Capítulo 3: La Sombra del Bosque y los Primeros Susurros

El bosque se cerró sobre Kaelen como un sudario. Las ramas retorcidas de los árboles, desprovistas de hojas por la incipiente estación fría, se alzaban como dedos huesudos hacia un cielo sin estrellas.

La luna, ocultada por densas nubes, apenas ofrecía un débil resplandor que transformaba los troncos familiares en siluetas monstruosas.

El aire, ya helado, cortaba su piel y se llenaba con el hedor acre del humo que ascendía del Valle del Sereno, un recordatorio constante del infierno que acababa de escapar.

Kaelen corría.

Corría sin dirección, sin propósito, solo impulsado por un miedo primario que le quemaba las entrañas.

Sus pulmones ardían, sus músculos gritaban, pero no se atrevía a detenerse.

Cada crujido de una rama bajo sus pies, cada susurro del viento entre los árboles, era una amenaza inminente.

El grito final de Lígia resonaba en sus oídos, mezclándose con los rugidos de los Oni y las risas heladas de los Vampiros.

La imagen del Maestro Elías, su rostro contorsionado por el terror cósmico antes de desplomarse, era una herida abierta en su mente.

Cayó, tropezando con una raíz expuesta, su cuerpo delgado golpeando el suelo helado con un quejido.

El dolor le recordó que seguía vivo, una verdad que en ese momento le pareció una maldición.

Se arrastró detrás de un tronco grueso, con el corazón latiéndole a punto de estallar.

Intentó regular su respiración, pero el aire le era esquivo.

Levantó una mano temblorosa para tocar su pecho, buscando el dolor físico que lo anclara, pero solo encontró el vacío.

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Fue entonces cuando los susurros comenzaron de verdad.

Al principio, fueron solo ecos.

Voces familiares distorsionadas por el viento: la risa de Lígia, pero con un matiz de burla; la voz grave del Maestro Elías, pero con palabras incomprensibles y amenazantes.

Luego, se volvieron más claros, más insistentes.

Hablaban desde las sombras, desde el espacio entre los árboles, directamente a su mente.

Decían cosas que no podía entender, pero que llenaban su alma de una inquietud creciente.

"Débil... presa... sacrificio..." las palabras se repetían, se mezclaban, creando una cacofonía que amenazaba con romper lo poco que le quedaba de cordura.

Kaelen se abrazó a sí mismo, intentando silenciar las voces, pero eran demasiado fuertes.

Eran parte de él ahora, o eso sentía.

El terror y la culpa por haber huido de Lígia lo carcomían.

¿Cómo pudo dejarla? ¿Cómo pudo salvarse él mismo y condenarla a ella?

Las voces se burlaban de su debilidad, de su fracaso.

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Un chasquido de rama cercano lo sacó de su tormento.

No era un susurro esta vez, sino algo real.

Se arrastró más profundamente en la sombra, sus ojos amatistas, ahora opacos por el miedo y la falta de sueño, escanearon la oscuridad.

La visión de los Oni y los Vampiros seguía grabada en su mente.

Eran depredadores, y él era la presa.

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Horas después, cuando la primera luz gris del amanecer se filtró entre los árboles, Kaelen estaba exhausto.

Sus ropas estaban rasgadas, su cuerpo cubierto de rasguños y moretones.

La sed y el hambre le quemaban la garganta.

Había evitado el camino principal, sabiendo que los cazadores seguirían esa ruta.

Se había adentrado en lo profundo del bosque, un lugar que el Maestro Elías había descrito como "salvaje y sin ley", incluso para los humanos.

Se encontró con un sendero apenas visible, cubierto de maleza, y lo siguió con la esperanza de encontrar agua.

No tardó en ver un pequeño arroyo.

Bebió directamente de la fuente, el agua helada quemándole el estómago pero aliviando su sed.

Fue allí donde vio el campamento.

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No eran Oni ni Vampiros.

Eran humanos.

Un grupo de cuatro hombres, con ropas mugrientas y armaduras de cuero desgastadas, sentados alrededor de una pequeña fogata, asando un conejo.

Sus armas, espadas melladas y ballestas de mano, estaban al alcance.

Kaelen se escondió detrás de unos arbustos, observándolos.

No parecían aldeanos; tenían el aspecto curtido de bandidos o mercenarios, ojos fríos y rostros endurecidos.

"Oí gritos anoche," dijo uno de ellos, un hombre corpulento con una cicatriz cruzando su ceja.

"Fueron los Oni. Debieron haber arrasado ese valle en las faldas de la colina."

"Una pena," respondió otro, un hombre más joven con una mirada astuta.

"Siempre pensé que el Valle del Sereno era demasiado bonito para durar. Demasiado ingenuo. No conocían el mundo, esos aldeanos."

El estómago de Kaelen se revolvió.

Estaban hablando de su hogar.

De Lígia.

De su familia.

Y no había un ápice de remordimiento en sus voces, solo una fría observación, incluso una burla velada.

Su dolor, su horror, era para ellos solo una noticia de la mañana.

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Un plan, frío y sin moralidad, empezó a formarse en la mente de Kaelen, empujado por los susurros que le taladraban la cabeza.

"Pragmático... sobrevivir... no débil..."

Necesitaba comida.

Necesitaba agua.

Y ellos las tenían.

Pero eran cuatro, y él era uno, desarmado y agotado.

La ingenuidad que Lígia había bromeado que tenía, ahora se sentía como una condena a muerte.

La compasión, la moralidad que el Maestro Elías le había inculcado, se sentía como una debilidad.

En ese momento, Kaelen no vio a cuatro hombres, sino a cuatro obstáculos.

Cuatro sacos de carne con provisiones.

La voz de Lígia, antes una melodía, ahora era un lamento que le susurraba: no confíes.

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Observó, esperando.

Los bandidos hablaban de su próxima presa, de cómo asaltarían a un mercader.

Eran despiadados.

Eran fuertes.

Y él… él estaba hambriento.

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Cuando uno de los hombres se alejó para aliviarse, Kaelen vio su oportunidad.

Sacó la pequeña navaja que Lígia le había regalado para su cumpleaños, una herramienta para tallar madera, ahora un arma precaria.

Sus manos temblaban, no por miedo, sino por la furia fría que le subía por la garganta.

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No fue una pelea honorable.

Kaelen esperó en silencio hasta que el bandido, un hombre grande y desaliñado, se agachó.

Con un movimiento desesperado, Kaelen se abalanzó, la navaja buscando la parte más blanda y vulnerable que había visto.

El bandido apenas tuvo tiempo de jadear antes de caer al suelo, con un borbotón de sangre oscura en su garganta.

No fue limpio, no fue bonito.

Fue un acto brutal y eficiente, guiado por un instinto de supervivencia que él no sabía que poseía.

El cuerpo cayó con un golpe sordo.

Kaelen miró la sangre que manchaba la tierra, y por un instante, un escalofrío de repulsión lo recorrió.

Pero las voces en su cabeza, más fuertes ahora, ahogaron la náusea.

"Bien... Necesario... Sobrevivirás."

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Tomó el arma del bandido, un pesado hacha de mano, y regresó sigilosamente al campamento.

Los otros tres hombres estaban distraídos, riendo de alguna broma cruel.

El plan, aunque simple, era lo único en lo que podía pensar.

Tenía que ser rápido.

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El siguiente cayó mientras dormitaba, su cuello expuesto al filo del hacha.

El tercero se levantó, alertado por el sonido, pero Kaelen fue más rápido, usando el cuerpo del segundo como escudo y golpeando con una ferocidad que lo sorprendió incluso a él mismo.

El último, el hombre corpulento de la cicatriz, luchó.

Sus golpes eran fuertes, pero la agilidad de Kaelen, aumentada por una ráfaga de adrenalina y una mente que ya no vacilaba, le permitió esquivar y encontrar una apertura.

Lo derribó, y con un último golpe brutal, puso fin a su vida.

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Kaelen se quedó de pie sobre los cuerpos, el hacha pesada en sus manos.

El aliento le salía en jadeos roncos.

La sangre, tibia y pegajosa, cubría sus manos.

Miró las caras muertas de los bandidos, los mismos hombres que habían hablado con desdén de la masacre de su pueblo.

No sintió triunfo, ni siquiera odio.

Solo una fría, entumecida indiferencia.

Había matado.

Había sobrevivido.

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Comenzó a rebuscar en sus bolsas, el pragmatismo dictando cada uno de sus movimientos.

Comida, agua, una manta.

La repulsión se había desvanecido, reemplazada por una necesidad apremiante.

Este era el mundo ahora.

Un mundo donde matar era una herramienta, y la moralidad un lastre.

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Mientras comía el conejo asado, la carne un lujo que no había probado en días, Kaelen sintió una nueva clase de susurros.

No eran voces que lo atormentaran, sino algo más parecido a una revelación, una verdad brutal y clara que se formaba en su mente fracturada.

El Maestro Elías había enseñado que la sabiduría era la mejor defensa.

Lígia había dicho que el mundo era peligroso.

Ambos tenían razón, pero Kaelen estaba descubriendo su propia verdad.

La sabiduría sin la voluntad de actuar, la moralidad sin la fuerza para defenderla, eran debilidades que te condenaban a ser pasto de los Oni o de las Sombras.

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Miró las armas de los bandidos. Ahora eran suyas.

Su mente se sentía diferente, más aguda, pero también más distante de la humanidad que una vez conoció.

La masacre del Valle del Sereno no solo le había quitado todo; le había quitado una parte de sí mismo, una parte que nunca regresaría.

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El sol comenzó a ascender, revelando el bosque teñido de un gris triste.

Kaelen se puso de pie, un hombre nuevo, o más bien, una cáscara con un alma rota.

Los susurros en su mente ya no eran un tormento.

Eran... un canto.

Un canto sombrío que le prometía poder a cambio de su cordura, una melodía que lo guiaba hacia la supervivencia en este mundo cruel.

El camino por delante era oscuro, pero Kaelen, ahora un depredador en lugar de una presa, estaba listo para recorrerlo.

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