capitulo:1 carta sin remitente.

Nunca debí abrir esa carta.

No por lo que decía —porque ni siquiera puedo decir que la entendiera— sino por lo que sentí al tocarla. Estaba tibia. Como si alguien la hubiese escrito con una urgencia nacida del miedo… o del hambre.

Vivía entonces en San Eladio, un pueblo costero al sur del país, donde la niebla llega antes que la luz y los perros no ladran por las noches. Mis días eran silenciosos. A veces el mar traía restos de naufragios, más a menudo pájaros muertos. Estaba en paz.

Hasta que llegó la carta.

No tenía sello, ni dirección clara, pero mi nombre estaba escrito con una tinta grisácea, casi líquida. La caligrafía era… errática, pero extrañamente simétrica. Como si una mano invisible guiara los trazos desde un plano más allá del entendimiento humano.

Al abrirla, descubrí líneas escritas en una lengua imposible. No era latín, ni árabe, ni griego, y sin embargo... algo en mí la reconocía. Un eco remoto se agitó en mi memoria: una tablilla rota, vista en mi juventud, durante una excavación olvidada en Anatolia.

Una tablilla que nadie más pudo traducir, y que desapareció al día siguiente, como si nunca hubiera existido.

Lo curioso —y por curioso quiero decir aterrador— es que mis manos empezaron a copiar los signos sin que yo lo notara. Como un impulso antiguo. Como si esas letras siempre hubieran estado en mis huesos, esperando ser recordadas.