El viento era cálido, agradable al contacto con la piel. El sol brillaba con fuerza bajo un cielo completamente despejado. La selva estaba en calma; los ruidos ya familiares de aves y otros animales formaban parte del paisaje, mientras Adad mantenía la mirada fija en su punto de interés. Respiraba tranquilo, pero su mente estaba ligeramente perturbada. Algo se gestaba en su pecho: una incertidumbre. Su instinto le susurraba algo, pero no lograba descifrarlo.
—Confío en Sháva. Descubriremos lo que hay en el centro, pero te aseguro que no será tarea sencilla.
El ocaso se aproximaba. Aun así, había que aprovechar el día. Theo exprimía cada segundo, afinando su sentido del olfato, puliendo su percepción del calor. Ya no solo recopilaba información desde la fuente: ahora creaba un mapa mental, usando todo su potencial.
A veces faltaban datos. El viento traía olores, pero no siempre eran suficientes. Su objetivo era claro: detectar a los cangrejogros. Sabía que algo ocurría. Necesitaba localizarlos con eficacia.
Absorbiéndose en su tarea, no percibió a la mujer que se acercaba, hasta que su dulce aroma empalagó sus narinas.
—Oye, mocoso. De ti depende que esta misión termine bien, así que no dejes mal a quienes pusieron esperanzas en ti —dijo.
Como las palabras venían de ella, Theo las ignoró, aunque no le faltaba razón.
El fuego se encendía. Los maderos crujían, se instalaban calderos y se cocinaba sopa para llenar los estómagos y calentar el ánimo. Theo caminó entre las conversaciones, el calor, las risas, las gargantas llenándose de comida. La luna llena dominaba el cielo.
—Adad, hay algo que quiero pedirte —dijo, con el arpón bien sujeto. Su postura era firme, noble. Las miradas se cruzaron, devorando el ruido del entorno.
—¿Qué quieres, muchacho? Espero que hayas llenado el estómago. Mañana puede ser el gran día —respondió Adad, bebiendo de su copa. Su mano libre se deslizaba por el traje, descansando luego sobre el sable.
—No hace falta que me digas más. He visto esos ojos decenas de veces en mi vida. Acompáñame.
Lince los vio alejarse, despreocupada, mientras Safir sorbía sopa con una elegancia inusual, al menos dentro de los límites de un campamento en mitad de la selva.
…
A unas decenas de metros, los ruidos del campamento se desvanecían. Solo quedaba el sordo titilar de las estrellas, la luz de la luna derramándose sobre la hierba y las rocas. Insectos cantaban, testigos inertes de lo que estaba por ocurrir.
—Suelta tu arpón, no será necesario —dijo Adad, desabrochando su cinturón. Su pesado sable cayó sobre la tierra húmeda.
Theo pensaba en sus limitaciones. Mantenía un semblante apagado. No quería ser solo un espectador, pero conocía sus capacidades. Aun así, sabía que estaba lejos de alcanzar su máximo potencial.
Clavó el arpón en la arena. Apretó los puños frente a su rostro, flexionó las piernas, e inclinó el torso hacia adelante. Adad lo observaba sin subestimarlo.
—Veo que el estilo de combate de marinero de cantina se te da bien. Molk te enseñó algunas cosas.
Adad dio pasos ligeros sobre el improvisado campo de batalla. Su ropa clara y su cabello rubio se recortaban contra la noche. Avanzó en zigzag, reduciendo la distancia con agilidad felina.
Theo contrajo el abdomen al ver a Adad colarse bajo su defensa. En un instante, el puño del capitán subió en línea diagonal, buscando su rostro. Estaba en cuclillas, extrayendo el máximo poder del giro de su cuerpo.
El puño abanicó el aire, a propósito. Theo había cruzado los brazos en un bloqueo decente. Sus ojos no se apartaron de Adad, quien dio un paso atrás y retomó postura.
—No está mal. Defensa sin perder de vista al objetivo. Veamos ahora.
Adad lanzó un puñetazo con la izquierda. Su mano derecha, contraída, quedó lista atrás, mientras el brazo izquierdo mantenía la guardia.
Theo leyó el movimiento. Vio el costado derecho de Adad descubierto y respondió con un gancho de izquierda. Adad sonrió. Su finta había surtido efecto.
Giró el cuerpo, se agachó, y su pierna izquierda barrió el suelo, golpeando la de Theo con fuerza. La caída fue brutal. No hubo contención. El golpe era sencillo, pero preciso; la pierna de Theo crujió, y él gruñó de dolor, la cara completamente arrugada.
—Debes dominar los engaños. Abrir espacios de forma intencional para luego sorprender con un golpe. Seguro te enseñaron algo parecido, pero con términos más sofisticados.
Peinando su cabello rubio hacia atrás, Adad retomó su postura.
Theo se levantó de inmediato, ignorando el dolor. Se lanzó en línea recta, descuidando la defensa. Adad alzó una ceja, adoptando posición de guardia.
Theo imitó la estrategia de Adad. Avanzó con un brazo al frente, cargando el otro. Pero justo cuando estuvo frente a él, estiró su brazo izquierdo con toda su fuerza y gritó, cubriendo el ataque con un mínimo de defensa.
Adad se preparó para bloquear, esperando sentir el impacto. El puño de Theo se detuvo justo antes del contacto. Abrió la mano en forma de garra y sujetó el brazo de Adad con firmeza.
Se inclinó hacia abajo y propinó un rodillazo seco en las costillas del capitán.
El golpe fue limpio, preciso, potente. Theo sonrió.
—¡Perfecto! Es perfecto. Te adaptas bien. Por eso llamaste la atención del viejo —dijo Adad, genuinamente satisfecho, con los ojos bien abiertos. Sentía el atisbo de algo prometedor.
—Toma tu arpón. Ahora quiero ver qué sabes hacer con esa arma.
…
Adad solo bloqueó mientras Theo desplegaba sus mejores combinaciones. Pero eran insuficientes.
Faltaba fuerza. Faltaba técnica. Y no aprovechaba el verdadero potencial del arma.
—Apuñala —ordenó Adad, empuñando su sable. Dio una estocada perfecta al aire, que emitió un silbido limpio.
—Tu arpón está limitado para cortar. No digo que no puedas, pero su base es la de una lanza. Debe atravesar. Romper defensas. Penetrar. Buscar puntos vitales, o al menos desestabilizar al enemigo.
Una sucesión de estocadas limpias rasgó el aire. Eran fluidas, equilibradas, el producto de años de disciplina.
Theo lo observaba fascinado. Comprendía, por fin, lo que significaba dominar una técnica. Se sentía entusiasmado, el dolor olvidado por completo.
—Intenta ahora.
Adad extendió su brazo al frente, sable empuñado a la altura de la cara. La punta apuntaba a Theo. Una postura abierta, lista para recibir golpes.
Theo aferró el arpón. Flexionó la rodilla derecha, adelantándola ligeramente. Buscaba una apertura. Sus ojos se movían rápido, los codos listos para proyectar la estocada.
Los choques de metal se sucedieron hasta el amanecer. El rocío bañaba las hojas y la vegetación. El sudor hacía lo mismo con el cuerpo ardiente de Theo.
Ni un solo golpe tocó a Adad. Ni uno.
—Lávate y prepárate. Debemos marchar —ordenó, su mirada severa, haciéndolo sentir miserable.
Era fachada.
El sable había bloqueado cada golpe, sí. Pero Theo no flaqueó. No aminoró la fuerza, ni siquiera al borde del agotamiento. Su técnica mejoró ligeramente cerca del alba.
Y aunque el rostro de Adad fingía esfuerzo nulo, sus brazos hormigueaban. No sentía eso desde hacía mucho tiempo. Desde sus días de entrenamiento, desde batallas salvajes en tierras lejanas.
Se giró hacia el campamento, caminando con una amplia sonrisa.
—No decepcionas… Nunca lo haces, Sháva.