El sol seguía su ascenso alto en el cielo cuando Li Tian continuaba practicando con su espada de madera. Aunque sus movimientos aún carecían de fluidez, había mejorado mucho desde la última vez. El sudor le corría por la frente, y sus brazos dolían, pero no se detenía. Cada estocada, cada giro, cada repetición era un paso más en su progreso.
A unos metros de distancia, un grupo de cuatro niños mayores caminaba entre risas, con espadas de madera al hombro. Aunque eran más altos y algo más corpulentos que Li Tian, sus núcleos espirituales aún estaban en la primera etapa del refinamiento corporal. Li Tian, en cambio, ya había avanzado a la segunda etapa, aunque nadie en el grupo parecía saberlo.
El líder del grupo, un niño flaco de mirada altiva llamado Li Kong, se detuvo al ver a Li Tian entrenando solo. Al reconocerlo, frunció el ceño con desprecio.
—¡Oye tú! —gritó con tono burlón—. ¿El hijo de una demoníaca se cree espadachín ahora?
Los demás soltaron carcajadas, siguiéndole el juego.
Li Tian se detuvo y giró lentamente para verlos. Su rostro no mostraba emoción alguna.
Li Kong dio un paso al frente y alzó su espada de madera.
—Ven y pelea, demonio. A ver si sabes hacer algo más que quedarte parado fingiendo que eres parte del clan.
Li Tian, en lugar de molestarse, sonrió. Una sonrisa que no era orgullosa, ni desafiante, sino… tranquila.
—Está bien. Peleemos.
El grupo pareció sorprenderse por un instante. Uno de ellos, Li Yu, se rió mientras alzaba la suya también.
—¿Oh? ¿Aceptaste? Esto va a ser divertido.
Los cuatro rodearon a Li Tian, sin esperar ninguna orden. Pensaban que sería una escaramuza rápida, que lo harían correr o llorar. Pero Li Tian no retrocedió. No mostró temor. Aún con la espada de madera a un lado, no fue eso lo que usó primero.
Cuando Li Kong atacó con su espada en alto, Li Tian respondió con un giro del cuerpo y un golpe directo con el puño. El impacto no fue suave, y la espada de Li Kong se desequilibró, temblando en sus manos. A pesar del contacto, Li Tian frunció el ceño por el dolor que sintió en su propio brazo. No estaba acostumbrado a golpear de esa forma.
Pero no se detuvo.
Li Yu se lanzó por un costado, mientras Li Chen y Li Jian se abalanzaban desde atrás. Li Tian retrocedió dos pasos, bajando el centro de gravedad. Sin técnicas, sin estilo, solo reflejos, volvió a usar su cuerpo como arma. Esquivó lo justo, giró y desvió los ataques con las manos, retrocediendo de nuevo. Aunque los niños intentaban dominarlo con número, Li Tian comenzaba a adaptarse.
El entrenamiento le había dado algo más que fuerza: ritmo.
Los primeros dos ataques los evitó. Al tercero, respondió con un movimiento de brazo que golpeó el hombro de Li Jian, desequilibrándolo. El cuarto intento, lo bloqueó con el antebrazo. El dolor aumentaba, sí. Sus manos ya estaban enrojecidas, pero sus ojos estaban fijos. Sin rabia. Solo concentración.
Entonces escuchó algo que lo hizo detenerse por un momento.
—No importa cuánto entrenes. Eres igual que tu madre.
Li Chen lo había dicho. No gritándolo, pero lo suficiente para que todos lo oyeran.
Li Tian respiró hondo.
—¿Ah, sí?
Y entonces se inclinó, recogió la espada de madera del suelo, giró sobre sí mismo y se colocó en posición. Su agarre no era el más correcto, pero tenía firmeza. Y eso era lo que necesitaba.
—Entonces déjenme mostrarles qué tan “igual” soy —dijo en tono neutral.
Los niños se tensaron. Ya no era el mismo que al principio.
Li Tian avanzó. No con velocidad, sino con seguridad. Levantó la espada y comenzó a atacar uno por uno, no con violencia desenfrenada, sino con intención clara: practicar. Cada golpe era medido. Cada estocada era un intento de recordar lo que había estudiado, lo que había leído, lo que había intuido.
No era una pelea por odio. Era una clase en movimiento.
Li Kong intentó detenerlo, pero Li Tian le desarmó con un barrido. Li Yu intentó ayudar, pero fue derribado con una combinación de movimientos torpes pero efectivos. Para cuando terminaron, los cuatro habían sido superados. Estaban agotados, sentados o de rodillas, sin ganas de seguir. Li Tian, en cambio, seguía en pie, con la respiración pesada y las manos marcadas por el esfuerzo.
—Gracias por ayudarme a entrenar —dijo, girando la espada una última vez antes de dejarla en el soporte.
No lo dijo con burla. Ni con soberbia.
Solo estaba diciendo la verdad.
Los otros niños no respondieron. Se retiraron en silencio, derrotados no solo por la diferencia de cultivo, sino por la frialdad calculada del niño al que habían querido humillar.
Li Tian se sentó en una piedra cercana. Miró sus manos. Estaban moradas, adoloridas, pero más firmes.
Ese entrenamiento le había enseñado más que cualquier manual.
Mientras observaba el campo vacío, murmuró:
—Poco a poco. Paso a paso.Voy a superar a todos. Incluso… a él.