Kaelen se despertó al día siguiente con el sol filtrándose entre las copas de los árboles, sus rayos fríos e indiferentes a la carnicería de la noche. Su cuerpo le dolía, cada músculo protestaba por el esfuerzo y la brutalidad de su primera noche como un verdadero superviviente. Pero el dolor físico era un alivio, una distracción del tormento que bullía en su mente.
Se sentó, apoyándose contra el tronco de un roble centenario. La sangre de los bandidos, seca y oscura, aún manchaba sus manos. No sintió náuseas esta vez, solo un entumecimiento frío. Había matado. Había tomado lo que necesitaba. Y lo haría de nuevo. La indiferencia que lo cubría era una armadura, una capa de hielo sobre el caos de su dolor.
Los susurros no habían desaparecido. Se habían transformado. Ya no eran los lamentos desesperados de su mente rota, sino un coro oscuro y burlón que le susurraba verdades crueles.
"Débil. Inútil. Como ellos."
Las voces se reían de su antigua moralidad, de los ideales del Maestro Elías.
"Lígia te habría frenado. Te habría matado."
Cada frase era un martillo que machacaba los últimos fragmentos de su humanidad.
Se levantó, recogiendo el hacha de mano de uno de los bandidos. Era pesada y estaba mellada, pero se sentía extrañamente bien en su mano. Un arma. Una herramienta de supervivencia. La sujetó con más firmeza que un arado.
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Su primer objetivo fue encontrar comida y agua. Los bandidos tenían unas raciones secas y un odre de agua, pero sabía que no durarían. Se movió con cautela, sus ojos amatistas, ahora más vigilantes y endurecidos, escaneando cada sombra, cada sonido. El bosque, antes un lugar de juegos y cuentos de hadas, ahora era un laberinto mortal.
No tardó en encontrar el rastro de un pequeño animal, quizá un conejo. La vieja Kaelen, el Kaelen del Valle del Sereno, habría dudado en cazar. El Maestro Elías le había enseñado a respetar la vida. Pero ese Kaelen ya no existía. Las voces se reían:
"¡Caza! ¡O serás cazado!"
Siguió el rastro con una concentración intensa. No era experto, pero su nueva agilidad, una especie de furia fría que le daba un enfoque casi depredador, le ayudaba. Finalmente, encontró al conejo. Sin pensarlo dos veces, lanzó el hacha.
Falló.
El conejo huyó. La frustración lo golpeó, y las voces volvieron, esta vez con irritación.
"¡Inútil! ¡Débil!"
Kaelen gruñó, apretando los puños. Se sentía como si su mente se estuviera escindiendo en dos: una parte, la vieja, atormentada por el recuerdo de Lígia y el Maestro Elías; la otra, la nueva, empujándolo hacia una brutal eficiencia. Esta última, alimentada por los susurros, era la que dominaba ahora.
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Pasó las horas siguientes cazando, fallando, aprendiendo. Cada fracaso era una puñalada de las voces. Cada pequeño éxito, como encontrar bayas comestibles (con el conocimiento que le había enseñado su padre y que Lígia recordaba de su abuela), era un suspiro de alivio en su mente fragmentada.
Para el mediodía, había logrado atrapar un par de pájaros pequeños con una trampa improvisada. No era un cazador experto, pero era un superviviente.
Mientras cocinaba las aves sobre una pequeña fogata (tomando todas las precauciones para no ser descubierto), Kaelen observó sus manos.
El blanco plateado de su cabello, un rasgo tan distintivo en el valle, ahora le parecía una marca.
Los ojos amatistas, que antes reflejaban luz, ahora parecían absorberla, dejando una oscuridad que no era solo cansancio.
Comenzaba a verse diferente, más delgado, con una sombra perpetua bajo los ojos. Su reflejo en el agua no era el del joven Kaelen, sino el de un desconocido que ya había visto demasiado.
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Los susurros se volvieron más definidos. A veces, parecían la voz de Lígia, retorcida y cruel.
"No deberías haberte salvado, Kaelen. Te odio. ¿Por qué yo y no tú?"
Otras veces, eran voces inhumanas, graves y resonantes, que le ofrecían poder a cambio de su alma.
"Conviértete en lo que más temes. Solo así sobrevivirás."
No eran alucinaciones completas, sino una sensación persistente, una presión constante en su mente que distorsionaba su percepción de la realidad. Las emociones fuertes, como el miedo o la ira, amplificaban estas voces hasta convertirlas en un rugido ensordecedor.
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Comenzó a moverse hacia el sur. No sabía por qué el sur, solo que sentía una urgencia.
El mundo más allá del Valle del Sereno era desconocido. El Maestro Elías había hablado de ciudades fortificadas, de reinos humanos que luchaban entre sí, y de territorios salvajes dominados por las otras razas.
Al atardecer del segundo día, Kaelen se encontró con los restos de un campamento. No era viejo; la leña aún tenía olor a quemado reciente. Había sangre. Y rastros de algo grande y pesado.
Un Oni.
El miedo, puro y primario, lo invadió.
Las voces se dispararon, susurrándole sobre la fuerza descomunal de los Oni, sobre lo patético de su hacha.
Kaelen se paralizó.
Pero luego, un pensamiento frío se abrió paso a través del terror:
¿Por qué huyeron?
Si un Oni había estado allí, ¿por qué el campamento estaba abandonado, no destruido?
Con una cautela que no era suya, Kaelen siguió el rastro.
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No tardó en ver los cuerpos.
Eran dos hombres, vestidos con ropas de viajero, acuchillados, no golpeados.
Y no estaban solos.
Sobre ellos, con una elegancia aterradora, se cernía una figura.
Era un Vampiro.
Su piel pálida brillaba apenas a la luz de la luna, y sus ojos, de un rojo rubí, estaban fijos en los cuerpos, como si saboreara su miseria.
El Vampiro se movía con una gracia sobrenatural, susurrando algo en una lengua antigua que Kaelen no entendía, pero que le heló la sangre.
Este no era un depredador salvaje como los Oni; este era un torturador.
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Kaelen se escondió detrás de un grupo de rocas, su corazón martilleando.
Las voces le gritaban que huyera, que no tenía ninguna oportunidad.
Pero una nueva voz, fría y calculadora, surgió entre los susurros.
"Observa. Aprende. Ellos no son tú."
El Maestro Elías siempre le había dicho que observar era la clave de la sabiduría.
Ahora, el pragmático Kaelen lo usaba para la supervivencia.
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El Vampiro se alimentó.
No fue un acto rápido; fue lento, deliberado, como si disfrutara cada momento.
Kaelen vio el terror en los ojos de las víctimas, incluso en la muerte.
Este fue su bautismo de sangre en el nuevo orden del mundo.
Un orden donde no había espacio para la piedad.
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Cuando el Vampiro terminó y se desvaneció en la noche, Kaelen esperó.
Esperó hasta que el silencio fue absoluto.
Luego, se acercó a los cuerpos. Los registró sin vacilar, buscando cualquier cosa útil.
Encontró algunas monedas, un pequeño cuchillo y un mapa rudimentario que mostraba rutas comerciales y posibles asentamientos.
No dudó en tomarlos.
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La experiencia le dejó una nueva cicatriz, no en la piel, sino en el alma.
La masacre en el Valle del Sereno había sido un torbellino de terror.
Esto fue una lección fría y calculada.
Una lección de cómo los depredadores operaban.
Una lección que él, Kaelen, ahora necesitaba aprender para convertirse en uno de ellos, o al menos, en alguien que pudiera sobrevivir entre ellos.
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Miró el mapa, su dedo recorriendo una ciudad fortificada a varios días de distancia.
Se llamaba Grisel.
La mayoría de los pueblos pequeños eran presas fáciles.
Las ciudades grandes, no tanto.
No eran un refugio para la bondad, sino para la brutalidad organizada.
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El canto de las sombras en su mente se hizo más claro, más seductor.
Ya no era solo una voz de tormento, sino una guía, un camino hacia el poder y la supervivencia.
Había perdido su inocencia, su hogar y a sus seres queridos.
Pero había ganado algo más: una voluntad de hierro, un pragmatismo brutal, y una mente que, aunque rota, veía el mundo con una claridad fría y despiadada.
Y Kaelen, ahora, estaba listo para usarla.
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