasta encontrar sus pertenencias.

Se colocó el morral, el abrigo desgastado, y tomó todo el dinero que le quedaba.

Regresó sin demora y, sin decir una palabra, empujó el dinero contra el pecho del padre Antonio, mirándolo fijamente mientras apretaba los puños.

—El funeral que se merece no tiene precio, Padre —dijo, clavando los ojos en los suyos.

El sacerdote tomó el dinero en silencio y se lo entregó a un guardia. Luego, miró a Theo con solemnidad.

—Hijo… ¿qué deseas que diga el epitafio?

...

...

Theo tomó el hacha que le habían dado y la punta del arpón. Las impregnó con el veneno de pulpo azul que guardaba celosamente. Sin esperanza alguna, pero con determinación, emprendió el camino hacia el autor de su desgracia.

Mientras tanto, carros de la iglesia llegaban para repartir ayuda y brindar atención médica a los sobrevivientes. Pero Theo no los vio, o decidió no verlos. Caminaba firme, decidido, avanzando hacia el noreste.

Su mente, cargada de pensamientos oscuros, quedó en blanco al ver lo que emergía del suelo.

Una bestia gigantesca se alzaba frente a él. Su cabeza, afilada y alargada, ostentaba dos ojos amarillos como perlas, con pupilas verticales, oscuras, como platos hundidos.

El cuerpo estaba recubierto de escamas tan grandes como la palma de una mano, y una lengua, larga como tres hombres, se agitaba bajo unos colmillos del tamaño de uno solo. Era evidente: la criatura había alcanzado su punto máximo de desarrollo… alimentándose de decenas de humanos.

El suelo bajo su cuerpo reptil estaba destrozado. La piscina de aguas negras se perdía bajo escombros del techo derrumbado, entre piedras, tierra y ladrillos pulverizados por el peso del monstruo.

—Escuché leyendas sobre una serpiente mitológica —dijo Lince, entre jadeos, por primera vez mostrando que también podía cansarse—. Pero nunca imaginé tener el privilegio de enfrentar una.

—El mérito solo vale si sigues con vida —respondió una voz firme desde el norte.

El capitán Molk hacía su entrada, empuñando su hacha doble mientras urgía a sus hombres a evacuar las casas colindantes.

—Dos contra una bestia así… nuestra tasa de éxito aumenta considerablemente —comentó Lince.

La criatura siseaba, percibiendo con su lengua al nuevo participante. Aun así, no dudó en agitar su mandíbula y lanzar un mordisco brutal hacia el capitán.

—¡Maldita serpiente! —gruñó Molk, apretando los dientes mientras desviaba uno de los colmillos que buscaba atravesarlo. Lo empujó hacia la izquierda, con fuerza bruta. El veneno que brotó del reptil salpicó su armadura, derritiendo la hombrera como si fuera manteca. El capitán se la quitó de inmediato, arrojándola al suelo antes de que le alcanzara la piel.

La bestia colisionó contra la pared de una casa ya evacuada, haciendo temblar la estructura. Desde el extremo sur, una mancha negra desapareció y reapareció justo frente a su ojo izquierdo. La daga cortó limpiamente la perla amarilla, pero para sorpresa de Lince, el filo solo logró rasguñar la capa más superficial.

La escama ocular había cumplido su función. Lince retrocedió, evaluando otro punto débil, aunque si ni siquiera el ojo servía… ¿qué parte sería más vulnerable que eso?

—El interior de sus fauces luce más suave —comentó, moviendo su hombro derecho, ahora más ligero tras el esfuerzo—. A todas luces, esto no será sencillo.

Mientras Lince se agrupaba al lado del capitán Molk, una idea parecía surgir simultáneamente en ambos. En esos segundos de silencio, la serpiente abrió descomunalmente la boca. Los colmillos asomaban, amenazantes, y el veneno corrosivo comenzó a llover frente a ellos, chispeando contra las piedras, devorando todo a su paso.