Después de hablar con Yuan'er, Li Li descendió del tejado con la misma precisión silenciosa con la que había subido. Sus movimientos eran limpios, calculados, de quien había pasado años perfeccionando cada paso. Su túnica onduló suavemente en el aire mientras sus pies tocaban el suelo del patio interior.
Detrás de ella, Li Tian bajó con cuidado, y luego Yuan'er, que imitó sus movimientos como pudo, torpemente, pero con una determinación que Li Li notó sin mirar.
Una vez en el piso, Li Li se giró para mirar a su sobrino.
Sus ojos, aunque serenos, tenían esa chispa de mando que nunca desaparecía.
—Pequeño Tian —dijo, en tono directo pero tranquilo—, quédate con la niña un rato mientras hago los arreglos para que se convierta en discípula del Clan Li.
Li Tian admitió no tener ninguna duda al respecto.
—Está bien, tía.
Yuan'er se quedó cerca de él, sin saber muy bien si debía hablar o quedarse en silencio. Su mirada se movía entre los jardines y las columnas del edificio como si aún no pudiera creer que estaba allí… como si temiera que en cualquier momento todo desapareciera.
Li Li no dijo más.
Se dio la vuelta con determinación y comenzó a caminar por el sendero empedrado que conducía al centro administrativo del clan. Su andar era firme, cada paso igual de seguro que el anterior. No tenía dudas. Ya había tomado una decisión.
Mientras se alejaba, Li Tian miró a Yuan'er.
—No te preocupes —le dijo con una leve sonrisa—. Si ella lo dijo, lo cumplirá.
Yuan'er solo avanzando, bajando la mirada con una expresión de mezcla entre alivio, nervios y una felicidad tan nueva que aún no sabía cómo mostrarla.
Li Li avanzó por los corredores del clan sin detenerse.
El sol brillaba con fuerza sobre los tejados de teja azul. A su alrededor, discípulos de diferentes edades se entrenaban en los patios, cultivaban bajo la guía de instructores o caminaban con tareas en las manos. Algunos la saludaban con respeto al pasar. Otros se apartaban sin necesidad de palabras.
Ella era conocida.
Y no solo como una tía protectora.
Li Li era una de las espadas del clan. Rápidamente en juicio. Clara en sus decisiones. Y aunque no hablaba mucho, todos sabían que, cuando lo hacía, sus palabras no caían en vacío.
No tardó en llegar a la estructura lateral donde se manejaban los aviones internos del Clan Li: registro, control de discípulos, organización de torneos, listas de méritos.
Un edificio austero, de paredes sobrias y decorado apenas con los símbolos del clan grabados en piedra. Allí, en una sala poco adornada pero siempre ordenada, se encontró la persona que necesitaba ver.
El anciano de reclutamiento.
Li Ku.
Al ingresar, Li Li empujó la puerta de madera con suavidad y entró.
La sala estaba tranquila.
Una ventana dejaba pasar la luz de la mañana que caía sobre una mesa larga cubierta de documentos. Estanterías de madera vieja alineaban las paredes, llenas de pergaminos, fichas, manuales de evaluación. En el centro, sentado sobre un cojín bajo, estaba él.
El anciano Li Ku.
Su barba blanca caía hasta el pecho en mechones cuidados. Su túnica azul oscuro, aunque sencilla, estaba perfectamente ordenada. Tenía el ceño ligeramente fruncido, y una mirada cansada detrás de los ojos entrecerrados.
Parecía aburrido.
Muy aburrido.
Con una mano sostenía un pergamino, y con la otra lo deslizaba lentamente sobre la mesa mientras murmuraba en voz baja.
—Catorce años… afinidad con madera… nivel de talento, inferior… otro más para el jardín…
Levantó una ceja sin emoción, tomó otro pergamino, lo abrió, y repitió el mismo gesto con exactitud milimétrica. Era como ver a alguien haciendo una tarea que conocía demasiado bien y que hacía por pura obligación, sin entusiasmo alguno.
Li Li se quedó de pie unos segundos, observando.
No porque dudara, sino porque sabía que al anciano no le gustaba que lo interrumpieran sin motivo. Pero este... era uno.
Uno importante.
Cuando por fin Li Ku notó su presencia, alzó ligeramente la cabeza.
Cuando por fin Li Ku notó su presencia, alzó ligeramente la cabeza.
Al verla de pie en la entrada, su expresión se relajó apenas. Los pliegues de su rostro, curtido por los años y la rutina, se suavizaron como si algo de curiosidad despertara en él.
—Pequeña Li —dijo con una sonrisa apenas perceptible—. ¿Para qué vienes?
El tono era familiar, casi burlón. No lo dije con desprecio, pero tampoco con respeto completo. Era como si no pudiera evitar verla todavía como aquella joven de años atrás, la misma que había provocado murmullos cuando regresó al clan acompañada de un niño que no era suyo.
La misma que, en su momento, fue objeto de rechazo.
Li Li frunció los labios apenas.
Ese apodo… “pequeña Li”. Solía significar poco más que una etiqueta condescendiente, una forma amable de subestimar. Y en boca de Li Ku, venía con un recuerdo amargo. Porque ella no había olvidado cómo ese anciano había fomentado las opiniones conservadoras dentro del clan.
Cuando regresó con Ling Tian, muchos dudaron, pero Li Ku no solo dudó: había promovido que no se le reconociera. Solo la presión de los mayores de la rama principal evitó que aquello pasara a más.
Y más tarde, cuando Li Tian cuando sucedió la muerte de Li Yue, fue también Li Ku quien permitió que los demás discípulos lo marginaran al principio… hasta que se anunció oficialmente que ella era su madre adoptiva.
Solo entonces el trato hacia él cambió.
Solo entonces.
Todo eso pasaba por la mente de Li Li en un instante. No lo dijo. No lo mostré. Pero apretó la mandíbula con disimulo y se adelantó un paso, sin perder la postura ni la compostura.
—Anciano Ku —dijo, con el tono justo de respeto que exigía la jerarquía, pero con la firmeza de quien ya no se deja tratar como aprendiz—. He venido para registrar un discípulo nuevo.
Li Ku alzó una ceja con aparente desinterés, aunque en sus ojos se encendió una chispa de curiosidad real. Se inclinó hacia un costado y sacó de una pila un archivo de madera laqueada, decorado con el símbolo del clan en su tapa. Era el registro de nuevos discípulos.
—¿Un discípulo nuevo? —murmuró mientras lo abría—. Vaya, vaya… ¿Quién podrá llamar la atención de la pequeña Li?
Su voz estaba teñida de esa ironía sutil que usaba como escudo. No esperaba una respuesta. Esperaba provocar.
Pero Li Li no cayó en el juego.
Simplemente entrecerró los ojos y respondió con calma:
—Creo que es mejor darte los datos, nada más.
Li Ku alzó la mirada, y por un momento sus ojos se encontraron. No hubo enfrentamiento abierto, pero sí una pausa tensa, como si bajo esa frase tan sencilla se cruzaran muchos años de historia no hablada.
El anciano carraspeó suavemente, dejando de lado la provocación. Sabía cuándo no valía la pena empujar.
—Bien, bien —dijo, bajando la mirada de nuevo al pergamino y mojando el pincel en tinta fresca—. Entonces diez centavos. Nombre, edad, lugar de origen, y si posee alguna afinidad espiritual conocida.
Li Li tomó asiento frente a la mesa, con la espalda recta y las manos sobre las rodillas. Cada uno de sus movimientos hablaba de disciplina, de control, pero también de autoridad. Ya no era una joven guerrera. Era una figura con peso propio dentro del clan.
—Nombre: Yuan’er.—Edad: cinco años.—Trasfondo: era una niña de la calle.
Li Li dijo los datos sin rodeos, sin dramatismo, pero con esa firmeza templada que venía de años de cultivar más que energía: carácter. Cada palabra caía como una ficha que encajaba en su sitio.
Al otro lado de la mesa, el anciano Li Ku detuvo su pincel por un segundo. Sus cejas blancas se arquearon levemente mientras volvía a mirar a Li Li por encima del marco de pergaminos y documentos.
No lo decía, pero algo en sus ojos revelaba sorpresa.
Una niña sin apellido, sin familia, sin cultivo… y aún así, había logrado llamar la atención de alguien como Li Li.
El anciano se apoyó en el respaldo del asiento, entrelazando los dedos. El leve suspiro que soltó no era de molestia, sino de curiosidad.
—Hmph… —masculló—. Vaya historia.
No preguntó más, pero su mirada vagó brevemente por la sala, como si imaginara la escena de aquella niña entre los discípulos ya formados. Aunque su rostro mantenía su semblante cansado, sus pensamientos se aceleraban.
Li Li lo observaba en silencio. Sabía que él no hablaría hasta haber sopesado bien todo. Pero también lo conocía lo suficiente como para detectar cuando algo genuinamente le llamaba la atención.
Ese era uno de esos casos.
Finalmente, la mujer extendió una mano con palmada seca sobre la mesa.
—Dame el uniforme —dijo con voz clara—. Y dime dónde vivirá.
Li Ku parpadeó, saliendo de su breve trance. Con gesto mecánico, abrió uno de los compartimientos laterales del escritorio y sacó una túnica sencilla de discípulo externo, enrollada cuidadosamente y marcada con el símbolo del Clan Li bordado en el pecho.
Era una prenda pequeña, hecha para los más jóvenes. Blanca, con bordes grises y un cinturón delgado. Un símbolo de pertenencia. De inicio.
La dejó sobre la mesa con cuidado, pero no la entregó todavía.
Mientras hablaba, comenzó a buscar otro pergamino, esta vez de asignaciones internas.
—Sobre su residencia… ese es un problema más complejo —dijo con voz lenta—. Es difícil encontrar una casa adecuada para una niña de cinco años. Generalmente se asigna un pabellón compartido con otros de su edad, pero en su caso…
Se detuvo a mitad de frase. Su mirada pasó del papel al rostro de Li Li, evaluando. Su tono cambió ligeramente, con una nota apenas perceptible de intención.
—Creo que sería mejor que alguien la cuide directamente. Que te pare—
—Claro —lo interrumpió Li Li sin levantar la voz—. Yo la cuido.
Li Ku se quedó en silencio.
Ni siquiera pudo terminar la frase. Y en cierto modo, ya lo sabía. Solo estaba esperando oírlo directamente de ella.
Por dentro, la decisión le provocaba una mezcla extraña. No era desaprobación… era algo más agrio. Como si el hecho de que Li Li volviera a adoptar a una niña sin pasado le removiera recuerdos antiguos, juicios viejos que se resistían a desaparecer.
Apretó los labios y, con lentitud, deslizó el uniforme hacia ella.
Li Li lo tomó y se levantó sin necesidad de más palabras.
La transacción estaba cerrada. El registro sería completado. Yuan’er, la niña de la calle, ahora tenía un nombre en los archivos del Clan Li.
Pero justo cuando Li Li se giraba para marcharse, el anciano la miró.
No dijo nada.
Solo la observó.
Fríamente.
Como si intentara leer más allá de lo visible. Como si todavía dudara de sus decisiones, como si cada paso que Li Li daba fuera una hoja que él no podía evitar querer revisar, corregir, volver a clasificar.
Ella no lo ignoró, pero tampoco le devolvió la mirada.
Simplemente salió.
Y el leve sonido de sus pasos desapareció por el pasillo, dejando al anciano en su sala, con la ventana abierta y el aire moviendo apenas los bordes de los pergaminos aún sin revisar.
Li Ku no suspiró.
No dijo una sola palabra más.
Solo volvió a su mesa, tomó el pincel con lentitud, y escribió la última línea del registro:
“Asignada al cuidado de Li Li. Pendiente de evaluación de discípulo
Y mientras la tinta aún se secaba, sus ojos seguían clavados en la puerta por donde ella se había ido.