6: LA ASCENSIÓN DEL PRÍNCIPE DE INVIERNO

Baekjoseon, Año del Tigre, Decimonoveno invierno

 

"Una flor que florece en la corte es una flor destinada a morir."

—Pensamientos del príncipe heredero Yi Hwan

 

La bruma matinal colgaba como un velo de muerte sobre los techos curvos del Palacio de la Corte de Hielo. Era como si la tierra misma se negara a despertar. Los jardineros se deslizaban entre los arbustos congelados, sus pies amortiguados por la escarcha, mientras las grullas blancas dormitaban al borde de los estanques silenciosos. Otros apartaban la nieve de los caminos serpenteantes del complejo real. Solo el sonido lejano de los tambores reales rompía, a intervalos, el recogimiento de la mañana.

En el corazón del reino helado, abrazado por un cielo triste, el Salón del Trono, resplandecía tenuemente bajo la luz de los faroles de papel, sus columnas talladas en forma de dragones ascendentes teñidas por la sombra. Los pebeteros ardían con incienso de pino y mirra, enviando hilos aromáticos hacia el techo que crujía.

Los miembros del Consejo de Ministros se encontraban ya reunidos, vestidos con sus túnicas ceremoniales.

En el centro se alzaba el Ministro Jang, cabeza de los Noron, rostro pétreo, mirada que escondía ambición detrás de un barniz de virtud. A su derecha, el Ministro de Guerra, Han, de brazos cruzados, con la compostura militar de quien ve en cada gesto del monarca una jugada de estrategia. Más alejado, silencioso y severo, el Ministro de Ritos, Seo Gyeom, con los labios fruncidos por una tensión que se adivinaba más personal que política. Y entre ellos, como si fueran raíces enredadas del mismo árbol, los demás clanes y consejeros: Soron, Nam-in, antiguos aliados de la corte interior, rivales de sangre y de ideas.

Todos aguardaban.

Y entonces, como un corte en la tela del tiempo, las grandes puertas del salón se abrieron con un crujido.

Yi Hwan apareció, flanqueado por dos eunucos vestidos de blanco inmaculado. Su silueta se recortaba entre la niebla aún posada en los jardines. Iba cubierto con el gonryongpo, la túnica real púrpura de los herederos, bordada con un dragón dorado que ascendía por el pecho como símbolo de legitimidad. Pero lo que más impresionaba no era el atuendo ni su porte firme, sino la máscara de plata que cubría su rostro, una presencia muda y poderosa.

Solo sus ojos estaban visibles, uno blanco y otro negro.

Caminó con paso firme hasta el pie de los escalones del trono. No necesitaba anunciar su presencia; el silencio lo había hecho por él.

El Canciller del Reino, el más anciano de todos, con la voz temblorosa por la edad y no por el miedo, se adelantó con un pergamino de papel de arroz, cerrado con el sello imperial.

—Por mandato celestial, y por el último deseo del rey Yi Gyeong, hoy será entronizado su primogénito y legítimo heredero, el Príncipe Yi Hwan, como vigésimo sexto monarca de Baekjoseon.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, como si esperaran el asentimiento de los presentes. Pero lo que llegó fue una pausa larga y pesada. Ningún ministro habló. Ninguno avanzó.

Yi Hwan rompió el silencio con una voz grave, limpia, como el primer chasquido de un sable desenvainado.

—¿Hay algún hombre aquí que desee hablar en contra del deseo de mi padre?

El Ministro Im, de Justicia, dio un paso hacia adelante. Delgado, pálido, de labios finos como líneas de cuchilla desgastada.

Jeonha, el Consejo aún lamenta la premura de esta transición. No se han respondido todas las preguntas sobre la muerte del rey. El pueblo necesita certezas, no solo ceremonias. El invierno aún no…

—¿Está insinuando que la muerte de mi padre fue antinatural?

—No lo afirmo —respondió con fingida humildad—. Solo repito lo que se murmura incluso en los patios del mercado.

Una mueca invisible recorrió los labios bajo la máscara de Yi Hwan.

—La corte se ha llenado de murmuradores. Pero un reino no se gobierna con rumores, sino con voluntad.

El Ministro Jang avanzó entonces, su tono más sutil, más peligroso.

—Algunos clanes creen que una regencia temporal sería prudente. Que su majestad, tras una larga ausencia en el norte, podría encontrar útil el consejo de hombres con más... experiencia.

El joven rey lo miró.

—¿Sugiere que no estoy listo para sentarme en el trono? ¿Qué ser ciego de un ojo es también símbolo de mi debilidad?

Un murmullo se alzó como una ola apagada. Yi Hwan alzó una mano, y el silencio volvió.

—Llevo esta máscara por las heridas del pasado, no por vergüenza. Y soy el hijo del rey. Pero si alguno de ustedes cree que puede alzarse por encima de mí... que lo diga aquí. Ahora. Frente a los ojos del cielo y los nombres de nuestros ancestros.

Una ráfaga de viento fría sacudió a los presentes.

Todos callaron.

Yi Hwan subió los tres escalones. Con movimientos lentos, colocó ambas manos sobre los brazos del trono, en los extremos del dragón imperial tallado.

—Baekjoseon no necesita más sombras. Necesita firmeza. Y justicia.

Se sentó. El sonido del roce de su túnica contra el trono fue casi ceremonial.

Los ministros, uno por uno, se arrodillaron. Algunos con rencor disfrazado de obediencia, otros con resignación, muy pocos con verdadera fe.

—¡Larga vida a Su Majestad, el Rey Yi Hwan de Baekjoseon!

Al unísono, todos rindieron sus respetos.

Los tambores golpearon una vez más. Las grullas en los jardines alzaron el vuelo.

Desde un corredor exterior, a la sombra de una columna, Seo Jisoo, el hijo del Ministro de Ritos, observaba con atención.

Ahí estaba el niño que conoció, años atrás. Aquel que cuyas manos estaban empapadas de sangre. Aquel que, incluso entonces, llevaba una mirada solitaria.

Y ahora era rey.

Jisoo no dijo nada. Pero una punzada de emoción cruzó su pecho, como una herida vieja que vuelve a doler.

En el salón, la ceremonia continuaba.

Pero en los márgenes del poder, los hilos del destino comenzaban a tensarse.

Los corredores del Palacio de hielo, posterior a la celebración, estaban llenos de un silencio peligroso. No era la calma de la reverencia, sino la contención de un enjambre que se prepara para moverse bajo la tierra.

La reina consorte se recluía en sus aposentos, rodeada de sus damas y confidentes, tejiendo una red de alianzas invisibles a través de recados y miradas. Los eunucos no hablaban. Las concubinas caminaban con los ojos bajos. Y en las salas del Consejo, los ministros se reunían en grupos discretos, intercambiando palabras que jamás se dirían en voz alta en presencia del nuevo rey.

Porque ahora, en ese trono de oro, había un hombre joven. Y joven no significaba ciego.

 

Esa misma tarde, en el ala oeste del complejo real, Yun Min, la madre del recién nombrado rey, escuchaba sin pestañear los informes de sus damas de cámara. Un mensaje tras otro. Un ministro que había evitado saludar al rey. Un documento que se había retrasado en firmar. Un guardia real cambiado sin explicación.

—El Consejo ya se mueve —dijo una de sus damas, con voz grave—. Y los clanes Soron del sur se han reunido en la casa de la tía del Ministro Jang.

Yun Min bebió un sorbo de té.

—A los dragones les gusta nadar en agua estancada —murmuró—. Hay que remover el estanque un poco. Muy pronto.

Sus ojos, oscuros e impenetrables, se volvieron hacia el biombo abierto que mostraba la silueta del trono imperial.

—Mi hijo aún no lo sabe, pero este reino se sostiene con veneno y flor de loto escarchada. Si no lo aprende pronto... será devorado.