MEMORIAS DE HIELO I

La nieve aún se deslizaba de los pliegues del hanbok de Yi Hwan cuando los eunucos lo escoltaron de vuelta a los aposentos reales. Tenía los pies entumecidos, las mejillas encendidas por el frío y un hilo de barro seco trepando por el dobladillo. Pero su paso era firme. Como si no supiera que la reina consorte ya lo esperaba.

Las puertas se cerraron tras él con un golpe sordo. El silencio era una amenaza más pesada que cualquier castigo.

Su madre estaba de pie, de espaldas, contemplando el brasero humeante. Su silueta era elegante, rígida como la porcelana. El calor apenas domaba el hielo que había en la habitación.

—¿Crees que el mundo te va a perdonar solo por ser el príncipe heredero? —su voz se alzó, sin necesidad de elevarse—. ¿Crees que puedes cruzar las murallas del Palacio como si fueras un niño vulgar cualquiera?

Yi Hwan bajó la mirada, pero no respondió. Sus pequeñas manos se aferraron al dobladillo de su túnica, apretando el borde con terquedad.

—Fuiste visto cerca del mercado —continuó ella, girando por fin. Su rostro, hermoso e impenetrable, estaba surcado por la tensión—. Un paso en falso y alguien podría haberse acercado demasiado. Podrían haber intentado asesinarte. Alguien podría haber visto el ojo blanco. ¿Eso es lo que deseas? ¿Que todo Baekjoseon te vea como una aberración?

El niño tragó saliva. Su voz tembló, pero no se quebró.

—Solo quería ver los patos en el hielo.

—¿Los patos? —repitió la reina con un deje de incredulidad amarga—. ¿Tú, el heredero del trono, arriesgas la vida por unos animales insignificantes?

—Nadie me reconoció.

Eso la hizo callar. Por un momento, la dureza de su expresión titubeó. Luego se acercó, paso a paso, hasta arrodillarse frente a él. Tomó su rostro entre las manos. Su tacto era cálido, pero sus ojos… eran un invierno que no perdonaba.

—Escúchame bien, Yi Hwan —susurró, y por fin usó su nombre—. No te odio. No te maldigo por lo que eres. Pero el mundo sí lo hará. No entienden lo que cargas. No ven a un niño. Ven una grieta en el cielo. Y tú… tú no puedes darte el lujo de ser débil. No puedes permitir que te vean como un príncipe blando.

Yi Hwan asintió, los ojos brillando. Un hilo de lágrimas amenazaba con traicionarlo.

La reina suspiró, y por un instante, el hielo se resquebrajó. Lo atrajo hacia sí y lo rodeó con los brazos, en un abrazo que olía a polvo de arroz y madera vieja. Sus manos acariciaron el cabello oscuro de su hijo, aún húmedo por la nieve.

—Eres muy importante, seja —susurró, solo para él—. Por eso debo enseñarte a sobrevivir. Aunque me odies por ello.

El niño no respondió. Pero apretó su rostro contra su pecho, sintiendo el ritmo lento y contenido de un corazón que, aunque duro, latía por él.

Entonces, la reina se irguió, su rostro había vuelto a endurecerse.

—Cámbiate —dijo, con voz baja pero firme—. Nos están esperando.

Yi Hwan levantó la cabeza, confuso.

—¿A dónde vamos?

Ella no respondió de inmediato. Se giró hacia la ventana cubierta de escarcha. Afuera, el blanco cubría hasta donde alcanzaba la vista.

—Hay alguien que quiere verte. —Sus palabras salieron con un dejo seco, como si pesaran—. No le gusta esperar. Y tú ya has hecho que este encuentre se prolongue lo suficiente.

Yi Hwan sintió la presión de una expectativa que no comprendía. Se llevó instintivamente una mano al parche que cubría su ojo izquierdo, como si eso bastara para protegerlo.

—¿Quién es?

Su madre no respondió. Solo se volvió hacia él, con esa mirada que siempre decía más que sus palabras.

—Ponte algo digno. Y no olvides esto —dijo, acariciando con rapidez el borde del parche, sin tocarlo del todo—. Aún hay quienes creen que eres frágil. No les des razones para recordarlo. Ella aún tiene influencia sobre esta nación.

La reina consorte se giró hacia la puerta, y mientras salía, su silueta volvió a fundirse con las sombras del pasillo.

Yi Hwan permaneció un momento más en sus aposentos, el pecho aún tibio por el abrazo de su madre, pero con la espalda encorvada por el peso de una visita que se había aplazado más que la misma primavera.

El brasero crepitó detrás de él. En su interior, la llama titilaba… como si también dudara de sí misma.