En un día soleado, una mañana de primavera, en un frondoso bosque, una gran comitiva descansaba de su viaje hacia el norte, precisamente, a la ciudad de Miles.
En ella iba el recién nombrado gobernador, Murem, primer príncipe del reino: un joven de quince años, de pelo bien recortado de un amarillo casi dorado, piel clara y ojos verdes. Iba montado sobre su caballo blanco, puro y sin imperfecciones, vestido con prendas de un gris plateado y bordados dorados a los lados. Junto a él viajaba su madre, la concubina Deibra, y su pequeña hermana Siram, dentro de su carruaje tirado por dos caballos. Ella vestía prendas color púrpura con bordados grises en el torso, a juego con la vestimenta de su hijo, y la princesa Siram llevaba un vestido a juego con el de su madre.
En la comitiva lo acompañaban sus consejeros y militares leales, cada quien llevaba a sus propias familias y sirvientes, volviendo a la comitiva en una muy numerosa.
—¡Príncipe! —llamó un soldado a caballo acercándose.
—Habla, soldado, te escucho —respondió Murem con voz serena.
—Me informaron que la ciudad está cerca —afirmó el soldado mientras bajaba la cabeza sobre su caballo—. Llegaremos antes del mediodía.
—Bien, entonces, ¡sigamos! —ordenó el príncipe—. Descansaremos cuando lleguemos.
Obedeciendo la orden, el soldado informó a la comitiva y a los sirvientes, que empezaron a amarrar los bueyes y asnos a las carretas para tirar de ellas; pronto, todos volvieron a la marcha.
Durante el camino, el príncipe se mostró inquieto, y esto fue notado por uno de sus consejeros de avanzada edad, quien se acercó a él en su caballo.
—No se sienta nervioso, príncipe —dijo aquel hombre mientras cabalgaba a la par de él—. El rey lo nombró porque confía en su prudencia y juicio; al igual que yo, sé que lo hará bien.
—Gracias por tus palabras, Ralaz —dijo el príncipe, aún con dudas—. Sé que no debe ser fácil ser mi niñero adonde vaya.
—Para mí es un honor ser su tutor, príncipe —dijo Ralaz con formalidad—. Estoy orgulloso de instruir a nuestro futuro rey.
Murem sonrió escéptico ante la declaración de Ralaz sobre ser el siguiente rey.
—Que sea el primer príncipe no me convierte en el heredero al trono —aclaró el príncipe firmemente—. Tengo seis hermanos, ¿lo olvidaste?
—No lo olvido, príncipe —respondió Ralaz, pensando qué decir a continuación—. Pero es una ley no escrita que el mayor es quien más derecho al trono posee.
—Mi padre tenía siete hermanos mayores —comentó el príncipe con seguridad—. Era uno de los que tenían menos derecho.
Ralaz intentó responder, pero el príncipe le hizo una seña para que se mantuviera en silencio. Así pasaron el resto del viaje, esperando llegar a Miles.
Mientras tanto, en la mansión de Sour, el hijo de este, Cilior, intentaba convencer a su padre de dejarlo salir a la ciudad para ver la llegada del príncipe.
—¡Déjame ir, papá, no haré nada malo! —exclamaba rogando Cilior—. Es una oportunidad única.
—No, no tienes nada que hacer ahí —le respondía Sour con tono seco.
—Pero, papá, ¿por qué no?
Sour, cansado por la insistencia de su hijo, le dio un ultimátum para que se resignara, pero como última arma, Cilior intentó convencerlo de ir a vender sus productos, un engaño que no tuvo efecto en Sour.
—¿Crees que no había pensado yo en eso? —preguntó Sour sarcásticamente—. Yo fui quien tuvo esa idea cuando me enteré de que el príncipe era el nuevo gobernador.
—¿Entonces por qué dejas que se queden con tu idea? —preguntó Cilior, aún suplicante.
—Los esclavos saben —dijo Sour—. Pregúntales.
Cilior volteó a ver a los esclavos detrás de él: Osel, Leo y Asur. Les preguntó a Osel y Leo con la mirada, pero se mostraron confundidos y ninguno respondió. Sour también vio a los esclavos, percatándose de que ellos no sabían nada.
—¡Oigan! ¿Cómo es que no saben? —preguntó Sour casi molesto—. Deberían saber esto, ¡llevan años trabajando para mí!
—Lo siento, amo, pero su mente aún es un misterio para nosotros —declaró Osel en un intento de adulación.
Sour los vio con aparente decepción y, de manera inconsciente, por un breve momento, su vista se posó sobre Asur, casi esperando algo de el niño. Asur notó la mirada de su amo sobre él y se sintió obligado a responder.
—El amo deja a los otros comerciantes competir entre sí, para que agoten su inventario —declaró Asur con seriedad—. Y cuando esos comerciantes quieran reponer los productos vendidos, vendrán a comprar aquí.
Sour esbozó una sonrisa en sus labios y miró a los otros esclavos como invitándolos a aplaudir.
—¿Cómo es esto posible? —dijo Sour con tono molesto—. Este niño, que lleva seis meses siendo mi esclavo, ¡ya aprendió de mí! Y ustedes, que llevan conmigo años, aún no saben nada.
Ambos esclavos bajaron la cabeza recibiendo el regaño, mientras Cilior no dejaba de mirar a Asur con apatía y recelo.
—Asur, tienes razón en lo que dijiste —dijo Sour con cierto orgullo—. Dejo a los demás competir porque yo igual obtendré ganancias, y de hecho ya las obtuve.
Asur entendió muy bien a lo qué se refería su amo.
—¿Mucha gente vino a la mansión últimamente, verdad? —preguntó Asur de forma capciosa.
—Veo que te diste cuenta —afirmó Sour con una sonrisa pícara—. Sí, vinieron comerciantes a llevar materiales para hacer sus productos: los que hacen prendas llevaron telas; los artesanos, herramientas; los que venden golosinas y alimentos llevaron harina, azúcar, miel, arroz y granos. El almacén está casi vacío, y ni hablar de mis villas de cultivo fuera de la ciudad.
Sour se rió a carcajadas al pensar en lo mucho que ganó con esto. Los presentes lo acompañaron con risas forzadas sin entender la gracia, pero intentando quedar bien con él; todos, a excepción de Asur, que se mantenía tranquilo observando la incómoda escena.
Una vez pasada la gracia de Sour, este volvió a hacer sus cuentas tranquilamente sobre un papiro. Eso no duró mucho, pues, en un momento, Cilior volvió a sus intentos por convencer a su padre para dejarlo ir a ver la llegada del príncipe.
—Ya te dije que no, Cilior —dijo Sour con una calma extrañamente amenazante.
Por su parte, Asur también sentía curiosidad por presenciar la llegada del príncipe, pero al ver la negativa de su amo, pensó en una forma de convencerlo.
—¿Y si vamos a ver a los clientes potenciales? —sugirió Asur.
Sour levantó la mirada de sus papiros y la dirigió hacia Asur al escuchar las palabras "clientes potenciales".
—Explícame.
—En la comitiva deben venir nobles de alta cuna —afirmó Asur con seguridad—. Esa gente no querrá comprar productos simples de cualquier comerciante, querrán productos de calidad y con garantía.
—Sugieres que ellos querrán comprar del mejor comerciante, ¡o sea, yo! —afirmó Sour, ya comprendiendo a dónde quería llegar Asur—. Pero si así fuera, ellos pueden venir a mí en cualquier momento.
Asur lo vio a los ojos, seguro de poder convencerlo.
—Pero... ¿y si son demasiados? —preguntó Asur de forma retórica—. Pueden ser muchos los que lleguen a la ciudad, y usted dijo que el almacén está casi vacío. ¿No están casi vacíos también la herrería y los talleres de tejido?
—Dices que debemos ir a comprobar cuántos clientes potenciales hay y si podremos atender a todos los que quieran mis productos —dijo Sour para sí mismo.
Sour pensó por un momento, aun sabiendo que Asur lo intentaba manipular, reconoció que había algo de lógica en su afirmación. Posteriormente, bajó la cabeza y miró a Cilior, diciéndole:
—«Así es como se convence a la gente.»—
Finalmente, Sour le dio permiso a Cilior para salir acompañado por Osel, Leo y Asur. Juntos fueron hacia la calle principal por donde pasaría el príncipe.
En la ciudad, la euforia por la inminente llegada del príncipe era palpable en el aire. La población, hábilmente convencida, creía que su llegada era un honor y una bendición. Los mismos comerciantes que inicialmente habían rechazado la idea de un gobernador tan joven se encargaron de este cambio de percepción. Influenciados por las sagaces palabras de Sour, se dedicaron a difundir la noticia del nuevo gobernador y a glorificar su llegada como una bendición de Rico, el Dios del Comercio y la Abundancia.
Mientras tanto, en una colina cercana, la comitiva del príncipe se acercaba lentamente.
—¡Su Alteza! —exclamó un soldado, volviéndose atrás.
—¿Qué ocurre, soldado?
—Uno de mis exploradores informa que hay una gran conmoción en la ciudad por su llegada —comentó el soldado, inclinando la cabeza—. Al parecer, están contentos con su arribo.
Al oír esto, el príncipe sintió un ligero alivio, pensando que los ciudadanos habían recibido bien la noticia de su nombramiento.
—Se lo dije, Su Alteza —afirmó Ralaz, detrás del príncipe—. No tenía por qué estar nervioso.
El príncipe asintió tranquilamente, percibiendo la aceptación momentánea, pero en su mente aún habitaban dudas sobre sí mismo ante su nuevo puesto.
—¡Soldado! —dijo el príncipe con voz firme—. Envía una patrulla de soldados para abrir camino entre la multitud.
—A sus órdenes, Alteza —respondió el soldado mientras se disponía a marcharse.
—Espera, soldado —ordenó el príncipe.
El soldado se detuvo y bajó la cabeza, esperando otra orden.
—Dile a tus soldados que eviten usar la violencia —ordenó tranquilamente—. Es mejor que avisen a la gente que deben moverse para que podamos pasar, ¿entendido?
—Sí, Alteza —dijo el soldado para luego marcharse.
Detrás del príncipe, Ralaz miraba con orgullo su acción.
—Una decisión inteligente, Alteza —comentó Ralaz con una sonrisa—. Es mejor evitar la violencia los primeros días.
El príncipe se volvió para mirarlo a los ojos con una mirada firme y seca.
—Prefiero evitar la violencia todo el tiempo que esté aquí —afirmó el príncipe y luego siguió cabalgando.
Ralaz se quedó en silencio e incómodo, pensando en su mala elección de palabras; recordó que al príncipe no le gustaban las insinuaciones de violencia.
Pasadas unas horas, la gente de la ciudad se aglomeró cada vez más en una de las calles principales, precisamente donde un grupo de soldados formó dos líneas para abrir un espacio en el camino.
Pronto, las primeras personas de la comitiva entraron por las puertas de la ciudad y al inicio parecía un desfile militar, pues eran escuadrones numerosos de soldados seguidos de sus oficiales. Los pobladores rápidamente empezaron a sentirse intimidados, ya que nunca habían visto un número tan grande de soldados pasear por su ciudad, y los murmullos no tardaron en aparecer:
—¡Son muchos soldados! —¿Por qué necesitan tantos aquí? —¡Asustan a los niños! —¿Van a iniciar una guerra?
Entre la multitud, el grupo de Cilior, Osel, Leo y Asur se encontraba contemplando el espectáculo en primera línea. Cilior y Leo miraban maravillados la imponente exposición del gran ejército frente a ellos, mientras Osel prestaba más atención a los comentarios bajos de los presentes y en parte uniéndose a ellos. Por su parte, Asur también observaba al ejército, pero en lugar de estar solo maravillado, analizaba cada aspecto: veía las armaduras y armas de los soldados e intentaba adivinar quién tenía mayor rango o estatus. Ni él sabía por qué, solo era un juego que su mente inconscientemente creó.
—¡El príncipe! ¡Es él! —gritó alguien entre la multitud, desencadenando de nuevo la euforia.
Desde las puertas, el príncipe llegaba en su caballo, aquel mismo caballo que lo acompañó en todo su viaje. Su altura, blancura y elegancia al caminar hacían ver a su jinete, el príncipe, como un joven imponente, culto y atractivo. Los presentes no tardaron en olvidar las preocupaciones anteriores: gritaron alabando el nombre del príncipe, hicieron llover flores y lo saludaban. El príncipe, quien aún tenía nervios, se relajó, mostró una elegante sonrisa mientras tomaba las flores que le llegaban y devolvía el saludo a todos los que podía.
A mitad de camino, Ralaz se acercó al príncipe en su propio caballo.
—Lo ve, príncipe, no tenía de qué preocuparse —le dijo con voz orgullosa.
Consciente de la verdad en estas palabras, el príncipe asintió y cambió de tema.
—Veo muchos puestos comerciales por esta calle —dijo, mirando a su alrededor—. Supongo que es por mi llegada.
Ralaz, que no sabía mucho, hizo un gesto como diciendo: "Tal vez."
—Dile a los soldados, a los funcionarios y a los sirvientes libres que sus familias pueden replegarse entre la multitud —dijo el príncipe—. Que vayan a ver la ciudad y a comprar.
—¿Cree que es prudente, Alteza? —preguntó Ralaz, dudoso.
—La gente de esta ciudad hizo esto por mí y mi comitiva —respondió el príncipe más relajado—. Y toda mi comitiva estará aquí hasta que deje de ser gobernador; deben empezar a relacionarse con los locales.
Ralaz asintió y transmitió el permiso a los soldados para que pasaran la voz. Y una vez todos enterados, varios grupos de personas, entre hombres, mujeres, ancianos, jóvenes y niños se salieron de la comitiva y empezaron a mezclarse con los locales hablando cortésmente entre ellos.
El ambiente austero y festivo era palpable en el aire, los locales y los recién llegados compartían en armonía demostrando respeto mutuo, pero en un momento, algo cambió: un murmullo bajo y confuso comenzó a extenderse como una sombra, opacando el entusiasmo. Las alabanzas se extinguieron, las sonrisas se congelaron y una quietud inusual se apoderó de la calle. Las miradas, antes puestas en el príncipe, pasaron en un suspiro a la retaguardia de su comitiva. Allí, emergiendo de la polvareda levantada por los caballos, una figura gigantesca se cernía.
No era solo un hombre alto; era una montaña de carne y músculo. Su piel, de un tono oscuro y profundo como la tierra fértil, contrastaba con una cabellera rizada y una barba tan frondosa que caía como una cascada sobre su pecho. Fácilmente superaba los dos metros y medio; su figura eclipsaba a los guardias que lo flanqueaban, hombres ya de por sí altos a quienes él hacía parecer meros niños. Un silencio cargado de asombro envolvió la plaza. Los ciudadanos no temían; sabían que este coloso venía con su gobernador. Pero aun así, una especie de temblor, casi reverencial, recorrió la multitud.
Con cada paso, el gigante parecía absorber la luz a su alrededor, proyectando una sombra que se alargaba sobre la calle. Y con cada paso, la gente se movía, un paso atrás, un instinto primal de autoprotección ante una presencia tan abrumadora. Todos retrocedían, todos menos uno.
Asur, inmóvil, observaba. Sus pequeños hombros estaban tensos, un nudo de nervios en su estómago, pero sus ojos estaban fijos en el gigante con una fascinación inquebrantable. A medida que la figura se acercaba, la escala de su tamaño se hizo aún más evidente. El aire mismo pareció vibrar con su presencia. Mientras Cilior y los dos esclavos Osel y Leo retrocedían con el temor más primitivo, Asur no sentía miedo, solo una admiración muda y profunda. Cuando el coloso pasó a escasos metros de él, Asur pudo sentir la corriente de aire que movía su ropa, ver los detalles de su intrincada armadura de cuero, con placas superpuestas y grabados de bestias, y el brillo inusual en sus ojos.
Justo en ese instante, las voces de los heraldos resonaron con una nueva fuerza, atravesando el silencio expectante:
—"¡Presentamos al Coronel Gilgag, el león del frente, el puño del rey"—
La declaración selló la impresión. El gigante, el Coronel Gilgag, había llegado.
El príncipe escuchó a los heraldos y sintió tranquilidad al darse cuenta de que el alboroto era solo por Gilgag, su amigo y maestro de combate.
—Vaya, ya llegó —dijo Ralaz, con un tono de alivio.
—¿Te preocupabas por él? —preguntó el príncipe.
—Él dijo que iría a proteger los alrededores de nuestra comitiva durante el viaje —explicó Ralaz con tranquilidad—. Tardó tanto que... creí que había problemas, Alteza.
—Pero ya está aquí —dijo el príncipe mientras miraba la reacción de los locales por Gilgag—. Y está causando revuelo.
—Sigamos nuestro camino —sugirió Ralaz—. A él no le pasará nada, Alteza.
El príncipe negó con la cabeza y sin pensarlo, dio marcha a su caballo, trotando hacia Gilgag, quien caminaba sin prestar atención a los murmullos de los ciudadanos.
—¡Llegaste, amigo! —dijo el príncipe al acercarse a Gilgag.
—¡Su Alteza! —exclamó Gilgag, con su voz grave que intimidaría a cualquiera.
El príncipe, esperando una respuesta menos formal, notó que la vasta audiencia hacía que Gilgag actuara así, además de ponerlo incómodo. No contento con esto, levantó la voz en medio de la calle, aún sobre su caballo: —«Ya les presentaron al “Coronel” Gilgag, ahora conozcan a Gilgag»—
Los presentes permanecieron en silencio, escuchando atentamente.
—Este es Gilgag: un hombre pulcro y honesto, que disfruta de la cerveza y ama las frutas más que la carne, un esposo y padre responsable —siguió gritando el príncipe—. Es mi amigo y mi maestro, ¡el hombre más leal al reino que podrán conocer!
La gente lentamente empezó a sentirse cómoda con la presencia del coloso Gilgag mientras seguían escuchando.
En sus últimas palabras, el príncipe marcó esta fecha como un momento que los habitantes iban a recordar.
—"¡Recuerden que el séptimo día del mes doce del año seiscientos siete, fue el día que conocieron en persona a Murem y Gilgag, quienes traerán justicia y gloria a la nación!"—
Los locales, absortos en las palabras levantaron sus puños en señal de apoyo y aceptación a los recién llegados, lanzando una fuerte exclamación de "Gloria".
Y mientras el príncipe recibía las aclamaciones, no sabía que, en ese momento, alguien entre el público no aclamaba, sino que lo miraba: alguien que en un futuro sería su sustento y su desgracia: Asur.