Capitulo 2 - La grieta

El despertador suena a las 6:30 a.m., como todos los días. No hay música suave ni campanas relajantes. Solo ese zumbido plano, insistente, que retumba en mi cráneo como una advertencia. Me toma unos segundos abrir los ojos. El techo blanco de mi departamento me recibe con su misma indiferencia de siempre.

Me quedo acostado unos minutos más. No porque esté cansado, sino porque sí. No sabría explicarlo. Es esa pereza sin nombre que a veces se instala en el pecho. Luego me levanto, arrastrando los pies descalzos por el suelo de madera, frío y liso.

Vivo en un departamento en el tercer piso de un edificio de fachada gris, a unas seis cuadras del Capitolio. Desde mi ventana, puedo ver la cúpula blanca en las mañanas claras, aunque hoy solo hay niebla. La cafetera gotea sin prisa mientras me lavo la cara. El espejo sobre el lavabo me devuelve una imagen familiar, pero que se siente... ajena. Últimamente me pasa eso. Como si la persona que vive dentro de mí me estuviera imitando con torpeza.

Soy asesor político del senador Albright, del comité de Defensa y Seguridad Nacional. No es un cargo menor. La política aquí no se mueve por pasión, sino por cálculo, y eso es justo lo que hago mejor.

Me he ganado un lugar porque sé leer a las personas, incluso antes de que hablen. Capto sus gestos, sus pausas, los silencios incómodos entre frases. Puedo oler un escándalo antes de que ocurra, y casi siempre que digo que algo va a estallar, termina ocurriendo.

Soy bueno con las palabras, sí, pero mejor aún con las estructuras. Conozco los mecanismos del miedo, la culpa y la necesidad. Sé cómo tomar una crisis y convertirla en una narrativa que funcione. No me interesa tener la razón en público, pero en privado me aseguro de que los demás hagan lo que se necesita.

Me apasiona lo que hago, aunque me frustra trabajar para cretinos que no pueden ver más allá de su propia sombra. Tipos con poder real, pero sin visión, que lo único que saben hacer es llenarse los bolsillos. Aun así, se me da bien. Por eso me pagan. Lo suficiente para vivir bien, pagar un buen seguro y tener silencio cuando lo necesito. Paso la mayor parte de mis días redactando discursos que nunca se pronuncian, preparando informes que nadie lee y asegurándome de que Albright parezca saber más de lo que realmente sabe.

A las 7:20 ya estoy vestido. Camisa blanca, traje oscuro, sin corbata. Odio las corbatas. Me ajusto el reloj —un Citizen automático, regalo de mi padre antes de su segundo infarto— y salgo. El aire de Washington tiene ese olor mezcla de historia, smog y pretensión. Me gusta.

Llego al despacho poco antes de las ocho. El personal ya está en movimiento. Asistentes, pasantes, periodistas esperando un descuido. Paso junto a todos sin detenerme. Mi oficina es pequeña, pero está en la esquina, con una vista directa al jardín este. Me siento, abro la laptop, reviso correos. Nada urgente. Hay una reunión a las diez. Un almuerzo de networking a la una. Más discursos por revisar después.

A media mañana, mientras busco un archivo viejo en el escritorio digital, noto algo que no recuerdo haber guardado: un video, titulado simplemente "registro_1.mp4".

Curioso, hago clic.

La pantalla se queda en negro por un segundo, y luego aparece mi rostro. Grabado desde el ángulo bajo de una cámara frontal. Estoy en mi departamento. La iluminación es tenue. Mi expresión... es difícil de definir. Pálida, cansada, como si no hubiera dormido en días. Pero lo que más me inquieta es la voz. Suena como yo, pero más grave, más densa, como si arrastrara otra conciencia detrás de cada palabra.

—"No sé qué día es —dice el video—. Estoy perdiendo la noción del tiempo. Hoy me desperté... y tenía una canción en la cabeza. Algo en portugués. Pero no solo la melodía, no. Las palabras. Las entendía. Sabía lo que significaban. Nunca he aprendido portugués. No tengo amigos brasileños. No he viajado. No tengo contexto. ¿Entonces por qué puedo...? ¿Por qué sé que 'não me deixe sozinho' significa 'no me dejes solo'?"

El Maxwell en la pantalla se ríe, pero es una risa sin humor. Me incomoda.

—"Anoche soñé que caminaba por una favela. Sabía el nombre de las calles, sabía cómo moverme por ellas. Y al despertar... tenía tierra en los zapatos. Tierra rojiza. Y no tengo alfombra roja en casa. Ni siquiera tengo plantas. ¿Me estoy volviendo loco?"

El video se detiene ahí. Sin despedida. Sin corte limpio. Solo una pausa abrupta y negra.

Miro fijamente la pantalla unos segundos más. Me reviso los zapatos. No hay tierra. Solo polvo normal, de oficina. Aun así, algo me queda. Una sensación, no de miedo, pero sí de incomodidad. Como si alguien hubiera entrado a mi mente sin permiso y dejado huellas.

Cierro la laptop con calma. Me levanto. Camino al baño. Me lavo la cara otra vez. El agua fría me ayuda a pensar, o al menos a distraerme. Me miro de nuevo en el espejo.

Esta vez, no veo nada extraño. Pero algo en mi interior... se mantiene alerta.

Durante el almuerzo, el senador Albright se queja del café. Yo asiento. Habla de China, de Irán, de una entrevista con la cadena Fox que quiere reprogramar. Yo tomo notas. Es la rutina. La conozco de memoria.

Al volver a mi oficina, me topo con Clara, una de las nuevas pasantes. Veintitantos, piel clara, cabello castaño recogido en un moño desordenado, cuerpo delgado pero firme, con la postura de quien siempre está lista para contestar con algo más agudo de lo que esperas. Ojos verdes, grandes, vivaces, de esos que parecen observarlo todo aunque no digan mucho. Lista, rápida, sonrisa fácil y una mirada que atraviesa. Me tiende unos documentos con un comentario sobre el senador y su obsesión con los titulares de prensa.

—Algún día el senador va a acabar preso por responder a un tuit —dice con un guiño cómplice.

—¿Y tú estarías dispuesta a redactar el comunicado cuando pase? —le respondo con media sonrisa.

Se ríe, más con los ojos que con la boca, y se queda medio segundo más de lo necesario antes de irse. La escena es breve, pero me deja pensativo.

Sé lo que pasa. He visto ese tipo de dinámica en otros despachos. Sé leer señales. Y aunque la idea no es del todo desagradable, también sé que involucrarse con alguien de la oficina nunca termina bien. No en política. No en este entorno donde la información es poder y el poder lo arruina todo.

Así que dejo pasar el momento. Vuelvo a sentarme. Me concentro en la pantalla. En mis pendientes. En cualquier cosa que no tenga que ver con ojos verdes y sonrisas inteligentes.

Cuando regreso a casa esa noche, el edificio está en silencio. Subo las escaleras, como siempre. Entro. Todo está donde lo dejé. Me quito los zapatos. Abro una cerveza. Enciendo la televisión, pero no pongo atención. Estoy pensando en el video. En esa voz. En esa palabra.

El video me dejó preocupado. Pero cuando era niño solía tener episodios de sonambulismo, incluso hablaba dormido y despertaba en habitaciones diferentes sin recordar cómo llegué ahí. Tal vez es eso. Tal vez no.

Pero hay algo... algo que no encaja.

Y aunque no lo admito en voz alta, algo en mí empieza a mirar por encima del hombro.

Como si no estuviera solo.

Como si nunca lo hubiera estado.