El ancla se enterró en el suelo, esparciendo apenas arena. El golpe, amortiguado por la blandura del terreno, fue desviado sutilmente por el acero de Theo.
Los hombres rodearon a la bestia, mientras Theo apuñalaba la articulación de la pinza que sujetaba con fuerza el ancla. El ataque apenas arañó la armadura, pero logró un corte limpio —aunque pequeño— en la zona más débil del Cangrejogro.
No había tiempo para festejar. La pinza herida se estremeció y lanzó un golpe hacia otro marino. Este interpuso su machete, pero fue despedido y arrojado varios metros atrás, quedando al borde de la inconsciencia.
Theo lanzó dos estocadas más. Una conectó en la placa de la pinza, sin producir daño. La segunda encontró la herida previa, profundizándola un poco más, aunque aún era insuficiente.
La bestia abrió su hocico y rugió con un chillido agudo, exhalando una saliva putrefacta que salpicó el aire.
Diversos golpes impactaron sobre el Cangrejogro; algunos rebotaron en su quitina, otros alcanzaron zonas menos protegidas. El ancla se soltó, y en su furia, la bestia la usó como un látigo: trazó un arco horizontal que amenazó con golpear a todos los combatientes a su alrededor.
Pero el Cangrejogro no contaba con la estrategia de Theo.
Este aprovechó la fuerza centrífuga de la pinza al cargar su arpón. Sus brazos extrajeron toda su fuerza, y la punta de acero se clavó limpiamente en la ahora expuesta articulación, calando hondo, separando la pinza del brazo y el ancla de su agarre.
El corte no necesitó fuerza, sino precisión. Theo lo entendió: debía usar la ventaja del enemigo a su favor.
Un nuevo golpe, fruto de la furia, se precipitaba hacia el hombre a la izquierda de Theo. Este se negó a permitirlo.
Corrió raudo a bloquear, desviando la pinza con mayor facilidad esta vez. No absorbió el impacto por completo: solo lo redirigió hacia el costado izquierdo, usando la fuerza de su enemigo para hacer tambalear la pinza.
Theo cayó, pero logró su cometido. Los hombres aprovecharon la apertura y dejaron caer sus armas contra la bestia.
Mientras el chillido se intensificaba, diversas hojas cortaron sus patas, haciéndola caer. Machetes separaron antenas y ojos. El Cangrejogro se ahogaba en su propia desesperación, lanzando golpes erráticos con su pinza restante. Ninguno conectó. Solo se volvía presa de su propia caza.
Aprovechando los flancos, atacaron desde todas direcciones. Dolor, confusión, desesperación. La bestia se sacudía.
Theo clavó su lanza entre los ojos. La criatura cesó sus movimientos, mientras un líquido nauseabundo se filtraba desde el agujero dejado por su arpón.
En la retaguardia, la batalla era controlada metódicamente por una experimentada Safir. Diversas agujas de agua eran lanzadas en el momento exacto. Las antenas del enemigo cayeron, provocando un tambaleo que dio pie a una serie de golpes de hachas, machetes y sables.
El Cangrejogro parecía no sentir dolor. Con solo sus pinzas, lanzó golpes en todas las direcciones. Pese a estar desconcertado, sus ataques alcanzaron a los marinos. Algunos bloquearon y salieron volando, otros quebraron sus brazos al intentar resistir el impacto. Uno menos afortunado recibió el golpe directo en su extremidad: su brazo fue cercenado sin resistencia. El alarido de dolor pesó sobre los corazones de todos.
Safir gruñó, formando una nueva serie de agujas. Sus manos se abrieron, extendiéndose hacia la criatura. El sudor llenaba sus sienes; las gotas descendían por sus mejillas hasta su mentón.
Sus brazos bajaron, clavando las agujas en puntos clave del monstruo. Las articulaciones de piernas y brazos fueron perforadas, dejando agujeros perfectos. El dolor hizo que la bestia se arrodillara pesadamente, espasmos sacudiendo su enorme cuerpo.
Safir respiraba agitadamente, intentando controlar su inhalación. Los hombres terminaron la faena con mayor facilidad, separando extremidades, hasta que el gigante quedó completamente inmóvil.
Safir condensó la humedad del aire en una esfera verdosa, colocándola sobre el cuerpo del hombre desmayado. Una tenue aura brilló desde el centro de la esfera curativa, mientras ella ordenaba:
—¡Cuiden los flancos! Atentos a esos malditos murciélagos oportunistas. ¡No perderemos más hombres!
A unos metros, la lucha de Lince y su escuadrón era muy distinta.
Lince danzaba en su hábitat natural. El espacio abierto le permitía moverse libremente, lanzando cuchillas por el campo de batalla y eliminando furtivamente a los murciélagos que intentaban intervenir.
Esquivaba con agilidad, mientras sus hombres apenas resistían los embates del garrote desproporcionado que cargaba otro Cangrejogro.
Una idea se gestaba en su mente. Sabía que no tenía la fuerza de Adad, ni armas capaces de cortar a su enemigo sin arriesgar su vida. No podía penetrar las defensas de frente.
Saltó una vez más, esquivando el garrote. A diferencia de sus compañeros —algunos ya expulsaban sangre por la boca en borbotones—, ella no había recibido ni un rasguño.
Siguió esquivando, girando, hasta que todo estuvo listo.
Frente a la bestia, con los brazos extendidos, Lince jaló con fuerza. Susurró el nombre de su técnica, cerró los ojos, y un centenar de hilos metálicos surgieron, envolviendo el cuerpo quitinoso, limitando sus movimientos.
Aprisionado por el delgado y resistente metal, el Cangrejogro desesperó, sacudiéndose en vano.
Lince jadeaba. Aunque el esfuerzo físico era menor, su arte oculto siempre consumía enormes cantidades de energía.
Los dos hombres restantes tomaron valor frente a la indefensa criatura. Presos de la ira y la venganza, descargaron sus armas con furia, arrancando chillidos que resonaban en todo el campo de batalla.
En contraposición, Adad intercambiaba golpes con el General Cangrejogro. Este portaba un par de hachas a la altura de su figura, con mango tosco y cabezas de metal con trazas de artesanía rudimentaria.
Se sabía que los generales contaban con inteligencia superior y el uso de herramientas, gracias a un híbrido extraño de manos grotescas y pinzas feroces.
Los ataques de Adad eran bloqueados con facilidad. El general respondía con fuerza arrasadora: golpes veloces, cargados de intención asesina.
El sable de Adad, cubierto con aura vendaval, no lograba causar daño en las armas del enemigo. Este utilizaba su poder natural: una inestable pero presente aura marina, burbujeante, causante del estancamiento del combate.
La bestia igualaba las condiciones y aprendía. Reconocía patrones, golpes, movimientos. Cada segundo inclinaba la balanza a su favor.
Era el resultado de generaciones de evolución natural, concentradas en su coraza impenetrable.
El resto de la tripulación aún luchaba. De vez en cuando, derribaban alguna bestia voladora. Los guerreros Cangrejogros resistían, aunque su punto débil ya estaba expuesto. Los encuentros se volvían más rutinarios, aunque las heridas aún eran frecuentes.
—¡AAAAAAAAH! ¡MI PIERNA! —bramó un soldado.
La sangre se derramaba profusamente sobre la arena, que la absorbía con hambre. Dos... tres... cuatro cuerpos de Cangrejogros yacían ya en el suelo. Con la primera tanda, sumaban nueve.
Solo quedaba en pie el general.
Sus hachas chocaron en el centro de su cuerpo. El estruendo metálico provocó un zumbido agudo que sacudió los oídos, mientras la tierra crujía, creando grietas que tragaban la arena circundante.
Theo percibió el olor.
Conectó todo. Ató los cabos.
Todo era claro ahora.
Siempre estuvo allí. Siempre se les avisó a todos.