EL SUFRIMIENTO DE LI LI

El aire dentro de la habitación era tranquilo. Un rayo de luz se colaba por la ventana, acariciando suavemente los objetos sobre el suelo: una pequeña bolsa de tela, un par de túnicas dobladas, una caja con hierbas secas… y los pies de dos niños que se movían con paso apurado.

Li Tian y Yuan’er, arrodillados sobre las esteras del suelo, organizaban sus cosas con entusiasmo contenido. A pesar de que estaban por abandonar la casa que les había dado refugio, lo que les esperaba era emocionante: la residencia del líder del Clan Li, Li Shen, y una nueva etapa como discípulos reconocidos.

Yuan’er doblaba cuidadosamente su ropa —poca, pero ahora limpia y suya— mientras Li Tian revisaba algunos rollos con técnicas básicas que le habían prestado en los últimos meses. Ambos se movían con fluidez, como si empacar no fuera una despedida, sino una preparación para una aventura.

Fue entonces cuando una sombra cruzó la puerta abierta.

Ling Tian.

Con el ceño fruncido, se detuvo en el umbral y los miró con curiosidad mal disimulada.

—Oye —preguntó, cruzando los brazos—. ¿Qué están haciendo?

Li Tian alzó la vista, sorprendido. No esperaba que Ling Tian apareciera justo en ese momento. Pero entonces, como si un recuerdo lo golpeara de pronto, su mirada se endureció un poco.

Ah, cierto… pensó. Tengo que hacer que me odie.

Se incorporó con una sonrisa helada, dejando de lado la ropa que estaba doblando.

—Nos vamos —dijo simplemente—. Con el líder del clan.

Ling Tian parpadeó.

—¿Qué?

—Sí. Yuan’er y yo viviremos en su residencia a partir de hoy —añadió con aparente orgullo, pero en su interior no había arrogancia, sino cálculo.

Ling Tian no respondió de inmediato. Su expresión no era de sorpresa, sino de desagrado. Bajó la mirada y apretó los puños. La envidia ya era una vieja conocida en su corazón, pero esto… esto era más. Era desplazamiento.

Y entonces, justo cuando parecía que el silencio reinaría entre ambos, Li Tian habló otra vez.

Con una sonrisa amplia, y un tono casual que helaba los huesos, preguntó:

—Hermano Ling… ¿quieres saber un secreto?

La forma en que lo dijo era casi juguetona, como si compartiera una travesura. Pero sus ojos decían otra cosa. Sus ojos sabían que esas palabras iban a herir.

Ling Tian frunció aún más el ceño. Algo en su interior gritó que no debía escuchar eso. Pero su orgullo lo forzó a asentir.

—…Dilo.

Li Tian se acercó un poco. Bajó la voz. Se aseguró de que Yuan’er no estuviera prestando atención.

Y entonces, como si lanzara una piedra en el agua quieta, dejó caer la verdad:

—Tu padre, Ling Chen, ese mortal… está muerto.

Una pausa. Un segundo. Un respiro.

—Mi madre lo asesinó.

El mundo de Ling Tian se detuvo. Sus piernas temblaron. Su boca se entreabrió, pero no salió ninguna palabra. Solo un jadeo ahogado.

—¿Qué…? —susurró, sin creérselo.

Li Tian lo observaba. Su sonrisa se había borrado. No había gozo en su rostro, pero tampoco arrepentimiento.

—Lo merecía —agregó con frialdad.

Las palabras fueron como puñales.

Ling Tian no dijo nada más. Sus ojos se abrieron como si algo se hubiera roto en su interior. Lágrimas comenzaron a formarse rápidamente, brillando bajo la luz de la tarde.

Sin decir palabra, se dio la vuelta y corrió.

Sus pasos resonaban por el pasillo de madera. Golpeaban con fuerza, no por velocidad, sino por desesperación. Como si huyera de un monstruo invisible.

Li Tian no lo siguió.

Yuan’er se había girado al escuchar los pasos, pero no entendía qué había pasado.

—¿Qué fue eso? —preguntó, preocupada.

Li Tian no respondió. Se sentó otra vez, con el rostro inexpresivo, y retomó su tarea.

En su interior, sabía que lo que había hecho era cruel. Pero también sabía que era necesario.

Que me odie ahora. Que me odie con fuerza. Así estará preparado para lo que venga.

En el fondo, le dolía. Pero como todo en el camino del cultivador… las emociones eran un lujo que a veces había que sacrificar.

Y en otra habitación, detrás de una puerta cerrada, Ling Tian lloraba con el rostro enterrado en su futón. El niño que soñaba con alcanzar a su madre… acababa de perder a su padre. Y lo peor de todo: se había enterado por su rival.

En su pecho, la tristeza se mezclaba con rabia, con humillación, con impotencia.

Y en algún lugar profundo de su alma… algo empezó a cambiar.

El sol se filtraba por las celosías de madera de la sala principal, tiñendo el suelo con sombras rectangulares que se alargaban como dedos silenciosos. El ambiente era tranquilo, casi solemne, como si la casa misma supiera que algo importante estaba a punto de ser dicho.

Li Tian, ya con su pequeña mochila de viaje al hombro, entró a la estancia con pasos decididos. Dentro, sentados frente a una pequeña mesa de madera negra, se encontraban Li Li y Li Shen, compartiendo té y palabras en voz baja. Cuando lo vieron llegar, ambos interrumpieron su conversación.

Li Tian no hizo una reverencia formal, pero sí inclinó la cabeza con respeto.

—Tía Li… —dijo, con una voz más grave de lo habitual—. Recordé algo. Algo que me dijo aquella persona, la que me reveló lo de mi madre... antes de morir.

Li Li alzó una ceja con leve confusión. Li Shen, a su lado, ladeó ligeramente la cabeza, interesado. Ambos sabían que aquel encuentro —el que le había dado a Li Tian la última pista sobre Li Yue, su madre biológica— había sido decisivo, aunque no conocían todos los detalles.

—¿Qué fue, pequeño Li? —preguntó Li Li, con suavidad.

Li Tian bajó un poco la mirada, como si sopesara las palabras.

—Esa persona… antes de morir me habló de algo más. Algo que no entendí entonces, pero ahora creo que tiene sentido.

Li Li frunció el ceño.

Li Shen entrelazó los dedos sobre la mesa, en silencio.

Li Tian alzó la vista, con firmeza:

—Me dijo… que mi madre asesinó a un tal Ling Chen… y a toda su aldea.

El silencio que cayó fue inmediato. Denso. Como si el aire se hubiese vuelto de piedra.

Li Li dejó caer su taza.

El sonido del cerámico rompiéndose fue agudo, pero ni siquiera lo miró.

Sus ojos, en cambio, se clavaron en Li Tian con un temblor apenas perceptible. Su respiración se volvió errática. Por un instante, parecía que sus labios intentaban decir algo, pero no podía.

—Eso… —murmuró en voz baja, quebrada—. Eso no puede ser cierto…

Pero al decirlo, bajó la cabeza.

Y supo que sí lo era.

La “persona moribunda” de la que hablaba Li Tian era un invento. Una figura creada solo para dar credibilidad a sus palabras. Pero Li Li no lo sabía, y en su corazón, ese nombre —Ling Chen— le resonaba con un eco antiguo.

Un eco que había intentado sepultar durante años.

—Ling Chen… —repitió ella, como si el nombre la quemara.

Li Shen, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, giró lentamente la cabeza hacia ella.

—¿Lo conoces?

Li Li no respondió.

Pero no hacía falta.

La forma en que sus manos temblaban, el modo en que se mordía el labio inferior, y la sombra que oscurecía sus pupilas… lo decían todo.

Li Shen frunció el ceño, pensativo.

Miró a Li Tian.

—¿Dijo algo más? —preguntó.

Li Tian negó con la cabeza.

—Solo eso. Que mi madre… Li Yue… lo asesinó. Y que fue algo personal.

Li Shen se recostó en el respaldo, procesando la información. El nombre Ling Chen no le decía nada por sí mismo. Pero entonces miró de reojo a Li Li, y su mente ató los cabos.

Ling Tian.

El niño que Li Li había traído consigo tiempo atrás. El niño silencioso, callado, que no tenía linaje claro… hasta ahora.

Li Shen alzó una ceja.

—Ling Chen… ¿podría ser… el padre de Ling Tian?

Li Li alzó la mirada de golpe, como si ese pensamiento acabara de golpearla físicamente.

Se quedó paralizada.

No respondió.

Pero su silencio fue suficiente.

Y Li Shen lo entendió.

—Ya veo —murmuró él—. Entonces el hijo de una cultivadora demoníaca… mató al padre del hijo que ahora vive contigo.

El equilibrio se tambaleó.

Li Li se cubrió los labios con una mano, como si quisiera ahogar un sollozo. Pero no lloró. No frente a Li Shen. No frente a Li Tian.

Solo cerró los ojos.

Y por primera vez en mucho tiempo, recordó aquel nombre… Ling Chen.

Recordó la carta que nunca respondió. Las promesas que no pudo cumplir. La lealtad de un hombre que había elegido el camino justo, a pesar de ser débil. Y cómo, cuando ella regresó con Ling Tian, nunca preguntó nada sobre su origen.

Hasta hoy.

Li Tian los observaba a ambos con calma.

Sabía que sus palabras habían creado una herida.

Pero también sabía que la verdad —aunque parcial y manipulada— tenía un propósito.

Separar caminos. Evitar apegos innecesarios. Preparar el corazón de Ling Tian para lo que vendría.

No había otra manera.

Li Shen se levantó lentamente. Su figura imponente pareció llenar la sala.

—Hay cosas que deben resolverse… —dijo sin mirar a nadie—. Y si ese niño, Ling Tian, descubre la verdad…

Dejó la frase inconclusa.

Li Li se giró hacia Li Tian.

—¿Por qué lo dijiste ahora?

Li Tian bajó la mirada.

—Porque ya es tarde para seguir ocultándolo.

Li Li asintió en silencio, aunque sus ojos seguían llenos de dolor.

—Ve. Termina de alistar tus cosas —dijo al fin, en voz baja.

Y así, con pasos suaves, Li Tian salió de la sala, dejando tras de sí un silencio espeso y muchas preguntas sin respuesta.

Li Li permanecía sentada en el mismo lugar, inmóvil, con la mirada perdida. El nombre “Ling Chen” giraba en su mente como una campana rota. Dolía más de lo que esperaba. Como si un fantasma del pasado la hubiera tocado por primera vez en años… y con dedos helados.

Li Tian, que todavía no había salido de la sala, no sabía cómo reaccionar. Sus palabras habían sido duras. Calculadas. Pero no había previsto que harían llorar a Li Li. La mujer que siempre había sido su roca.

Nunca la había visto así.

Sin saber qué hacer, avanzó un par de pasos y dijo con torpeza:

—Tía Li… yo… yo pensé que sería mejor que supieras. Que fuéramos a ver…

No supo ni cómo terminar la frase. El arrepentimiento no era claro, pero la incomodidad sí. Había lanzado una verdad —una verdad parcial, manipulada—, y ahora le tocaba ver las consecuencias.

Li Shen, de pie junto a la mesa, observaba todo sin mover un músculo. Su expresión era fría, pero no indiferente. Cuando vio el estado en que se encontraba Li Li, frunció el ceño.

—Anciana Li —dijo con tono formal, marcando su autoridad como líder del clan—, no te dejes influenciar por esto. La muerte de ese tal Ling Chen debió haber ocurrido hace varios años. Según los registros, Li Yue no salió del clan durante ese periodo. No tiene sentido revivir lo que ya no puede cambiarse.

Su voz sonó como un muro de piedra, duro y sin grietas. Quizás era su manera de ayudar. O tal vez solo quería cerrar el tema rápidamente.

En un rincón, Yuan’er observaba en silencio, de pie cerca del umbral de la sala. Ella no entendía nada de lo que se hablaba. No conocía a Ling Chen, ni la historia de Li Yue, ni qué tenía que ver Ling Tian con todo esto. Pero podía sentirlo: el ambiente estaba roto.

Había dolor, resentimiento, y palabras no dichas. Un peso extraño flotaba en el aire.

Una hora pasó.

Una hora entera.

Li Tian se quedó sentado, sin hablar. Yuan’er no se movió. Y Li Li… lloró. No con llanto escandaloso, sino con ese llanto callado que solo conocen los adultos. Uno que se traga con la garganta cerrada, que arde en los ojos pero se reprime con el orgullo.

Hasta que al fin, Li Li se limpió el rostro con una manga, respiró hondo y levantó la cabeza.

—Ya estoy bien —dijo con una sonrisa leve—. No tienen que preocuparse.

Li Tian la miró en silencio.

Falsa, pensó.

Él había hecho muchas de esas sonrisas en su vida. Para sobrevivir. Para fingir que estaba bien cuando no lo estaba. Y ahora, esa misma máscara estaba en el rostro de la mujer que lo había criado como a un hijo.

Pero decidió no decir nada.

Solo la miró con respeto. No por lo que decía… sino por el dolor que era capaz de soportar en silencio.

Li Shen, en cambio, no notó la falsedad. Se limitó a asentir con una expresión neutral, como si realmente creyera que ella se había repuesto del todo.

Luego, se volvió hacia los niños.

—Niños. Vamos.

Su voz cortó el aire como una orden sencilla, pero definitiva.

Li Tian asintió. Se colgó la pequeña bolsa que había preparado horas antes. Yuan’er lo siguió sin protestar. Su mano temblaba un poco, aunque no sabía si era por nervios o por la energía extraña que aún flotaba en la casa.

Li Li se levantó también.

No los acompañó hasta la puerta. No los despidió con abrazos.

Solo se quedó ahí, firme, con la mirada dirigida hacia el patio interno donde tantas veces los había visto jugar, pelear, y crecer. Como si estuviera grabando esa imagen en su memoria.

—Cuídense —dijo simplemente.

Li Tian se detuvo un instante antes de cruzar el umbral.

Miró hacia atrás. La vio. Firme por fuera. Vacía por dentro.

—Gracias… por todo —dijo en voz baja.

Ella no respondió.

Y entonces, los tres partieron.

Li Shen caminaba al frente, con su túnica verde moviéndose con el viento. Li Tian y Yuan’er lo seguían, paso a paso, abandonando la casa que había sido su refugio.

El sol ya comenzaba a caer, tiñendo los caminos internos del Clan Li con luces anaranjadas y sombras alargadas. Los discípulos que se cruzaban con ellos se detenían a mirar, extrañados por el grupo inusual: el líder del clan, caminando con dos niños a su lado.

Pero nadie se atrevía a preguntar nada.

Y así, cruzaron el umbral de la sección externa y se dirigieron al corazón del clan: el lugar donde residía Li Shen, el líder, y donde el verdadero entrenamiento comenzaría.

Li Tian no miró hacia atrás.

Pero Yuan’er sí.

Y vio a Li Li, todavía en el umbral de la casa.

Todavía con esa sonrisa que dolía más que mil lágrimas.