Capítulo 1: El Velado Respiro del Valle del Sereno

El sol de la mañana se derramaba sobre el Valle del Sereno, tiñendo de oro los campos de trigo que se mecían suavemente con la brisa.

No era el oro opulento de las leyendas que hablaban de reinos lejanos y tierras inalcanzables, sino el humilde y reconfortante dorado de la promesa de una buena cosecha.

El aire, denso con la vitalidad de la vida rural, olía a tierra húmeda recién volteada, al inconfundible aroma a pan fresco que se escapaba de la panadería comunal, y a la dulce fragancia de las flores silvestres que adornaban los bordes de los caminos de tierra que serpenteaban como venas por el paisaje.

En el corazón del valle, la aldea de Sereno era un mosaico de tejados de paja y madera, cada uno un testimonio de años de trabajo y comunidad.

Un riachuelo cristalino, tan puro que se podían ver las piedras del fondo, serpenteaba con una melodía constante entre las casas antes de desembocar en el viejo molino de agua, cuyas aspas giraban con una cadencia perezosa pero persistente.

Los sonidos eran los de la vida cotidiana, una sinfonía de paz:

el tintineo distante y rítmico del martillo de un herrero contra el yunque,

las risas despreocupadas de los niños jugando cerca del pozo,

y el suave murmullo de las conversaciones que flotaban desde los hogares,

llenas de las preocupaciones simples y las alegrías pequeñas de un día más.

Para Kaelen, este era el mundo entero, un santuario,

un paraíso que parecía existir al margen del tiempo,

ignorante de los cuentos de horrores y las sombras que se tejían más allá de las majestuosas y protectoras montañas que abrazaban el valle.

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Kaelen, con sus dieciocho años a cuestas y una silueta más ágil y esbelta que la de la mayoría de los jóvenes de su edad acostumbrados al trabajo pesado en el campo,

se movía con la ligereza de quien conoce cada sendero, cada recoveco y cada árbol del valle como la palma de su mano.

Su cabello de un blanco plateado, casi iridiscente, parecía capturar y reflejar cada rayo de sol, creando una aureola pálida alrededor de su cabeza.

Contrastando con este brillo, sus ojos de un profundo color amatista brillaban con una mezcla inconfundible de curiosidad infantil y un idealismo juvenil que aún no había sido puesto a prueba.

Su piel estaba ligeramente curtida por el sol, un indicio de sus horas al aire libre,

pero aún carecía de las cicatrices y las asperezas que pronto acumularía.

Vestía ropas sencillas y funcionales de tela rústica, propias de un aldeano,

con una túnica de lino color tierra y pantalones robustos,

quizás con un pañuelo de un azul tenue anudado al cuello, un regalo significativo que Lígia le había hecho el último solsticio.

Había una chispa de ingenuidad y esperanza en su porte,

una ligereza que pronto sería reemplazada por el peso aplastante del mundo,

una carga que lo doblaría hasta romperlo.

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Esa mañana, Kaelen había estado ayudando a su padre a reparar la cerca del pastizal,

una tarea monótona pero necesaria.

Sus manos, aunque hábiles, se sentían inquietas.

Su mente a menudo se desviaba, volando como una mariposa hacia el río,

hacia la orilla donde sabía que encontraría a alguien,

alguien cuya presencia era un bálsamo para su espíritu y una promesa de alegría.

La imagen de Lígia, sus risas,

la forma en que sus ojos dorados se arrugaban al sonreír,

era un imán que lo atraía más fuerte que cualquier deber.

Al terminar de clavar el último tablón, asegurando la integridad de la cerca,

Kaelen se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano

y se dirigió sin vacilar hacia la orilla del riachuelo que serpenteaba hacia el viejo puente de piedra, un lugar de encuentro favorito.

No tardó en verla.

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Sentada con las piernas cruzadas junto a la orilla,

sus pies descalzos sumergidos en el agua fresca y burbujeante,

estaba Lígia.

Su larga melena de un rojo fuego vibrante caía sobre sus hombros como una cascada escarlata,

pareciendo encenderse aún más bajo la luz del sol.

Sus ojos, de un brillante y cálido color dorado,

reflejaban el cielo azul y el verde esmeralda del valle con una pureza asombrosa.

Estaba trenzando una cesta de juncos,

sus dedos ágiles y precisos,

con una canción suave y sin palabras en sus labios,

una melodía simple pero dulce que Kaelen conocía tan bien como el latido de su propio corazón.

—¿Otra vez te escapas del trabajo, Kaelen? —bromeó Lígia sin levantar la vista de su labor,

su voz melodiosa como el murmullo del arroyo.

Pero una sonrisa ya se formaba, inconfundible, en sus labios,

una que Kaelen siempre encontraba contagiosa.

Kaelen se dejó caer a su lado sobre la hierba,

sintiendo la tierra fresca bajo él,

el aroma a agua y a hierba recién cortada llenando sus pulmones.

—El trabajo espera, Lígia. Siempre espera.

Pero no puedo decir lo mismo de la buena compañía.

Le sonrió, y una parte de él se deleitó en el ligero rubor que apareció en sus mejillas,

un sonrojo que siempre encontraba encantador.

—Además, el Maestro Elías quería verme más tarde.

Algo sobre el antiguo idioma de las estrellas, o quizás el significado de los sueños en tiempos de Luna Nueva.

Siempre tiene algo fascinante para compartir.

Lígia alzó la vista entonces,

sus ojos dorados brillando con un brillo juguetón que no dejaba de cautivar a Kaelen.

—Siempre metido en los libros, ¿eh?

Siempre con el Maestro Elías y sus viejas historias y pergaminos.

¿No te cansas de esas cosas?

Preferiría una buena aventura de verdad, con espadas y monstruos, y caballeros valientes.

—El conocimiento es su propia aventura, Lígia —respondió Kaelen.

Su mirada se perdió en el agua que fluía,

llevando consigo las hojas y pequeños insectos.

—El Maestro Elías dice que en los viejos tomos están las verdades que el mundo ha olvidado.

Que la sabiduría es nuestra mejor defensa contra la ignorancia y el miedo, que nos hace vulnerables.

Dice que entender el pasado es la única forma de construir un futuro mejor.

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Elías, el Maestro Elías, era, sin lugar a dudas,

el corazón y el alma de la pequeña comunidad de eruditos que residía en la parte más antigua y alta del valle,

cerca de las ruinas de una torre que se decía había sido un observatorio ancestral.

Con su cabello azul medianoche que caía liso

y sus ojos de un gris perla, casi etéreos,

que habían visto incontables inviernos y cosechas,

era una figura de calma inquebrantable y profunda sabiduría.

Su rostro, surcado por profundas líneas de expresión,

no eran signos de vejez, sino el testimonio silencioso de una vida vivida con compasión,

reflexión y quizás algo de pena oculta.

Sus manos, aunque ya no tan ágiles como las de un joven, eran fuertes y hábiles,

las de un hombre que había trabajado la tierra y el pergamino con igual diligencia.

Él había sido el faro moral de Kaelen,

enseñándole no solo sobre la historia antigua y las constelaciones celestes,

sino, lo que era más importante aún,

sobre la esencia de la compasión,

la inquebrantable búsqueda de la justicia

y la persistencia de la luz incluso en la más densa oscuridad.

Él creía, con una fe inquebrantable que inspiraba a todos,

en la bondad inherente del hombre

y en la capacidad de la civilización para superar la barbarie,

una creencia que el joven Kaelen había absorbido como una esponja, sin cuestionar jamás su verdad.

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—Tonterías —replicó Lígia con una risita, una pequeña ráfaga de alegría.

Luego, con un gesto tan natural como el respirar,

apoyó la cabeza en el hombro de Kaelen.

El contacto era simple, cómodo,

la prueba silenciosa de años de amistad incondicional,

de una conexión que iba más allá de las palabras.

—La mejor defensa es un buen escondite o un puñado de guijarros bien lanzados,

como me enseñó mi abuela cuando era pequeña.

El mundo es grande y peligroso, Kaelen.

No hay libro que te prepare para el filo de una espada o el gruñido de una bestia.

La vida real es mucho más complicada que cualquier leyenda.

Kaelen sintió una punzada de inquietud ante sus palabras,

una sombra que parpadeó brevemente sobre su corazón,

fría y ajena a la calidez del momento.

Lígia tenía razón, por supuesto;

el mundo exterior era vasto y desconocido,

lleno de historias que el Maestro Elías contaba solo en voz baja y con una expresión sombría.

Pero aquí, en el Valle del Sereno,

bajo el sol amable y rodeado de la vida que conocía,

esas amenazas parecían tan lejanas y fantásticas como los dragones de los cuentos infantiles.

Era un pensamiento fugaz, una advertencia desestimada,

rápidamente ahogado por la calidez del momento y la innegable cercanía de Lígia.

—Tal vez tengas razón —concedió Kaelen,

observando cómo un pez pequeño y plateado nadaba con elegancia entre los dedos de Lígia,

ajeno a cualquier preocupación.

—Pero mientras estemos aquí, no necesitamos preocuparnos.

Aquí estamos seguros.

Lígia asintió,

su sonrisa suave y pura,

sus ojos dorados reflejando la luz del sol.

—Sí. Aquí, estamos a salvo. Para siempre.

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Ninguno de los dos sabía cuán efímero sería ese para siempre.

Ni que la inmaculada belleza del Valle del Sereno

pronto sería consumida por el grito de la sangre y el horror,

un bautismo de fuego que grabaría la locura en el alma de Kaelen,

transformándolo en algo irreconocible.

La promesa de ese día tranquilo se desvanecería,

dejando solo un rastro de cenizas y el eco de la desesperación.

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