Capítulo 2: La Noche Roja del Valle del Sereno

El sol se estaba despidiendo,

tiñendo el cielo de naranjas y púrpuras sobre las cumbres de las montañas que custodiaban el Valle del Sereno.

Kaelen y Lígia seguían junto al riachuelo,

ahora en un silencio cómodo, observando las primeras estrellas que salpicaban el firmamento.

La cesta de Lígia, casi terminada, reposaba a su lado.

El aire fresco de la tarde traía consigo el olor a humo de las chimeneas

y el reconfortante aroma de la cena cocinándose en los hogares.

—Deberíamos volver —dijo Lígia, levantándose con un suspiro—.

Mi abuela estará preocupada si no llego antes de que anochezca del todo.

Ya sabes cómo es con las historias del bosque.

Su tono era ligero,

pero una sombra fugaz cruzó sus ojos dorados,

un eco de las viejas supersticiones que los ancianos susurraban sobre criaturas que vagaban en la oscuridad.

Kaelen asintió, ayudándola a levantarse.

—Sí. El Maestro Elías también me esperaba.

La mención del sabio anciano le recordó la promesa de un nuevo pergamino con símbolos extraños,

un misterio que lo aguardaba.

Lígia le sonrió,

un gesto que hacía que el corazón de Kaelen se aligerara.

Empezaron a caminar de regreso,

sus pasos resonando suavemente en el sendero conocido.

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Fue entonces cuando lo escucharon.

No era el aullido familiar de un lobo, ni el estruendo de una tormenta lejana.

Era un rugido gutural, profundo y primario,

que hizo vibrar el suelo bajo sus pies.

Un sonido que cortó la tranquilidad del valle como una espada caliente.

Inmediatamente después, llegó un estruendo atronador,

como si una montaña entera se hubiera derrumbado.

El eco rebotó en las laderas,

ahogando los sonidos cotidianos.

El ambiente cambió en un instante.

El aire, antes suave y perfumado,

se volvió denso, cargado con un olor acre a azufre

y a algo más...

algo rancio y metálico que Kaelen no pudo identificar.

Las risas de los niños se apagaron.

Las luces de las casas, que momentos antes habían parecido cálidas invitaciones,

ahora parecían vulnerables y frágiles puntos de luz en una oscuridad creciente.

—¿Qué fue eso? —susurró Lígia.

Su voz temblaba.

Sus ojos dorados, antes llenos de alegría,

ahora estaban dilatados por el miedo.

Se aferró al brazo de Kaelen,

sus dedos apretándolo con fuerza.

Kaelen no tuvo respuesta.

Su mente, habituada a la lógica y la paz, no podía procesar la magnitud de aquel sonido.

Pero su instinto le gritaba: corre.

—No lo sé. ¡Pero tenemos que ir con los demás! ¡Ahora!

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Se echaron a correr por el sendero,

el corazón de Kaelen latiéndole con una fuerza furiosa contra las costillas.

Mientras avanzaban, el segundo estruendo golpeó, más cerca,

acompañado de un crujido ensordecedor de madera y piedra,

y un grito.

Un grito humano,

cargado de dolor y de un terror inimaginable,

que se cortó abruptamente.

Llegaron al borde de la aldea,

y la escena que se presentó ante sus ojos amatistas

fue una que quemaría para siempre su retina y su alma.

Las defensas de madera que rodeaban Sereno,

construidas con tanto esfuerzo por generaciones,

no estaban simplemente rotas; estaban pulverizadas.

Un gigantesco hueco se abría en la muralla,

donde antes había habido un portón de roble macizo.

El aire estaba lleno de polvo, humo

y el inconfundible hedor a sangre.

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Y allí estaban ellos.

En la brecha de la muralla,

más grandes que cualquier hombre,

con cuerpos de músculos tensos y pieles de tonos rojizos y azulados,

se alzaban los Oni.

Sus cuernos retorcidos brillaban débilmente a la luz moribunda,

y sus ojos, como brasas incandescentes,

se fijaban en los aterrorizados aldeanos.

Empuñaban armas desproporcionadas:

mazos con púas que destrozaban cráneos de un solo golpe,

y hachas que cortaban a un hombre por la mitad con un solo tajo.

Sus rugidos guturales, ahora tan cercanos,

no eran de guerra, sino de un placer sádico.

Kaelen vio a uno levantar a un granjero por el cuello,

su cuerpo delgado colgando inútil,

antes de arrojarlo contra una casa con una fuerza casual.

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Y entre los Oni,

moviéndose con una gracia aterradora,

estaban los Vampiros.

Kaelen los vio.

Sus figuras, engañosamente humanas,

se deslizaban entre el caos, más rápidos que el ojo.

Uno de ellos, con una sonrisa fría y perfecta,

se acercó a una mujer que intentaba huir.

En un parpadeo, la tuvo entre sus brazos.

Sus colmillos brillaron un instante antes de hundirse en su cuello.

No hubo grito; solo un jadeo silenciado.

El pánico se extendió como un fuego salvaje.

La sangre corría por el suelo, mezclándose con el polvo y las lágrimas.

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Lígia soltó un sollozo ahogado,

sus ojos dorados fijos en el horror.

—¡No… no puede ser! —murmuró,

tratando de retroceder,

sus piernas como gelatina.

—¡Lígia, tenemos que correr! ¡Por el bosque! —

Kaelen tiró de ella, su voz apenas un susurro estrangulado.

No había tiempo para la razón,

solo para el instinto de huida.

Pero el miedo, como una helada mano, lo paralizó un instante más.

Su hogar, su santuario,

se estaba convirtiendo en un matadero.

Las figuras del Maestro Elías y de sus propios padres destellaron en su mente,

la desesperación creciendo.

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Entonces, un Oni se giró.

Su mirada llena de malicia se posó en ellos.

Era una criatura masiva, con cuernos nudosos

y una sonrisa que revelaba dientes afilados como dagas.

Levantó su mazo, apuntando hacia ellos.

Kaelen no pensó; reaccionó.

—¡Por aquí! ¡Por el camino del río, por la parte trasera de las casas! —

gritó Kaelen, tirando con todas sus fuerzas de Lígia,

sus ojos amatistas fijos en el Oni que ya avanzaba hacia ellos.

Corrieron, esquivando escombros y cuerpos,

los gritos de los aldeanos y los rugidos de los Oni

convirtiéndose en una cacofonía infernal.

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Lograron alcanzar la parte trasera de las casas,

buscando la relativa cobertura de los callejones estrechos que daban al bosque.

El hedor a humo y muerte se hacía más fuerte.

Kaelen no miró hacia atrás.

No se atrevió.

Pero los sonidos...

los gemidos moribundos,

las risas crueles de los Vampiros,

el eco de los impactos del mazo de los Oni...

se grababan en su mente.

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De repente, una figura apareció frente a ellos, saliendo de una sombra.

Era el Maestro Elías.

Su cabello azul medianoche estaba revuelto,

y sus ojos gris perla, que siempre habían irradiado calma,

ahora estaban dilatados por el horror y la angustia.

Llevaba una espada oxidada en la mano,

un arma inútil para sus manos de erudito.

Su piel pálida resaltaba bajo la poca luz.

—¡Maestro Elías! —exclamó Kaelen,

un destello de esperanza, tan efímero como una luciérnaga, se encendió en su pecho.

Pero la esperanza se extinguió tan rápido como apareció.

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Detrás del Maestro Elías,

deslizándose desde las sombras del callejón,

emergió una figura translúcida.

Era una Sombra, informe y retorcida,

que parecía absorber la poca luz que quedaba a su alrededor.

Se cernió sobre el anciano, y en un instante, lo envolvió.

El Maestro Elías soltó un grito

que no fue de dolor físico,

sino de una agonía mental indescriptible.

Sus ojos gris perla se abrieron desmesuradamente, vacíos,

llenos de un terror cósmico que hizo a Kaelen temblar hasta los huesos.

El anciano empezó a balbucear, palabras sin sentido,

antes de que su cuerpo se desplomara en el suelo,

una cáscara vacía, sus ojos aún abiertos y fijos en la nada.

La Sombra, satisfecha, se disipó como una bruma.

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Kaelen se congeló.

El horror de ver al Maestro Elías,

su faro de sabiduría y bondad,

consumido por una oscuridad tan visceral,

fue un golpe que resquebrajó su alma.

Lígia soltó un alarido,

su voz quebrada por el terror al ver al mentor caer.

Un Oni cercano, atraído por el grito, giró su cabeza

y sus ojos de brasa se posaron en ellos.

Con un rugido de caza, empezó a moverse.

—¡Lígia, corre! ¡Corre! ¡No mires atrás! —

gritó Kaelen, empujándola con todas sus fuerzas hacia el estrecho paso que llevaba a los árboles.

Él no podía moverse.

Sus pies estaban clavados al suelo,

sus ojos fijos en el cuerpo sin vida del Maestro Elías,

y en la inminente silueta del Oni.

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Lígia, aterrorizada, comenzó a correr,

sus sollozos ahogados por el rugido de la bestia y el caos circundante.

Pero el Oni era demasiado rápido.

Con un par de zancadas masivas, cerró la distancia.

Levantó su enorme mazo, que silbó en el aire.

Kaelen cerró los ojos,

preparándose para el impacto final.

Pero no fue él quien lo recibió.

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Un grito desgarrador,

el más agudo y doloroso que Kaelen jamás había escuchado, resonó.

Era la voz de Lígia.

Abrió los ojos justo a tiempo para ver el mazo del Oni,

no golpeando su cuerpo, sino el de Lígia,

que había intentado interponerse o protegerlo.

El golpe la lanzó por el aire como una muñeca de trapo,

haciéndola estrellarse contra la pared de una casa.

Su cabello rojo fuego se esparció como una aureola macabra alrededor de su cabeza.

Sus ojos dorados,

el sol que iluminaba el mundo de Kaelen,

se quedaron fijos en él,

llenos de una mezcla de amor, dolor y una agonía final.

Una fina línea de sangre escapó de sus labios.

—¡LÍGIA! —el grito de Kaelen fue un sonido gutural, más animal que humano.

Un dolor tan inmenso que no podía contenerlo.

Corrió hacia ella, cayendo de rodillas a su lado.

Su piel, antes vibrante, ahora estaba pálida,

sus ojos comenzaban a perder su brillo.

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El Oni, satisfecho con su golpe, soltó una risa burlona.

Otro se acercaba,

y un Vampiro acechaba desde las sombras.

Kaelen levantó la cabeza,

sus ojos amatistas, ahora llenos de una furia y un dolor desquiciantes,

se fijaron en las criaturas que habían destrozado su mundo.

Un poder crudo y salvaje comenzó a revolverse dentro de él,

pero no era la magia de los libros del Maestro Elías,

sino algo más oscuro, alimentado por la desesperación.

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Las voces comenzaron.

Cientos de ellas, susurrando, gritando, riendo.

Las voces de los aldeanos muertos,

las risas de los monstruos,

la voz de Lígia llamándolo.

Su propia mente se desgarraba.

Un segundo Oni se acercaba,

su sombra cayendo sobre Kaelen y Lígia.

Kaelen miró el rostro agonizante de su amiga.

Sabía que no había esperanza.

No para ella.

No para él.

Pero el instinto de supervivencia, brutal y despiadado, se impuso.

Con un temblor que le recorrió todo el cuerpo, Kaelen se levantó.

Sus ojos, ya no solo amatistas,

sino manchados de una sombra oscura y desquiciada,

buscaron el camino de escape.

Había una pequeña abertura en la parte trasera de la casa,

por donde solo un niño, o un hombre desesperado, podría pasar.

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Miró a Lígia una última vez,

sus ojos dorados suplicando.

Kaelen apretó los puños,

su corazón se rompió en mil pedazos.

No podía ayudarla.

Solo podía sobrevivir.

Con un doloroso gruñido, Kaelen pasó por la abertura,

arrastrándose entre los escombros,

mientras escuchaba el golpe final.

El sonido del mazo del Oni al impactar nuevamente,

seguido de un silencio que era más aterrador que cualquier grito.

El silencio de la muerte de Lígia.

Kaelen no miró atrás.

No pudo.

No había nada que salvar.

Solo el terror, la culpa

y la semilla de la locura que germinaba en su alma.

Corrió hacia la oscuridad del bosque,

dejando atrás las llamas y los cuerpos de su hogar y sus seres queridos.

Dejando atrás la última pizca de su inocencia.

El Valle del Sereno había caído.

Y con él, la cordura de Kaelen había comenzado su inevitable descenso.

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