Año 1795, invierno.
—Hummm… ahhh… no hay nada más satisfactorio que estirarse por la mañana…
—Umm… oye… oye, Sultán, ¿puedes quitarte de mi pecho? Quiero levantarme, ¿sabes?
El gato abrió apenas un ojo, como si midiera si realmente valía la pena moverse.
—Bueno… en realidad no quiero levantarme con este frío, pero quedé de ir a ayudar al vecino con su ganado. Después no digas que soy yo el malo.
Le di un leve empujón, lo suficiente para quitar su cuerpo cálido y perezoso de encima mío. Lo puse en la cama, y el muy desvergonzado se enroscó en la cobija como si fuera el dueño del mundo. Ni siquiera se molestó en abrir los ojos de nuevo. Dormía con la autoridad de los que saben que gobiernan en silencio.
La cocina, aunque sencilla, tenía su belleza rústica. La madera crujía bajo mis pies y una delgada línea de vapor salía de la tetera que dejé lista la noche anterior. El olor del invierno era distinto: seco, algo amargo, pero también nostálgico. Como si la nieve en sí tuviera recuerdos.
—¡Tok! ¡Tok! ¡Tok!
Golpes suaves, firmes. La voz conocida del vecino.
—¿Vecino? ¿Está en casa?
—¡Ah! ¡Sí! Disculpe, Ezequiel. Me quedé dormido, usted comprenderá… con este frío cuesta levantarse.
—No hay problema, Frank —respondió con su tono sereno de siempre—. Esperaré a que se prepare. El ganado ya está listo. Solo falta ordeñar.
—Por cierto, vecino… nunca le pregunté su nombre completo.
—Me llamo Ezequiel, y mi esposa se llama Estela.
—¡Bonitos nombres! —refuté con sinceridad—. ¿Aceptaría una taza de café y un poco de pan? Lo preparé con el trigo que me dio hace unos días.
—¿En serio? Pensé que lo habría vendido en el mercado.
—Pues no. Me pareció mejor aprovecharlo aquí en casa. Es un gesto suyo, no algo para vender.
Nos sentamos en la cocina y compartimos media hora de conversación tranquila. Hablamos del ganado, de las nevadas que se acercaban, de cómo las aves parecían haber abandonado el cielo una semana antes de lo esperado. Ezequiel comentó que Estela decía que cuando los pájaros callan demasiado tiempo, es señal de mal augurio. Yo no quise añadir nada, pero hace tres noches que tampoco escucho al búho del bosque.
Antes de irnos, pasé por la habitación. Sultán seguía en la cama, ahora envuelto completamente en una cobija que parecía haber arrastrado con sus patas. Dormía con la pata encima del cojín, como si fuese un noble descansando tras una batalla imaginaria.
—Señorito, le dejo su desayuno: filete de pescado, un pedazo de pan y agua fresca.
Porque claro, no se digna a comer pescado si no está fileteado. Entero, lo ignora como si fuera un insulto personal.
Ezequiel soltó una carcajada al ver el ritual.
—Ese gato sí que es peculiar.
—No me lo recuerde —respondí—. Pero últimamente… tengo la impresión de que ve cosas que yo no. A veces lo descubro mirando fijamente las esquinas. Y no es sueño. No está dormido. Observa… como si algo respirara allí.
Ezequiel no respondió a eso. Solo asintió con una sombra de duda en los ojos.
Salimos al corral. Las vacas estaban listas, humeando vapor por el hocico, agrupadas con paciencia. El aire tenía ese peso de la nieve próxima. Trabajamos sin hablar mucho, cada quien en lo suyo. Pero cada cierto tiempo, al mirar al horizonte, notaba algo extraño en la línea del bosque.
Una línea demasiado recta.
Un punto demasiado negro.
Pero no dije nada.
Quizá era solo el invierno jugando con mis ojos.
O quizá no...