Gargantilla Olvidada: Zalalnut

En lo alto, la vista era mucho más amplia. Ledia se volvía pequeña, y el bullicio habitual del puerto se convertía ahora en ecos lejanos, olas dispersas tras el avance del Devorador del Ocaso. El viento refrescaba el ambiente. Las gaviotas eran cada vez menos. Solo quedaban el mar… y el viento.

Theo estaba más tranquilo luego de las palabras de Lince. Admiraba el paisaje mientras recordaba que, tan solo unos meses atrás, se dedicaba a limpiar cascos de embarcaciones. Ahora era parte de una tripulación.

Esbozó una sonrisa. Le resultaba casi natural distinguir los aromas que traía el aire allá arriba. Por un momento percibió olor a musgo, señal de que estaban próximos a desembarcar.

Olor a madera envejecida... no, podrida. El óxido y el hierro danzaban en un complemento denso, metálico. Theo intentaba adivinar las posibilidades.

—Creo que estamos llegando, Lince... Hay naufragios... y algo más que me inquieta —expresó con un dejo de preocupación.

—No veo bestias marinas, aunque las primeras leguas siempre son las más seguras —respondió Lince, descendiendo ágilmente y dejando a Theo a cargo de la vigilancia.

El muchacho se quedó procesando aquella mezcla de olores con una eficiencia que no siempre reconocía en sí mismo. Había una esencia que le resultaba conocida…

—Lo recuerdo... es quizás… mmm… —alzó la nariz, contrajo la frente, catando y descartando mentalmente entre su enciclopedia sensorial.

—¿Quitina? —dijo, extrañado.

—Estamos por llegar, ¿no, Adad? —preguntó Lince, aunque ya conocía la respuesta.

—Sí. Mi reloj nunca falla —respondió Adad, firme en la zona posterior de la carabela, sus manos firmes sobre el timón, mientras lanzaba órdenes precisas a su equipo con voz experimentada.

—Entre la tripulación, todos saben luchar. Pero contra bestias marinas... es otra historia —dijo Adad con tono serio—. Por eso nuestra responsabilidad es mayor.

—Entiendo, Adad. Haré lo posible por que nadie muera, pero mi prioridad es con el viejo —sentenció Lince, sin espacio para negociar.

Safir, que estaba contemplando las ondas que dejaba la imponente carabela al cortar el mar aún calmo, habló sin apartar la vista:

—Lince… ¿lo sientes también, verdad?

Su mirada, filosa, fue hacia ambos.

—Siento que algo no anda bien con este viaje. Es como si...

—¡TIERRA A LA VISTA! —gritó Theo, emocionado por decir al fin esas palabras.

—Ya habrá tiempo para análisis. Ahora prepárense para desembarcar —ordenó Adad, girando el timón hacia la masa de tierra que se alzaba en el horizonte.

—Lince, tú y el muchacho inspeccionen la zona. Hazme saber si puedo fondear sin peligro —indicó Adad.

Lince asintió y desapareció de inmediato.

—Hermana, sabes lo fuertes que somos. Contamos con Lince y el muchacho, Theo. Sháva nunca falla con sus presagios —dijo Adad, abrazando con ternura a su hermana para calmarla.

Safir evitó el contacto visual.

—Lo sé… pero me inquieta recorrer estas malditas islas. La última vez que alguien lo hizo… los que regresaron ya no tenían alma —dijo con los ojos vidriosos.

—Aunque son historias que se cuentan desde hace generaciones, puedes confiar en mí. Siempre estaré para ti —susurró Adad, dándole un beso en la frente. Luego dirigió su mirada al mástil.

—No noto nada raro de momento —dijo Theo, mientras Lince inspeccionaba desde la proa, sintiendo las olas golpear rítmicamente la quilla.

—¡Es seguro! —gritó Lince, autorizando la maniobra.

—¡Fondear! ¡Echen el ancla, mantengan las velas! —instruyó Adad.

La tripulación se movió con pericia, tensando las velas, soltando las anclas por los costados.

—¡Preparen los bateles! —ordenó. Al instante, una decena de marinos comenzó a descender los botes usando el sistema de poleas.

—Vamos —dijo Lince, apareciendo tras Theo. El muchacho entendió de inmediato: ellos serían los exploradores iniciales por sus habilidades de rastreo.

Un par de marinos los acompañó, remando con calma, listos para responder si algo salía mal.

—Todo está extrañamente tranquilo. Aunque, siendo la isla más próxima, es probable que no haya mucho que extraer —dijo Lince, escaneando el entorno con sus ojos ágiles.

Theo, sin embargo, estaba extasiado. Ser el primero en desembarcar, como parte oficial de una tripulación, le hacía latir el corazón con fuerza.

El crujido de la arena lo confirmó: habían encallado. Los marineros esperaban con cierta tensión.

—Quédense aquí —ordenó Lince, saltando con agilidad unos metros hasta la playa. Miró a Theo, luego se enfocó en la isla.

El muchacho descendió con menos gracia, pero sin problemas. Su entrenamiento comenzaba a dar frutos; su fuerza y agilidad ya eran más fiables.

—Dime, ¿qué percibes? —preguntó Lince, avanzando lentamente hacia la vegetación exuberante. La niebla matutina se disipaba, el sol golpeaba sus cuerpos, elevando la temperatura hasta un nivel agradable.

Una que otra gaviota graznaba en los cielos. El bosque se agitaba con la brisa. Rocas, palmeras, arbustos, helechos, insectos, flores…

—Nada raro… no siento nada —dijo Theo, extrañado, aún inquieto por el olor anterior.

—Bien, vamos a instalarnos —Lince hizo una señal con la mano. Desde el barco, Adad la entendió y dio la orden. Pronto, otros botes descendieron con provisiones y tiendas.

La campaña marchaba según lo planeado.

Una hora más tarde, casi toda la tripulación se encontraba en la orilla. Solo el segundo al mando se quedó en la carabela, con unos pocos hombres, por si aparecían piratas.

—Bueno… comienza el juego —dijo Adad, mirando la insondable isla.

El sendero era apenas visible. Lince iba al frente, cortando vides con cautela. Le seguían Theo, algunos marinos, Safir y finalmente Adad.

Serpientes eran decapitadas al paso; los marinos las recogían. En circunstancias como esta, todo lo comestible era valioso.

La isla era vasta. En el centro se alzaba una formación montañosa, rodeada de un bosque espeso. Incluso hilos de agua dulce descendían desde su cima.

—Estamos en un buen lugar —afirmó Adad, observando con la mano en su sable.

—Pienso lo mismo —respondió Lince.

—¡Acampemos aquí! —ordenó Adad.

Los hombres comenzaron a despejar el terreno. Mientras, él fue a buscar al resto de la tripulación escoltado por dos marinos.

Barriles y tiendas de tela llenaron la zona. Cajas se apilaban, y una gran hoguera crepitaba en el centro, calentando la carne insípida de las serpientes.

—Beban y rellenen los barriles. La vertiente es segura —dijo Adad, mirando hacia la montaña central, oculta entre palmeras y lianas.

—Según mis fuentes, otras ratas han venido a saquear esta isla. Pero eso no significa que esté vacía —advirtió—. Se dice que la riqueza y el peligro aquí caminan de la mano. Nadie ha logrado extraer todo del centro.

—Debemos trazar una ruta segura. Podría tomarnos toda la mañana llegar a la montaña. Zalalnut es inmensa —agregó Lince, mirando también la cima.

—Ustedes dos, exploren hacia la montaña. Si ven señales hostiles, no luchen, regresen —ordenó Adad.

Lince asintió. Tirando de Theo, que sujetaba con firmeza su lanza, se adentraron en el bosque.

Sonidos de animales resonaban a lo lejos. El crujir de insectos formaba un muro sonoro en el ambiente húmedo. El vapor de agua se impregnaba en sus ropas mientras el bosque se volvía más cerrado.

—Dime si percibes algo —dijo Lince, rompiendo la sinfonía natural.

—Déjame revisar —respondió Theo.

Inhaló profundo por la boca. Una extraña sensación se concentró en su mente. Cerró los ojos. Su entrenamiento daba frutos. Poco a poco, imágenes se formaban en su mente.

Cuando los abrió, vio manchas azules, amarillas y rojas envolviendo el entorno. Lince brillaba con un aura amarilla, rojiza en el centro del pecho.

Las sombras eran azules y celestes; lo iluminado por el sol, verde o amarillo tenue.

Movió la vista. Al norte, tres puntos rojos se agitaban.

Cerró los ojos, respiró hondo, y volvió a su estado normal.

—Tres bestias o animales menores al frente —informó.

Lince asintió, impresionada tanto por la precisión como por el extraño resplandor que Theo había emitido. Algo en esa energía le resultaba… familiar.

—Debemos despejar el camino. Si no son hostiles, no hay necesidad de matarlos —dijo, avanzando con agilidad. Theo la seguía, aún algo torpe, pero decidido.

En cuestión de minutos, Theo y Lince divisaron a las criaturas: tres panteras jóvenes, del tamaño de un perro guardián en su plenitud, merodeaban la zona con paso firme. Sus ojos, inquietantes, recordaban a los de la serpiente colosal; caminaban con soltura, dueñas de su territorio.

Lince evaluaba si era prudente eliminarlas. Theo, en cambio, permanecía quieto, atento, con el arpón de acero firmemente sostenido, preparado para utilizar su preciada arma si era necesario.

Los segundos parecían eternos mientras analizaban las capacidades de esos tres adversarios. Lince sabía que probablemente podría eliminar a una o dos con rapidez, pero no confiaba en que Theo saliera ileso de un enfrentamiento directo.

No fue necesario.

Un sonido ,no, un estruendo. Sacudió la tierra bajo sus pies como producto de un choque descomunal. Las panteras, alarmadas, huyeron al instante.

Aves de distintos tamaños levantaron vuelo en pánico desde el epicentro del estruendo. Lince y Theo se miraron al mismo tiempo, instintivamente, justo antes de que la dama de negro avanzara sin vacilar.

Theo, dudando de la cordura y el juicio de su compañera, la siguió con cautela. Avanzaron durante largos minutos plagados de tensión, hasta que la dupla dio con lo que parecía ser una caverna. Las rocas opacas y cubiertas de polvo en la entrada, junto con lianas y arbustos aún casi intactos, indicaban que el lugar no era frecuentado.

—Encontramos el punto de partida. Informemos al resto —dijo Lince con tono firme.

Theo frunció el ceño. El olor a cadáveres y descomposición impregnaba el aire, gritándole al instinto que aquello era un presagio de muerte.