Gargantilla olvidada: Efímera nostalgia

En medio del caos provocado por las bestias, el calor abrasador y los múltiples cadáveres esparcidos, ahora ya cocinados por un infierno terrenal, los chillidos y aleteos desesperados de los murciélagos resonaban al abandonar la cueva. El sonido de la lava espesa gorgoteando, mezclado con vapores densos, removía el suelo donde todos pisaban, amenazando con colapsar la estabilidad del terreno.

En contraste, el general Cangrejogro yacía inmóvil, congelado en el tiempo, como una fotografía antigua de un golpe que jamás llegó a completarse. Su confusión era palpable. Los ojos pequeños y brillantes, como perlas negras, buscaban con desespero volver a la vida, atrapados en un cuerpo que ya no respondía.

Theo se encontraba en el mismo estado. Los ojos completamente abiertos, fijos, iluminados por una tenue luz amarilla, semejante a la llama de una vela atrapada en sus cuencas. El resplandor bañaba la figura inmóvil frente a él. Su cuerpo estaba relajado, entregado a la memoria, mientras fragmentos de imágenes se reproducían con brutal claridad en su mente.

Alcantarillas húmedas, aguas estancadas cargadas de podredumbre, criaturas de piel escamosa con lenguas largas que escupían saliva fétida. Monstruos devorando peces, y la presencia cada vez más dominante de una serpiente descomunal, cuyo cuerpo se deslizaba como una sombra entre las aguas.

La oscuridad era absoluta. Entonces, aparecieron esos mismos dos luceros, acercándose. La cabeza de la serpiente emergió, iluminada apenas, mientras su cuerpo permanecía oculto. Su lengua se extendió para inspeccionar al muchacho, vulnerable, ya no por miedo, sino por un peso mayor: pena y culpa.

La luz en los ojos de Theo se extinguó. Todo se volvió negro. El mundo, la visión, la conciencia. Nada.

...

Todo ocurrió en una fracción de segundo. La tripulación no comprendía lo que sucedía. Solo vieron un destello brotar de los ojos del joven, seguido por una pausa, justo cuando todo parecía encaminarse a un final desastroso.

Safir, incrédula, reaccionó sin perder un segundo. Reunió todo su poder espiritual y lo redirigió hacia Adad, envolviéndolo en una fina capa de agua revitalizante. Sus brazos temblaban al borde del colapso, la vista se le nublaba y sus piernas cedieron, desplomándose inconsciente.

—¡Hermana!— El grito del joven hizo temblar el ambiente, devolviendo la atención al peligro latente que aún los rodeaba.

—¡ATAQUEN A SUS PIERNAS, LA OPORTUNIDAD ES AHORA!— Adad rugió con todas sus fuerzas. Su voz resonó como un trueno, arrastrando consigo la moral de sus hombres. El agua rodeó su espada, entrelazándose con el vendaval que siempre lo acompañaba.

El resultado: una tromba marina comprimida en su hoja, proyectándose con furia hacia el cuerpo de la bestia.

Lince, adelantándose incluso a la orden, ya había desplegado todas sus dagas arrojadizas. Los hilos metálicos, manifestación de su energía, se extendieron envolviendo los brazos del monstruo. Las láminas se tensaban, emitiendo silbidos agudos mientras las dagas se clavaban como estacas, asegurando a la presa.

Sabía que el fuego era inútil contra esa criatura, pero no era ése su único as bajo la manga.

Los marineros, ahora con renovada confianza, gritaban. Golpeaban incansablemente las uniones de las patas del monstruo. Sus espadas melladas encontraban finalmente un blanco vulnerable.

El viento arremolinado se precipitó contra la cabeza del general. Una columna de aire y agua se alzó hacia el techo de la cámara, descendiendo la temperatura, desplazando el calor sofocante.

Furioso. Cortante. Perforante. Las propiedades elementales se fundieron en la espada de Adad, confiriéndole un poder netamente destructivo. El vendaval convergía en el cráneo de la bestia, arañándolo miles de veces por segundo.

Adad, arrodillado, sentía el costo del poder liberado. Apenas podía sostener su espada. Solo contemplaba el caos que él y su hermana habían desatado.

Segundos breves, intensos. Entonces, el crujido. Un cascarón rajado. El sonido fue limpio, distinguible entre el estrépito de los metales y el rugido de los vientos.

La bestia rugió de forma gutural. Aún viva. Su intención asesina se volvió tangible. Sus brazos, antes atrapados, amenazaban con desatar la destrucción. Los hilos se tensaron hasta romperse, chasqueando con violencia. Los marineros retrocedieron, presas del instinto.

Una pinza se liberó. La cabeza del monstruo era ahora una masa irreconocible de caparazón roto, sesos expuestos y fluidos verdosos. El apéndice cayó con brutalidad, clavándose en el suelo volcánico. Pero la fuerza restante apenas fue suficiente para hundirse unos pocos centímetros.

El aire volvió a la calma. Restos orgánicos, rocas y polvo cayeron en cascada sobre el suelo. El silencio reinó. El cuerpo del monstruo, vaciado en su torso, se mantenía erguido como una estatua grotesca. Su fachada permanecía casi intacta, salvo por la destrucción total de su parte superior.

Nadie se atrevía a moverse. No parecía el final.

Tras el general, la roca rojiza titilaba con armonía, como si celebrara el fin de la gresca. Su luz pulsaba, acompasada, consciente de lo que había presenciado.

El sonido del cuerpo de Theo cayendo devolvió a todos al presente. Lince corrió hacia él, sin su habitual firmeza. Adad, agotado, se dirigió hacia Safir, quien yacía en el suelo.

—Reúnan a los heridos. Junten a los muertos. Debemos honrar a quienes hoy dieron la vida por nosotros— dijo con una voz grave, cargada de pesar. Era el peso invisible del liderazgo: las victorias, al igual que las derrotas, recaían sobre sus hombros. Incluso los triunfos sabían amargos al final del día.

—Despierta, hermana mía. Ya se acabó— susurró, acariciando sus mejillas. La respiración errática de Safir comenzaba a estabilizarse. Aún no abría los ojos, pero Adad sabía que solo necesitaba descanso.

Theo, en cambio, respiraba superficialmente. Jadeos breves, casi ahogados. Sus ojos abiertos, resecos por el calor, no daban buena señal.

—Reacciona, Theo. Debemos salir de aquí— dijo Lince, más como una orden que una petición. Sabía que no podría sacarlo de su estado actual con palabras.

—Llévenlos a la superficie. Yo me encargo— ordenó Adad. Pasó junto al cadáver del general Cangrejogro, sintiendo un escalofrío que le recorrió la espina.

Se acercó a la roca. La piedra preciosa, en forma de huevo, emitía una luz tibia y ondulante, relajante a sus ojos exhaustos. Al tocarla, la superficie vibraba con suavidad, como el agua al ser perturbada por una piedra.

La tomó con ambas manos. Era extrañamente liviana. En cuanto la alzó, el huevo se desintegró, convirtiéndose en polvo rojo que flotó en el aire. La nube danzó, reuniéndose en una forma humanoide: una figura etérea, conocida.

Sháva.

El alivio reemplazó la sorpresa. Allí estaba, con las manos juntas, rodeado por las partículas que oscilaban como brasas.

—No esperaba menos del capitán del Devorador del Ocaso.

—Ya extrañaba tus raras apariciones— respondió Adad, con voz incrédula y suave.

—No los iba a dejar solos. Toma, un regalo. Recuerda que la cima no está tan lejos.

El polvo se esparció, cubriendo a cada miembro de la tripulación. Un calor reconfortante los envolvió, aliviando su agotamiento y renovando sus fuerzas. Las expresiones sombrías pronto se tornaron tranquilas.

Safir abrió lentamente los ojos. Todo había terminado. Para bien.

Los marineros, ya repuestos, aguardaban la siguiente orden. Adad no se hizo esperar:

—¡TOMEN TODAS LAS BESTIAS QUE PUEDAN! ¡HOY NOS REGOCIJAREMOS Y HONRAREMOS A LOS CAÍDOS!

De inmediato, comenzaron a desmembrar las criaturas. Pinzas, patas y órganos internos fueron amarrados con sogas o con los mismos hilos metálicos dispersos por el campo de batalla.

Era venganza. Una venganza visceral. Mutilar a sus enemigos les daba una sensación de justicia, volviéndolos carniceros por un instante.

Lince observaba todo en silencio, sus ojos yendo del cuerpo de Theo —ahora dormido, respirando tranquilo— hacia el techo de la cámara. Sus pensamientos eran un mar insondable. Como la mente del muchacho, un misterio que aún no se revelaba por completo.