Capitulo 1 - Mi vida por el retrete

3:00 a.m.

El reloj digital sobre mi buró lanza su luz roja como una herida abierta en la oscuridad. La habitación huele a encierro, a sudor seco, a sábanas sin lavar. Un zumbido leve, casi imperceptible, proviene del ventilador que no gira. Afuera, la ciudad duerme. Adentro, yo me deshago.

Jessica sigue sin responder mis mensajes.

Intenté buscarla en su trabajo, pero su asistente me sacó del edificio con una sonrisa incómoda y los brazos firmes. Solo quiero explicarle. Quiero que entienda lo que me pasa, que sepa que no es su culpa. Que no puedo estar con ella así, roto, resquebrajado. Que la amo. Dios, cómo la amo.

—Oh, vamos... —Ahí está de nuevo. Esa maldita voz.

No es real. Lo sé. Me lo han dicho todos: los psicólogos, los neurólogos, incluso un sacerdote que terminé consultando por desesperación. Dicen que es una proyección de mi mente fracturada. Una manifestación del estrés, del insomnio, del colapso.

Pero se siente real.

—Soy completamente real —responde, con ese tono burlesco y familiar—. Estoy contigo. Siempre lo he estado. ¿Listo para dejar de perder el tiempo?

La voz es mía, pero no lo es. Es como si una versión podrida de mí se hubiera instalado en mi conciencia y se estuviera comiendo los cimientos de mi cordura. Lento. Con placer.

Me siento en la orilla de la cama. El suelo está helado bajo mis pies descalzos. La madera cruje. El cuarto está medio en penumbra. Solo una lámpara de escritorio da un poco de luz, la bombilla parpadea como si dudara en seguir viva. Hay libros abiertos en el suelo, papeles arrugados, una taza con café seco pegado al fondo.

Mi reflejo en el espejo del clóset me asusta por un segundo. Estoy demacrado. Las ojeras parecen tatuajes. Mi barba de tres semanas ya no parece elegante, parece abandono. Llevo la misma camiseta negra desde... ¿ayer?, ¿antes? y unos pantalones deportivos grises con manchas que prefiero no investigar. Nadie debería verse así a los 26.

Hace dos meses que todo comenzó.

Creí que era agotamiento. Dormía tres horas por noche, si acaso. Pedí unos días libres del bufete. Mi jefe puso el grito en el cielo, estábamos a mitad de una fusión entre un megaconglomerado y nuestro cliente más importante. Pero no podía más. Y como no había pedido vacaciones en dos años, tuvo que ceder.

No he vuelto desde entonces.

Hace una semana llegó un sobre con el logotipo del bufete. Dentro: mi carta de despido... y un jugoso cheque. Despedida con moño dorado. Antes, con esta mente, habría peleado. Habría llevado el caso a la corte.

Pero ahora...

¿Ahora qué?

—Siempre puedes alegar un colapso nervioso —dice la Voz con tono socarrón—. Al fin y al cabo estás hablando conmigo.

Y otra vez tiene razón. Esa maldita voz siempre tiene razón.

He probado de todo: psicólogos, psiquiatras, escáneres cerebrales, resonancias, hipnosis, medicamentos que me secan la lengua y me nublan el alma.

Incluso fui con una médium en Harlem. Una mujer entrada en años, mirada vidriosa, manos frías como el mármol. Me tocó las sienes, murmuró cosas en un idioma que no reconocí, y luego sus ojos se abrieron como platos:

—No estás solo. Alguien más... está usando tu mente.

Salí corriendo de ahí.

—Se necesita de un loco para reconocer a otro —me dice la Voz.

—¿Qué quieres de mí? —grito al techo agrietado.

Silencio.

Luego, la respuesta.

—Lo sabes perfectamente... jala el gatillo.

Y es entonces cuando siento el frío del metal en mi mano. La Colt de mi padre. Una reliquia de otra época. Pesada, impecable. El mango de madera aún tiene el grabado de su apellido: Cross. Por años estuvo guardada en una caja, detrás del armario. Pero hace días, sin saber cómo, comencé a encontrarla entre mis cosas. A veces en el escritorio. A veces en el baño. A veces en mi mano.

Esta vez, la tomé yo. Conscientemente. La cargué. La amartillé.

—Eres basura —la Voz ruge dentro de mi cabeza—. No sirves para nada. Jessica te detesta. Hazle un favor al mundo y aprieta el maldito gatillo.

Y entonces llega la imagen.

Jessica. Frente a mí.

Sonríe. No sospecha nada.

Levanto el arma. Disparo. Su rostro explota.

La sangre salpica mi camiseta.

Sigo disparando. Su cuerpo cae. Sigo disparando.

Me río. Carcajadas. Hasta que se acaban las balas.

No. No.

¡No puede ser real!

¿Pero si lo fuera?

Estoy perdiendo la cabeza. Lo sé. Pero... ¿y si llego a hacerlo? ¿Y si un día me despierto con las manos llenas de sangre, sin recordar por qué? ¿Y si la voz termina ganando? No puedo arriesgarme. No puedo ponerla en peligro. No puedo permitir que Jessica se convierta en el monstruo de mis pesadillas.

—Lo siento, Jessica... —susurro, con la pistola temblando en mi mano—. Ojalá todo fuera distinto. Te amo.

¡BANG!

El disparo corta la noche como un rayo seco.

La sangre salpica la pared, creando un mural grotesco sobre el yeso blanco.

La Colt cae al suelo con un ruido seco.

El cuerpo, inclinado sobre la silla, queda sin vida.

Una carta escrita a mano, encima del escritorio, se empapa de pequeñas gotas rojas.

Al fondo, una puerta se abre.

Una figura entra.

Y entonces la imagen se desvanece.

Como tantas otras noches, despierto.

Empapado en sudor.

Temblando.

La pistola sigue en su caja.

Pero el sabor del metal todavía me quema en la boca.

—¿Pero qué chingados…?