Nuevamente el viento soplaba con fuerza. Las calles del centro de Ledia estaban tranquilas, pero el muelle era otro mundo: aún siendo temprano, el movimiento alcanzaba su punto máximo. Barcos cargaban y descargaban mercancías traídas desde el norte y el sur, pero no desde el oeste.
Las corrientes traicioneras y las bestias marinas dominaban ese vasto océano, un desafío que pocos —o ninguno— se atrevían a enfrentar, ni siquiera con la promesa de recompensas inimaginables.
Ratas de mar rondaban el puerto, saqueando a uno que otro borracho antes de esfumarse al primer indicio de luz o al sonido de la guardia. La neblina era espesa y prometía no disiparse al menos hasta el mediodía.
La zona norte del muelle era distinta. Allí se alzaban carabelas enormes, construidas con materiales exquisitos. Los dueños de las rutas mercantes monopolizaban las riquezas. Frente a un sorprendido Theo, se erguía el mástil de la nave que sería su compañera de viaje.
"Devorador del Ocaso", rezaban las letras grabadas con trazo elegante, como si hubiesen sido escritas con pluma, sobre la dura madera.
—Las clases con el hechicero poco a poco dan resultados —dijo Theo, contemplando el gigante de madera.
—Sube. Tengo que presentarte a la tripulación —le gritó Lince desde la cubierta.
Un tanto nervioso, Theo subió mientras otros camaradas cargaban provisiones para el largo viaje. Al llegar a la cubierta, vio una serie de cañones con grabados de dragón, balas, cuerdas, barriles, y una multitud expectante.
—Bienvenidos todos a mi embarcación —dijo fuerte y claro un joven de unos veintitantos. Los rostros de los presentes reflejaban incredulidad.
—Debe ser un hijo de papá —murmuró un hombre gordo, calvo, con una cicatriz en el ojo derecho y varios dientes ausentes.
—Como ya saben, nos adentramos en aguas peligrosas. No puedo prometer un viaje sencillo, pero sí estoy seguro de que lograremos recorrer las islas de la Gargantilla Olvidada.
—Nadie logra superar las dos primeras... y se dice que son al menos ocho —gruñó un hombre maduro y fornido, escupiendo al suelo con desdén.
—Agrúpense por secciones, conozcan sus camarotes y prepárense para zarpar —ordenó el joven, mirando a Lince y a Theo con curiosidad alternada.
La cubierta se transformó en un alboroto. Poco menos de dos docenas de hombres y un par de mujeres se movilizaron mientras Theo y Lince observaban al capitán descender desde el timón para saludarlos.
—Mucho gusto. Mi nombre es Adad. Espero que formemos un buen equipo —dijo, extendiendo la mano hacia Theo, como si ignorara por completo a Lince.
Theo, algo sorprendido, estrechó la mano del capitán y notó sus callos y asperezas, junto a un agarre firme que contrastaba con su tez blanca y el rubio ceniza de su cabello corto. A pesar de su apariencia noble, sus manos hablaban de experiencia. Sus ojos azules, intensos, capturaron toda la atención de Theo.
—Theo, miembro de la cofradía de los Malditos del Viento Negro —respondió, mientras una sonrisa se formaba en el rostro de Adad.
—El viejo me habló de ti. Es bueno tener un nuevo compañero. No es fácil seguirle el ritmo a Lince cuando se trata de misiones riesgosas. Me vendrá bien algo de apoyo... dos contra uno es un alivio.
—¿Compañero? —preguntó Theo, desconcertado al creer que no había más miembros de la cofradía.
—Claro. Lince, yo, el viejo y un par más que conocerás en su momento. Ya compartiste con Molk, ¿no? Él fue parte de nosotros hasta que el mismísimo alcalde mayor Sedek le pidió comandar su ejército.
Theo quedó absorto. No imaginaba que hubiese más miembros de la cofradía, y menos aún que el maestre general, el capitán Molk, hubiera formado parte. Aunque, pensándolo bien, eso explicaba su cercanía con Lince.
—Ya veo... —respiró aliviado Theo al comprender el trasfondo.
—Basta de presentaciones. Theo, tengo tu arma: la entregó el mismo Molk. Deja tus cosas en la recámara de Adad, tenemos que zanjar la ruta —dijo Lince.
—Entendido —Theo recibió una larga manta pesada. Al desenvolverla, reveló un arpón de acero puro. En el centro, tiras de tiburón oscilante permitían un agarre cómodo y firme. La punta, finamente detallada, combinaba arte y tecnología con maestría.
Theo, maravillado, pasó la mano por el metal liso y extrañamente cálido. Se sentía seguro, capaz de usar toda su fuerza sin preocuparse por romperlo.
—Fue forjado por los mejores herreros de Ledia, con un toque de poder del viejo. Es lo mejor que existe. Un regalo de Molk —comentó Lince al ver a Theo fascinado con su nueva arma.
—Fiuuuuu... —silbó Theo—. Debe costar una fortuna.
—Qué buen obsequio... típico de Molk —añadió Adad, sin rastro de envidia, satisfecho por su nuevo compañero.
Posó una mano en el hombro de Theo mientras ajustaba su sombrero de fieltro negro, decorado con una cinta de seda dorada y una medalla reluciente.
—Tengo fe en que lograremos cosas asombrosas mientras exploramos este fascinante océano, Theo —dijo, su mirada fija en el horizonte, con el brazo extendido abarcando todo lo que se abría ante ellos.
Mientras tanto, el maestre —segundo al mando— revisaba a la tripulación, rezando por vientos favorables. Todos estaban ya en posición, esperando la señal.
—¡Leven anclas! ¡Icen las velas! —la voz de Adad retumbó por toda la carabela, mientras los marineros desataban los nudos y coordinaban esfuerzos con la destreza de años en el mar.
—¡A la vela! —gritó finalmente el capitán. El casco de madera se despegó del muelle, recibiendo la bendición del Padre Antonio y una comitiva. Theo alcanzó a ver al solemne capitán Molk, e incluso a Leo, el boticario, despidiendo a sus seres queridos con gestos cargados de esperanza.
Las velas se hincharon de inmediato con el viento constante de Ledia. Las cuerdas crujían, y el mástil vibraba por la fuerza que el aire imprimía en la tela.
Desde lo más alto descendió Lince, quien había inspeccionado toda la nave.
—Revisé los almacenes, las recámaras y la carabela de proa a popa. Todo está en orden. No quiero polizones ni sorpresas. Esta misión requiere la máxima seguridad para todos —informó con firmeza.
—Vamos a mi recámara. Debemos hablar un momento —dijo Adad, ahora con un tono serio, muy distinto al entusiasmo anterior.
Tras abrir la puerta e ingresar a la amplia habitación —llena de instrumentos de navegación, rollos, mapas y cofres— Theo no pudo evitar recordar la visión de “la Ponzoñosa”, encontrada entre detritos marinos.
Sentada en la silla de Adad, una mujer de largo cabello azul oscuro casi negro, piel blanca y ojos de un azul marino profundo, lo observaba. Theo la encontró hermosa, pero su expresión le causaba un temor instintivo.
—¡Ja! Con que esto nos envía el viejo… un mocoso con aires de grandeza —espetó, sin preocuparse por formalidades.
—No seas así, hermana. Debe tener potencial, como todos los que el anciano recluta —respondió Adad, aunque sus palabras parecían gotas frente a un incendio.
—No me vengas con esa charlatanería. No soy niñera. Ese es trabajo de Lince —replicó ella, cruzando los brazos con dificultad.
—Basta de introducciones. Theo, ella es Safir. También es parte de la cofradía —explicó Lince sin rodeos.
—Espero que demuestres tu valía. De lo contrario, te lanzaré por la borda yo misma —advirtió Safir. Su mirada confirmaba que no hablaba en broma.
—Soy drástica, pero si haces bien las cosas… quién sabe. Tal vez obtengas alguna recompensa —añadió con un guiño, dejando un mar de dudas en la mente de Theo.
No entendía esa mezcla de hostilidad, justicia, amenaza e insinuación. Un torbellino le cruzaba el pensamiento, mientras Lince reunía a todos en la mesa central.
Señalando el mapa, trazó la ruta con precisión.
—Zalalnut será la primera isla. No está lejos, a unas pocas leguas náuticas. Aun así, las condiciones serán difíciles. Desde el principio supimos que no eran las distancias lo complicado, sino el entorno y las corrientes engañosas.
—Según mi experiencia, deberíamos llegar en un par de horas, si el viento se mantiene a nuestro favor —dijo Adad, mirando su preciado reloj de arena con la seguridad de un veterano.
—Perfecto, eso nos da tiempo para entregar instrucciones. Recuerden: es una misión de reconocimiento. Buscamos información por sobre recursos. No está de más decir que nuestras vidas valen más —enfatizó Lince, recorriendo con la mirada a los presentes.
—Sí, sí, ya sabemos. Solo diré una cosa: quien encuentre algo, se lo queda, sean bestias o tesoros —dijo Safir, girando la cara sin esperar réplica.
—Eso es todo. Theo y yo estaremos en el mástil vigilando. Estén atentos —indicó Lince. Aunque no era la capitana, dirigía la misión por encargo del hechicero. Su seguridad era firme, pero una inquietud le golpeaba el instinto.
…
Ya en la cubierta, Theo se dirigió a Lince mientras ambos subían al mástil. La diferencia de habilidad entre ellos era evidente, pero eso no impedía que el muchacho lo intentara con determinación.
—Espero poder ayudar al equipo, Lince. Pero tengo dudas… sobre mis capacidades comparadas con las tuyas, o las de los demás. No quiero ser una carga —admitió Theo. Había madurado; la autocrítica era dura. Desde sus días en la academia, mucho había cambiado.
Lince, por su parte, veía a alguien distinto: no solo físicamente, sino también en mente y espíritu.
—Theo, aunque no lo parezca, somos una hermandad. Cada uno con sus particularidades. Pronto entenderás que todos tenemos un rol, y fuimos reclutados por nuestros dones —respondió, mirándolo con firmeza.
El viento soplaba con fuerza, pero el rostro delicado de Lince no se inmutaba. Se descubrió la boca para hablar con claridad:
—Es tu oportunidad. Demuestra. Disfruta. Vive de acuerdo a tus principios.
Luego desvió la mirada hacia el horizonte. Theo se quedó un momento en silencio, reflexionando mientras una tormenta emocional le atravesaba el pecho. Sin embargo, su mente se mantenía serena.
Mirando junto a Lince el vasto mar que se extendía ante ellos, Theo agradeció en silencio cómo había cambiado su vida, a pesar de las desgracias. Tenía salud, un lugar donde dormir, y la posibilidad de obtener el reconocimiento de sus pares durante esta campaña.