El agua estaba helada, pero energizante. La cara de Theo seguía caliente, mientras el vapor abría sus poros.
El sol se filtraba entre los árboles selváticos, cada vez menos densos, el resto de la tripulación comenzaba a despertar. Algunos preparaban el desayuno con movimientos lentos y bostezos constantes; otros mostraban ojeras profundas. Las guardias nocturnas ya habían empezado y todos debían turnarse tarde o temprano.
El ánimo, sin embargo, estaba en lo alto. Las expectativas también, tanto como las pocas nubes que flotaban en el cielo claro.
Desayunaron los restos de sopa: algunas verduras blandas, hilachas de carne de cangrejogro. No era un banquete, pero suficiente para saciar el hambre y avanzar con el día.
—Hoy llegaremos al centro de la isla y cobraremos la recompensa que se dice se encuentra ahí —anunció el capitán Adad con voz clara y rigurosa, mirando a cada uno de sus hombres.
—El campamento quedará aquí. Solo llevaremos lo esencial. Un par de ustedes cuidarán las cosas —añadió, dirigiendo una mirada a su segundo al mando, quien ya sabía que debía elegir a los suyos.
—Andando.
...
La marcha comenzó con un Theo extrañamente renovado, acompañado de Lince, quien estaba bien descansada luego de no haber hecho guardia la noche anterior.
Theo, de forma natural, absorbía el entorno. Las rocas se volvían más numerosas, el aire cargado con olor a azufre y tierra húmeda. La montaña crecía ante sus ojos. Algunas aves sobrevolaban muy alto, y sus graznidos le provocaban una inquietud difícil de explicar. El aire, aunque limpio, llevaba una pizca de carboncillo.
Frunció el ceño. Su nariz detectó algo más. Justo entonces, la voz de Lince se adelantó:
—El ingreso de la cueva está ahí —señaló. Ante sus ojos, se alzaba una entrada tallada con glifos antiguos en la piedra, invitando a la oscuridad.
—Símbolos de amenaza... según lo que alcanzo a leer —comentó Adad con dificultad, mientras todos contemplaban el umbral de una decena de metros de ancho.
—¡Adelante! —ordenó sin dudar. Theo y Lince mantuvieron la guardia en alto.
Safir, por su parte, avanzaba con pasos dubitativos, su incomodidad latente en cada movimiento.
—Hermano, siento que la energía aquí es inestable. Furiosa. Me da mala espina.
—Descuida. No existe nada aún que pueda hacernos frente —respondió Adad con su sonrisa habitual. Algo en su seguridad tranquilizó a Safir, aunque no bajó la guardia.
Los pasos resonaban entre las paredes de piedra. El eco llenaba el vacío, mientras pequeñas piedras fosforescentes comenzaban a iluminar el camino como si fueran velas centelleantes.
Theo percibía cada vez más fuerte el olor a carboncillo. Las paredes se volvían más oscuras. El terreno, que al principio era plano, comenzó a inclinarse con fuerza, haciendo que la gravedad empujara sus cuerpos hacia adelante con cada paso.
—No bajen la guardia —advirtió Adad desde la retaguardia. Una decena de hombres caminaba en silencio, observando con atención cada rincón.
Algunos admiraban las piedras brillantes; otros buscaban hongos o raíces. Pero la mayoría pensaba en las riquezas... o en la cena tras superar esta encrucijada.
Tras un par de horas, la cueva desembocó en una cámara enorme. El suelo era blando y, extrañamente, cálido bajo sus pies. Theo y Lince se adelantaron para inspeccionar.
La sala estaba rodeada por túneles idénticos al que los había traído hasta allí. Sobre sus cabezas, el domo se elevaba a decenas de metros. Algunos puntos de luz se colaban por las grietas de las rocas. Murciélagos enormes agitaban sus alas, tapando de vez en cuando la luz.
El ambiente era denso. Olor a humedad, ácido, y calor flotaban en un halo nauseabundo. En el centro, una roca rojiza pulsaba luz débil. Estaba rodeada por huesos de distintos tamaños, armas oxidadas y rocas, formando una especie de altar sombrío.
Una calma extraña. Adad encendió una antorcha, aunque no era necesario. Los chasquidos del pedernal resonaron. La llama iluminó su entorno con un calor reconfortante.
Theo bajó la vista. El suelo olía a excremento de murciélago. Ácido. Desagradable.
—Lince, echa un vistazo a esa roca —ordenó Adad.
Ella asintió y caminó con ligereza, la mano lista sobre el pomo de su daga. A solo unos pasos del supuesto botín, su instinto la hizo detenerse. Retrocedió de inmediato, saltando hacia atrás.
Theo, fatigado por el olor, forzó su nariz. Entre la pestilencia, detectó algo más. Un aroma familiar. Sin lugar a duda...
—¡CUIDADO CON EL SUELO! —gritó.
El eco de su voz se expandió por la cámara. Algunos marineros se detuvieron confundidos. Otros no entendieron nada.
Entonces, el temblor.
El suelo se sacudió con violencia. Rocas, polvo, arena y hedor envolvieron la escena. Pinzas emergieron como cuchillas, destrozando a los que intentaban huir. Un espectáculo brutal de sangre y vísceras.
Columnas de arena se alzaron. Desde todos los rincones surgieron Cangrejogros. En el centro, junto al huevo rojizo, uno más grande, de patas largas y cuerpo blindado, duplicaba en tamaño a los demás.
Los murciélagos giraban sobre sus cabezas. Coordinados. Acechantes.
—¡Imposible! ¡Vamos a morir! —gritó un marinero, presa del pánico.
—¡BASTA! —rugió Adad.
Su voz lo cubrió todo. Silenció el miedo.
—No somos saqueadores comunes. ¡Demuestren su gallardía! ¡Dejen en alto a Ledia! —Extendió su sable, apuntando directo al más grande de los enemigos. Sabía lo que era: un general. El más fuerte de su especie.
—Safir, retaguardia. Lince, flanco izquierdo. Theo, derecho. Acompáñenlos. Dejadme al grande a mí.
Sin gritar. Concentrado. Cada miembro de la cofradía tomó posición, guiando a los suyos.
Theo apretó su arpón. No podía bloquear. Solo desviar. Crear huecos. Eso bastaba.
Entonces, el aire cambió.
Una suave niebla envolvió el campo. El mal olor se disipó. Los músculos se tensaron con nueva fuerza. Las plegarias de Safir, entonadas en voz baja, elevaban la moral del grupo.
Pero había que acabar rápido. Debían reducir la desventaja.
Adad tensó el brazo. El viento se arremolinó en su sable, fino y controlado. Un corte. Una hoja de aire se proyectó en arco destructivo. Dos Cangrejogros interpusieron sus cuerpos. Retrocedieron unos centímetros.
Y entonces... el crujido.
Sus brazos de quitina se abrieron como fruta madura. Fluido verdoso brotó en chorros. Las corazas se agrietaron. Adad ya estaba sobre ellos.
Dos cortes más. Limpios. Definitivos. Las bestias cayeron entre chillidos, sangre y restos.
Todos vieron la escena. Solo Theo quedó realmente impresionado.
Pero debía concentrarse. Frente a él, un Cangrejogro blandía una especie de ancla oxidada. La levantó con brutalidad.
Theo leyó el movimiento. Anticipó la trayectoria.
El choque metálico estalló.
Y la batalla apenas comenzaba.