Gargantilla olvidada: Paradoja

El olor a azufre era asfixiante, denso como una manta tóxica que se colaba por la nariz y quemaba la garganta. Vapores calientes emergían desde grietas cada vez más anchas, irregulares como cicatrices en carne viva, algunas lo suficientemente grandes como para tragar una carreta entera. El suelo temblaba con una frecuencia ominosa, como si debajo de ellos algo respirara con violencia contenida.

Desde las entrañas agitadas de la tierra emergía una ebullición de gases corrosivos, un calor abrasador que distorsionaba el aire. Y en medio de todo, la luz comenzaba a incrementarse con cada segundo, como el preludio de un amanecer infernal.

—¡CUIDADO CON EL FUEGO! —gritó el muchacho con desesperación, aunque ya era evidente.

Ríos de lava comenzaban a deslizarse por las hendiduras, iluminando el interior de la cueva con un resplandor anaranjado, inquietante, como si todo el lugar estuviera a punto de ser engullido por un cataclismo. La temperatura aumentaba a un ritmo frenético, volviendo la respiración un esfuerzo doloroso y haciendo hervir el sudor antes de que pudiera rodar por la piel.

La cueva entera crujía. Era una olla de presión lista para explotar.

Safir intentaba mantener el control, murmurando palabras antiguas con un ritmo forzado, pero era inútil. La naturaleza había decidido aplastar toda voluntad humana.

—¡Agrúpense! ¡Conmigo! —rugió el capitán, blandiendo su sable en alto.

El sudor lo empapaba, resbalando por su rostro curtido. Se despojó de la chaqueta con un movimiento seco y quedó solo en camisa, igual que el resto. La tripulación, sin mediar palabra, lo imitó. Se desprendieron de lo innecesario, priorizando la movilidad sobre la protección. Sabían que un solo segundo de lentitud significaría la muerte.

Frente a ellos, el huevo. Inmutable. Ajeno al caos. Resplandecía con un brillo aún más intenso, como si el calor fuera su alimento. Parecía latir. Como si algo dentro estuviera despierto. Como si observara.

Los ríos de lava se espesaban, avanzando lentos pero constantes. El magma burbujeaba, salpicando ocasionalmente con violencia. Cada gota que tocaba una superficie generaba un chisporroteo que perforaba los tímpanos.

—¡Rodeen a la bestia! ¡Aprovechen los espacios! ¡No duden ni un segundo! —ordenó el capitán. La experiencia les había enseñado que cualquier titubeo sería castigado con la muerte.

El General Cangrejogro se erguía como una torre viviente de quitina y furia. Sus antenas vibraban con una precisión milimétrica, sus ojos bulbosos escaneaban a todos con una inteligencia primitiva pero letal. Había elegido a su próximo blanco. Ya no era una criatura salvaje: era un verdugo.

—No tan rápido… —susurró una voz entre jadeos.

El sable de viento se interpuso justo a tiempo, desviando el tajo descendente que se dirigía a un marinero exhausto. El ataque iba directo al más débil. La bestia no tenía honor, solo eficiencia.

Un segundo tajo llegó. Esta vez apuntaba a Theo... o a quien tuviera la mala suerte de estar a su lado. El golpe era tan amplio que podía partir en dos a tres hombres de un solo movimiento.

El hacha se movía como un relámpago. El primer marinero levantó su espada para bloquearla. Lo logró. Pero no fue suficiente.

El impacto pulverizó su arma. Un segundo después, su torso fue arrancado de cuajo. Las piernas colapsaron sin sentido, mientras la sangre caliente se evaporaba antes de tocar el suelo.

El torso salió volando y aterrizó a escasos metros de Theo.

El muchacho apenas reaccionó. Rodó por el suelo, torpe, casi reptando, sin elegancia ni técnica. Solo instinto. Y sobrevivió.

Se incorporó en un solo impulso, impulsado por una adrenalina que no sabía que tenía. Lanzó una estocada firme, apuntando a las piernas de la criatura.

El sonido que generó el impacto fue seco, brutal. Un choque de dos fuerzas opuestas. Por un segundo, cualquiera habría creído que Theo tenía una oportunidad.

Nada más lejos de la realidad.

Su ataque fue apenas un cosquilleo. Las piernas de la criatura eran de una dureza antinatural. Quitina reforzada, resistente al fuego, al acero, a la voluntad humana.

Una de esas patas detectó el movimiento de Theo. En un parpadeo, una patada lo hizo retroceder. Su arpón estuvo a punto de salir volando de sus manos, pero lo hundió en el suelo con fuerza, usándolo como ancla para no ser arrastrado hacia la lava.

Estaba cubierto de suciedad, polvo, sangre ajena y sudor. Otra vez. Ya era rutina.

Levantó la vista. El equipo estaba en acción. Lince, ágil como una sombra, mantenía su capa intacta y su traje compresivo. Nadie le arrancaría eso. Ni la muerte.

Su daga danzaba entre las patas del monstruo, golpeando puntos clave, distrayendo, buscando vulnerabilidades con precisión quirúrgica.

Adad cargaba su sable con el calor mismo del ambiente. Sus venas se marcaban como raíces vivas, temblando bajo la piel. Safir cantaba, con la voz entrecortada, como si cada palabra fuera arrancada con dolor. Era el único que aún parecía tener agua dentro del cuerpo.

El sable de Adad ascendió con una fuerza brutal. El aire fue succionado, como si el vacío naciera a su alrededor. Un tornado nació con el arma, y colisionó con las hachas del enemigo en una explosión sorda de pura violencia.

El sonido fue como mil martillazos resonando a la vez. Las hachas temblaron. La madera que sostenía el techo comenzó a astillarse.

El General abrió la boca de par en par y rugió. Era un rugido distinto. No solo furia. Era incomodidad. Tal vez… temor.

El viento lo envolvió. Todo giraba a su alrededor. Arena, piedras, fuego, calor. Un remolino de caos con él como centro.

El rugido gutural que siguió estremeció a todos. Las respiraciones se hicieron pesadas. El miedo se volvió tangible.

Y aun así, no bastó.

Las hachas cortaron el aire. El tornado se disipó. Solo quedó el eco del esfuerzo.

El aura marina volvió a envolver al Cangrejogro. Gotas de agua resbalaban por su caparazón. Una segunda piel, perfecta, brillante. No como antes. Esta vez era consciente. Precisa.

Adad tragó saliva. El aura había cambiado. Ya no era salvaje, era dirigida. Limpia. De guerrero a guerrero.

Pero Lince no se detuvo. Se lanzó por debajo del monstruo, sus cuchillas arrojadizas volando. Hilos de metal se tensaron alrededor de las patas, reduciendo su movilidad.

—¡AHORA! —gritó Safir, su voz rasgando el aire.

Su cabello estaba empapado, desordenado. Su pecho subía y bajaba. Las piernas temblaban. No sabía si podría mantenerse en pie.

Y aun así, levantó los brazos.

El agua del enemigo le fue arrancada. Agujas líquidas, cientos, miles, formaron una cúpula afilada que envolvió al General.

—¡Prueba esto! —gruñó Safir, mientras dejaba caer los brazos.

Las agujas se incrustaron en la criatura. No profundamente. Pero bastó para provocarle un dolor agudo y certero.

El rugido que soltó fue distinto. Ira pura. Escupió saliva ácida mientras sus hachas volvían a alzarse. Esta vez, directo a Safir.

Los hilos metálicos crujieron. Se partieron. La criatura avanzaba.

Theo observó todo. Los marineros golpeaban sin descanso. Adad caía de rodillas. Lince se giraba hacia Safir. Ella… ella simplemente esperaba el impacto.

Theo sintió algo prenderse en su pecho.

Adad quiso interponerse. Su cuerpo no respondió. Su mente gritaba, pero sus piernas eran dos columnas rotas.

Lince lanzó dagas. Rebotaron. Igual que al inicio. Nada funcionaba.

Un último intento: fuego guiado por hilos de acero. Apuntó a las antenas. El fuego trepó… pero se extinguió antes de causar daño.

Theo apretó los dientes. Sintió cómo su hombro se dislocaba por la tensión mientras lanzaba el arpón.

Su brazo fue solo fuerza. Solo dolor. Solo voluntad.

El arma voló incrustándose en el pecho de la bestia si bien fue solo un poco era suficiente. El General giró la cabeza abruptamente, ya no miraba a Safir. Ahora, todo su odio estaba dirigido hacia Theo.

Las hachas burbujeaban con aura marina. Descendían como un castigo divino.

Theo no pensó.

Un impulso eléctrico brotó de lo más profundo de su cráneo. Sus nervios se encendieron. Sus ojos… se transformaron.

Amarillos.

Luceros proyectando y absorbiendo luz. Pupilas estrechas como rendijas.

La bestia rugía.

Y Theo… ya no era el mismo.