Gargantilla Olvidada: Borrasca al atardecer

Ya de vuelta en el campamento, los marineros habían devorado las serpientes y ahora atacaban los barriles. Adad, junto a Safir, conversaban casualmente cuando vieron a Lince y Theo aproximarse.

—¿Encontraron algo interesante? —preguntó Adad—. Valió la pena traer al mocoso; de lo contrario, que se quede cuidando el barco.

Lince ignoró el comentario, mientras Theo, firme, replicaba:

—Encontramos la entrada a una caverna... aunque algo me dice que está llena de cadáveres.

El muchacho exudaba confianza, narrando con seguridad. Adad miró a Lince, quien no pestañeaba: prueba irrefutable de que confiaba en él.

—Está bien —dijo Adad—. Pediré que bajen unos cañones. Formaremos un perímetro fuera de la cueva. Si algo sale mal, volamos todo en pedazos.

Miró a los hombres con las barrigas a punto de reventar.

—Traigan los cañones, cuatro para ser precisos, y un par de docenas de balas —ordenó. Al sonido de su voz, los marineros movieron sus cuerpos pesados.

—Revisaremos la zona. Espero no encontrar otro peligro cerca —agregó Lince, jalando del brazo a Theo, quien no se opuso.

La isla parecía tranquila. El sol, aunque ya había pasado su punto más alto, seguía cálido; la brisa era agradable. Fácilmente podrían haber estado de vacaciones en una isla paradisíaca.

Palmeras cargadas de frutos abundaban por toda la espesura. Se oía, de vez en cuando, alguna criatura salvaje. Theo aprovechaba de recopilar información, reconociendo objetos de interés: restos de pelaje, heces, orina y vestigios de madrigueras o nidos de aves. Todo era clasificado por su olfato y añadido a su enciclopedia interna.

Aun así, no podía quitarse de la mente el olor que percibió en lo alto del mástil: un augurio, una advertencia. Mientras, sobre su cabeza, comenzaban a formarse nubes.

En varios metros a la redonda, los animales se alejaban por el olor a humo y carne quemada. Reconocían la presencia del ser humano lo suficiente como para evitar un encuentro fortuito.

Las nubes seguían cargando el cielo, y en cuestión de minutos, el panorama cambió por completo…

—Capitán, el barro impide mover los cañones con facilidad… y ni hablar de lo difícil que es encender la mecha —dijo uno de los artilleros.

—Traigan los cueros encerados. Protejan los sacos de pólvora —ordenó Adad con rostro serio. Sabía que la posibilidad de usar los cañones era baja, pero no inexistente.

Mirando al resto del equipo, suspiró. Entendía el objetivo de la misión, pero la seguridad era importante, y perder gran parte del poder de fuego era algo que debía considerarse antes de adentrarse.

—Dejen un par de sacos a los costados de la caverna, cubiertos con las lonas de cuero —dijo Lince, ya trazando mentalmente un plan B… e incluso un C.

—Ya oyeron, muchachos. Ahora dime —dijo Adad, mirando a Theo—, según tú, al menos deberíamos explorar un poco antes de adentrarnos todos.

La lluvia golpeaba su sombrero elegante con gotas densas.

Los rostros estaban empapados, aunque sus cuerpos seguían protegidos con chaquetas y capas de cuero. Algunos llevaban varias encima.

Theo observaba la cueva. Algo le inquietaba, eso era claro, pero no podía ignorar la posibilidad de ganar experiencia en combate y demostrar sus capacidades. El hambre de reconocimiento lo invadía. No era solo ego: quería probarse a sí mismo que podía con lo que viniera.

Safir, de brazos cruzados e indignada por la lluvia, se dirigió a una tienda.

—Vamos, mocoso, apúrate, así nos largamos lo antes posible.

Theo apretó el puño, no con intención de enfrentarla, sino por lo sencilla que parecía la decisión… pero lo difíciles que serían sus consecuencias.

Lince, que entendió su lenguaje corporal, se adelantó.

—Theo, necesito que me indiques si hay bestias salvajes… y qué clase son.

—Sí. A la orden.

Por un momento, Theo olvidó el dilema. Aceptó el encargo con naturalidad. Cada vez entendía mejor que su rol como rastreador y explorador era crucial, incluso por encima de Lince.

En la garganta de la cueva, Theo podía distinguir sutilezas. Afuera, la lluvia apagaba aromas tenues. Musgos húmedos, rocas mojadas que salinizaban su esencia, olores a azufre en el aire. Bajo sus pies, la arena abrazaba conchas, piedras y restos de hueso.

Lince iba delante, pero se mantenía inmóvil. Sus ojos rastreaban cada rincón, evaluando rutas de escape y posibles puntos de ataque. A su alrededor, el entorno era una oportunidad táctica.

Theo se agachó. Los huesos estaban demasiado limpios, no parecían antiguos. Quien se alimentaba allí no dejaba nada para el resto.

—Avancemos. Encenderé una antorcha si hace falta —dijo Lince, dando pasos ligeros y medidos, pisando solo sobre rocas, sin hacer ruido.

Theo, en cambio, avanzaba con firmeza, confiando en ella, armado con su arpón, lo que le daba un extra de seguridad.

A medida que se adentraban, la cueva se ampliaba. Aunque se abría al pie de la montaña, parecía conectar con una cámara interior... o al menos eso pensaba Theo.

—Alto —susurró de repente, deteniendo a Lince.

—¿Qué sientes? —preguntó ella, una mano en su daga, otra en sus cuchillas, lista para el peor escenario.

—Ya no oigo la lluvia… estamos muy adentro. Los huesos se acumulan, pero no siento nada.

Podía parecer una preocupación infundada, pero había algo fuera de lugar.

Lince meditaba en silencio mientras su pie descendía sobre la suave arena. En realidad, era fango salado.

—¿Qué crees que pas...?

El sonido de sus palabras fue interrumpido abruptamente por una columna de arena que atrapó su pierna. Su cuerpo se elevó un par de metros antes de impulsarse hacia atrás.

—¡RETROCEDE!

Pero era tarde. Un enemigo descomunal azotó su extremidad armada con un garrote, levantando arena, piedras y agua.

Lince alcanzó a bloquear, pero la fuerza era excesiva. Salió despedida, y el crujido en su antebrazo indicaba una fractura inminente. El impacto contra la roca fue brutal. Escupió sangre con rabia.

Encendió una antorcha, no para ver al enemigo, sino para ver si podía distraerlo.

Un olor penetrante a quitina y cadáveres invadió la cueva. Fluidos viscosos salían del hocico de la bestia, mientras un cuerpo robusto cubierto por un caparazón parecía llenar todo el espacio.

Un espécimen de tres metros, con dos grandes pinzas y gruesos dedos funcionales debajo. Su coraza áspera tenía protuberancias espinosas.

Una amenaza doble: defensa impenetrable y fuerza descomunal, además de capacidad de bipedestación y uso de armas primitivas.

Theo lo recordó: un Cangrejogro.

Un segundo ataque se lanzó sobre Lince, quien arrojó la antorcha directo a los ojos del monstruo. Esquivó apenas, una pinza le rozó la pierna izquierda. Rodó por el suelo, sin elegancia, pero con efectividad. El dolor en el brazo se extendía hasta el hombro. Incapacitada, debió sujetarlo con la otra mano. La sangre goteaba sobre sus pies.

Theo, paralizado por el miedo, retrocedió. No tenía fuerza suficiente. Si Lince no pudo bloquear ese ataque, él tampoco podría. Esquivar, tal vez, pero no era una opción que quisiera probar.

Otra vez… impotente. Otra vez, observando mientras otro arriesgaba su vida.

Lince soltó su brazo y lanzó un par de cuchillas. Una rebotó en el pecho del monstruo. La otra dio de lleno en uno de sus ojos. El chillido fue agudo, furioso.

—¡CORRE! ¡Corre y no mires atrás! Te daré tiempo. Avisa a Adad y que más le vale tener los cañones listos.

Theo no dudó. Corrió hacia la luz de la salida. Siluetas aparecían a los lados de la luz al final del camino, pero no se detuvo. Usó como combustible la adrenalina y la urgencia. No pensaba desperdiciar ni un segundo del sacrificio de Lince.

Ella se arremangó la capa, la amarró con los dientes y fijó su brazo contra el torso.

—Un duelo justo, me parece.

Su ánimo permanecía intacto. El factor sorpresa del enemigo ya no existía. Ahora todo se reducía a experiencia, astucia y voluntad.

El Cangrejogro alzó su garrote y lo blandió contra el cielo rocoso. Con la otra pinza atacó en línea recta. Lince giró sobre sí misma, con agilidad felina, torciendo el cuerpo en una postura inhumana. La pinza desgarró el aire y el garrote cayó sobre su posición.

El ataque doble limitaba las opciones, dejando imposibilitada a Lince por un segundo.

—¡Maldición!…

Theo jadeaba. Más que por el esfuerzo físico, por la tensión emocional que le llenaba las venas.

—¡THEO! —gritó Adad—. ¿Estás bien? ¿Qué fue ese estruendo y ese chillido?

Theo intentó calmarse, respirando profundo varias veces.

—Ni como mensajero sirve este marinero. En un peligro, cada segundo cuenta, y él se dispone a descansar —espetó Safir.

Theo enderezó la espalda, mirándola con firmeza.

—Un Cangrejogro. Grande, unos tres metros. Nos emboscó desde el suelo. No lo sentí antes.

—No puede ser… Lince está luchando sola. Tengo que ir —dijo Adad, pero un fuerte agarre en su brazo lo detuvo.

—Debe salir. Tenemos los cañones listos y espacio para luchar por los flancos. En un túnel sin espacio para maniobrar, un solo golpe sería letal —Safir tenía razón. No le gustaba, pero era una estrategia que incluso Lince hubiera aprobado.

La mancha de sangre se extendía. Las gotas formaban un pequeño charco. Su piel se había tornado pálida, y su respiración era pesada.

El Cangrejogro, por otro lado, había perdido un ojo y media antena delantera, pero sus traseras estaban intactas. Su caparazón lo protegía. El duelo estaba inclinado a su favor.

—No me dejas otra opción —murmuró Lince, sacando sus cuchillos con destreza, lista para lanzar.

El enemigo cavó con rapidez, sumergiéndose en el fango. Desapareció sin dejar rastro, sin agitar ni la arena superficial.

Como si hubiese sentido el peligro, sorprendiendo incluso a Lince, a medida que las bestias eran más poderosas, tenían sentidos más agudos también.

Lince se agacho, colocando una antorcha en sus dientes, tensa, encendió usando el pedernal contra un trozo de metal. La humedad dificultaba el encendido, pero tras varios intentos, la llama brotó.

Todo estaba en silencio, excepto por el goteo ocasional de la bóveda rocosa.

Sin dar la espalda, caminó con sus pies ligeros, los mismos que le valían para su soberbio sigilo.

Quizás huyó, pensó… justo cuando una figura quitinosa emergió por su flanco derecho, envuelta en arena. El golpe iba directo a su cuerpo.

Sin visibilidad. Sin tiempo de reacción.

La suerte estaba echada.