Noche De Invasión

Esta es la historia de una leyenda. La leyenda de un hombre poderoso, recordado como un magnífico líder de origen humilde, que llevó gloria y prosperidad a su nación. Alguien que nunca tuvo, ni pidió, trono o corona para sí mismo; aquel que, con intelecto y valentía, unificó naciones en busca de paz y prosperidad.

O eso es lo que cuenta la leyenda, pero la realidad fue muy diferente.

Esta es la verdadera historia de un hombre poderoso, calculador, vil y despiadado, que consiguió gloria y prosperidad por ambición. Alguien que no necesitó trono ni corona para gobernar, aquel que unió naciones a base de guerra, traiciones y manipulación.

La historia de Asur Valan.

Nuestra historia comienza con una invasión, la toma de una ciudad en una noche calurosa. Entre gritos y el resonar de lanzas y espadas chocando, los habitantes cierran puertas y ventanas con la esperanza de sobrevivir a la masacre. Entre ellos, un grupo de once mujeres en una taberna, dedicadas a complacer a los hombres, rezaban por protección a "Lujuria": diosa de los placeres carnales.

—¡Eso es, niñas, imploren a la diosa por salvación! —exclamó una mujer mayor, con tono de autoridad.

—Pero, señora, ¿qué haremos si esos soldados logran entrar aquí? —preguntó una de las jóvenes.

—Pues, haremos lo mismo de todos los días —respondió la señora con firmeza—. Seremos amables y los serviremos en lo que pidan.

Todas en la sala dejaron de rezar y miraron a la señora. Algunas entendieron sus palabras, otras tenían dudas.

—Señora, ¿qué dice? —preguntó una de las más jóvenes—. Esos soldados no van a pagarnos, ¿cómo podríamos tratarlos igual que a clientes?

—El pago por servirles serán nuestras vidas —dijo la señora, dirigiéndose a todas—. Y nosotras ya hacemos eso para vivir.

Todas en la sala bajaron la cabeza, de alguna forma aliviadas al comprender que la señora tenía razón.

Durante este alboroto, en un rincón de la sala, la mujer más joven y bella, Sura, yacía erguida, abrazando a un niño mientras le susurraba para calmarlo.

—Tranquilo, todo estará bien —le repetía al oído—. Mami está aquí, tranquilo.

Esto llamó la atención de las demás, quienes empezaron a mirarla con una mezcla de lástima y tristeza.

—Oye, Sura —dijo una de las mujeres—, deja de mentirle a tu niño, ya tiene edad para saber lo que está pasando.

—Solo trato de no asustarlo —respondió ella, mientras cubría los oídos del niño.

—Él no está asustado, tú eres quien lo está —dijo otra de las mujeres.

—Por favor, déjenme —dijo Sura.

En medio de la discusión, el niño, de siete años, edad suficiente para entender que algo malo pasaba, se quitó de entre los brazos de su madre y se paró frente a ella.

—Mamá, ¿qué está pasando? —preguntó curioso.

—No pasa nada, cariño —dijo Sura, intentando cargarlo de nuevo—. Ven aquí y trata de dormir.

—No le mientas a tu niño —dijo la señora mayor, alzando la voz—. Dile lo que pasa o se lo diré yo.

Aquella madre se quedó en silencio, sin saber qué hacer, extendiendo los brazos para que su hijo volviera a sus piernas. Al ver esto, la señora mayor se dirigió al niño para explicarle.

—Escucha, niño, lo que está pasando ahí afuera se llama guerra —dijo la señora—. Es cuando la gente poderosa se pelea por más poder y los demás quedamos en medio.

—Entonces hay una pelea —dijo el niño—. Eso es todo, ya he visto gente peleando antes.

La señora lo miró, esbozó una sonrisa burlona y y le dijo: —Pero esto es diferente a ver borrachos peleando aquí —lo tomó del brazo, lo acercó a ella y le señaló la puerta—. Ahí afuera está corriendo sangre, hay personas muriendo y perdiendo partes del cuerpo; es una atrocidad que solo algunos soportan.

El niño escuchó esas palabras atentamente mientras empezaba a sentir algo. No era miedo, ni tristeza; era curiosidad.

Curiosidad por saber qué pasaba ahí afuera, curiosidad de comprobar por sí mismo si lo que le decían era verdad.

Un momento después, todas volvieron a su estado inicial, rezando y escuchando los gritos. De repente, un golpe sacudió la puerta, seguido de otro y otro, hasta que finalmente la puerta se rompió. Tras ella, un grupo de soldados entró y de inmediato, intentaron forzar a las mujeres mientras estas retrocedían con miedo a las lanzas.

—Señores, señores... no tienen por qué hacer esto —dijo la señora mayor con voz muy fuerte, pero sumisa—. Las señoritas los atenderán voluntariamente, solo por favor, bajen sus armas, que nos asustan.

Tras estas palabras, los soldados bajaron sus espadas y lanzas en completo silencio, acercándose a ser atendidos por las señoritas.

Aquella madre, Sura, se preparó para servir a los soldados por su vida y la de su pequeño, pero primero escondió a su hijo bajo una mesa cubierta por un mantel gris.

—Escucha, hijo —dijo ella mirándolo a los ojos—. No importa lo que escuches, no salgas de ahí hasta que yo venga a buscarte.

En ese momento, ella se levantó y unos cuantos soldados se le acercaron, atraídos por su exótica belleza, pues tenía piel canela, pelo rizado y ojos verdes.

—Oye, tú eres la más bonita de aquí, ¿no? —dijo uno de los soldados con mirada lujuriosa.

—Sí, esa soy yo —respondió ella con tono coqueto.

—Bien, dame servicio —ordenó él.

—Vamos a un lugar más privado —dijo ella con la intención de alejarlo de su hijo.

—¡No tengo tiempo! —exclamó el soldado, tiró todo de la mesa y subió a la mujer en ella—. Hay que hacerlo sobre la mesa.

Sura, temerosa y consciente de la situación, obedeció y se dispuso a complacer de la forma que solo una mujer de su vocación podría, evitando hacer cualquier tipo de ruido que pudiera incomodar a su hijo, que se resguardaba bajo la mesa, en posición fetal con sus brazos envolviendo sus piernas, escuchando los gemidos y blasfemias de los soldados presentes.

Y mientras la ciudad se llenaba de una niebla cegadora, unos gritos ensordecedores y un fuerte aroma a sangre y heces, las mujeres de aquella taberna recibían a más y más soldados que llegaban buscando un poco de servicio sin importarles lo cansadas que estuvieran. Así iba pasando el tiempo, con la mayoría de hombres acercándose a la mujer canela sobre la mesa, quien quedó arrinconada en ese lugar por hombres que quedaban encantados con su belleza.

Mientras ella solo esperaba que su hijo ya se hubiera dormido; no quería ni imaginar que él siguiera despierto escuchando todo. En ese momento no le importaba el dolor que sentía en sus genitales o la sangre que brotaba de ellos, solo quería resistir.

Más tarde, cuando faltaba poco para la salida del sol, todas las mujeres yacían arrojadas en el suelo, agotadas; incluso aquella mujer, Sura, quien se mantuvo consciente con los soldados para no dejar a su hijo, aún se encontraba tendida sobre la mesa mientras el último soldado se iba, dejando a la mujer inmóvil con la respiración débil.

El niño, al no oír más nada, asomó lentamente la cabeza por un lado de la mesa, observando primero a las mujeres tendidas en el suelo con la ropa rasgada y la respiración agitada.

Luego, al dar un vistazo más amplio, notó la ausencia de los soldados. Por fin, se atrevió a salir por completo de su escondite. Al incorporarse, una luz solar cegadora lo golpeó desde las puertas abiertas. Le resultó inusual, casi sorprendente, porque normalmente, un enorme establo frente a la taberna solía bloquear el sol.

Al asomarse a las puertas, se topó con una escena aún más desoladora que la de adentro: las calles estaban sembradas de cuerpos pálidos, exhalando un olor fétido, y charcos de sangre fresca manchaban el suelo. Las casas y negocios circundantes mostraban fachadas destrozadas, con humo que se elevaba de los escombros. Incluso aquel establo que solía cubrirlos del sol, ahora era apenas la mitad de lo que fue.

El niño, asombrado y movido por la curiosidad, quiso avanzar para explorar más la ciudad, pero una voz femenina lo detuvo.

—Oye, niño —gritó la señora de la taberna, mientras se esforzaba por ponerse de pie—. ¿A dónde vas?

Al verla, el niño desistió de su impulso y se acercó para ayudarla a levantarse.

—¿No me vas a contestar? —insistió la señora.

—Yo... tenía curiosidad —respondió el niño, con su mirada fija en la puerta.

La señora, extrañada por la respuesta tan tranquila y la aparente inocencia del niño, asumió que su edad era la razón de su ignorancia ante los horrores.

—Oye, escucha, niño —dijo la señora, con un suspiro pesado, clavando su mirada en la calle—. Allá afuera pasaron cosas muy malas, cosas que ya deberías comprender.

El niño la miró fijamente mientras ella le explicaba qué eran esas "cosas malas": robo, agresión, abuso y matanza. Él escuchó con atención, manteniéndose impasible ante lo que ella le decía. Desde la perspectiva de un observador, podría parecer que no comprendía la gravedad de aquellos temas, pero en su interior, él lo entendía todo. Y aunque una punzada de miedo lo asaltó, también experimentó una extraña, casi voraz, curiosidad por saber más.

Mientras, la señora terminó su explicación, esperando que el niño hubiera captado sus palabras. Luego, miró a su alrededor y les gritó a todas las mujeres que se levantaran y fueran a lavarse.

—Señora —dijo una de las mujeres con la voz ronca—. ¿Ya pasó todo, verdad?

—Sí, niñas, ya pasó todo —respondió la señora, con un tono melancólico.

Todas las mujeres sonrieron y se abrazaron unas a otras, aliviadas de haber sobrevivido.

—¡Fue la diosa! —exclamó una de ellas, posando su mano sobre la estatuilla de su deidad—. ¡Fue la diosa del sexo y los placeres, fue Lujuria, quien nos dio la fuerza para resistir a esos soldados!

Todas estuvieron de acuerdo con la afirmación y comenzaron a besar sus propias estatuillas y amuletos en agradecimiento a su diosa.

Mientras tanto, el niño visualizó a su madre aún tendida sobre la mesa y se acercó a ella lentamente, notando poco a poco su palidez.

—Mamá —dijo, y mientras la tomaba de la mano, preguntó—. ¿Sigues dormida?

Al tocarla, sintió lo helado de sus palmas y un extraño olor desagradable proveniente de ella.

—Estás fría —dijo, frotando su mano—. Y hueles muy mal.

Una de las otras mujeres notó al niño junto a su madre sobre la mesa, se acercó apresuradamente y puso su oreja sobre el pecho de la madre. Al percatarse de la terrible verdad, volteó la mirada hacia el niño y luego hacia la señora mayor, que también había percibido algo extraño, e hizo un gesto negando con la cabeza. El resto de mujeres, al ver la reacción, dejaron por un momento lo que estaban haciendo y se acercaron a la mesa con lágrimas en los ojos.

El niño, algo confundido, vio el estado de su madre sobre la mesa, similar a las personas tiradas en la calle, y recordó lo que hacía un momento le había contado la señora. Rápidamente comprendió lo que pasaba: su madre, la mujer que le dio vida, que lo abrigó, alimentó y protegió, yacía sobre una mesa con el torso desnudo, fría, maloliente y sin vida.

Sin embargo, aunque en su mente sabía la pena y el dolor que debía sentir, su cuerpo no parecía reaccionar ante esto; no hubo lágrimas, ni gestos; solo una profunda incertidumbre.