Capitulo 3 - Capacidades latentes

Desperté antes del sonido del despertador. No sobresaltado, ni tenso, simplemente... despierto. Por alguna razón, sentía la mente clara. Como si hubiese dormido en una frecuencia distinta, una que me hubiera afinado por dentro. El recuerdo del video de ayer aún flotaba en mi conciencia, pero lo había relegado al rincón donde guardo los pensamientos que no tienen respuesta inmediata.

Me moví con una eficiencia que no suelo tener en las mañanas. Preparé café sin pensarlo mucho, como si el cuerpo ya supiera lo que debía hacer. Era miércoles, el peor día de la semana. Día de corte informativo con el senador: informes resumidos, decisiones forzadas, y la inútil expectativa de que Albright escuche más de lo que interrumpe. Pero hoy no lo sentía como uno. Había una calma nueva, una lucidez que me parecía ajena pero no incómoda. Había una calma nueva, una lucidez que me parecía ajena pero no incómoda.

Al salir de casa, el aire olía distinto. Más limpio. No es que creyera en señales, pero algo en el ambiente tenía ese tono sutil que aparece justo antes de que algo cambie. No algo catastrófico, ni siquiera preocupante. Más bien como el crujir de una bisagra cuando una puerta comienza a abrirse. La clave de mi trabajo es simple: anticipar. No me interesa tener la razón, sino evitar que los demás se equivoquen antes de que sea demasiado tarde.

Por eso, cuando me escuché hablar en portugués esta mañana, supe que algo había cambiado.

Estábamos en la sala de reuniones del senador Albright. Él discutía con su asesor internacional sobre una posible declaración ante la prensa respecto a la postura de Brasil sobre la nueva votación en la ONU. Las opiniones volaban como avispas. Y entonces, sin pensarlo, intervine:

—“A neutralidade é uma forma de covardia diplomática.” —dije—. La neutralidad es una forma de cobardía diplomática.

Silencio. Cinco personas se giraron hacia mí. Incluso Albright parpadeó como si le hubieran lanzado agua fría.

—Eso lo dijo Carvalho, ministro de exteriores, en 2011 —añadí, con naturalidad.

No lo había leído en ningún lado. No recordaba haberlo estudiado. Pero ahí estaba: la frase, la entonación, el contexto. Y aún más inquietante: la certeza de que era correcto.

Nadie dijo nada durante un segundo. Luego, alguien murmuró "interesante" y la conversación siguió como si nada. Pero yo lo supe: había cruzado una línea.

Más tarde, de vuelta en mi oficina, Clara se asomó con una carpeta en la mano y esa sonrisa de quien sabe demasiado y dice poco.

—¿Siempre has sido políglota o también lo estás fingiendo por estrategia?

Me reí. Ella tenía esa forma de hacerte sentir expuesto sin que pareciera malicia. Como si observar fuera su deporte favorito.

—¿Cuál de las dos te parece más útil?

—La segunda. Pero me preocupa que tengas tiempo para practicar portugués y aún así llegar antes que todos.

—Dormir está sobrevalorado.

—También lo está la cordura.

Nos quedamos unos segundos en ese juego mudo que solo la tensión contenida sabe crear. Luego me entregó la carpeta y se fue sin decir más.

En otra época, otro Maxwell habría hecho algo al respecto. Pero no ahora. No ahí. Y no con ella. Hay reglas que conviene no romper, incluso si el cuerpo insiste.

A las cuatro, se filtró una alerta: un posible brote infeccioso en un centro de detención migratoria. Un escenario de pesadilla para cualquier político en funciones. Medios hambrientos, redes incendiadas y la presión de la opinión pública a punto de explotar.

Y como era de esperarse, ahí estaba él: Marcus Duvall. Harvard, dos maestrías, currículum brillante y una sonrisa que parecía pegada con silicón. Oficialmente, su rol era el de coordinador adjunto de comunicación estratégica. Extraoficialmente, todos sabíamos que estaba cazando cualquier señal de debilidad para escalar.

Duvall se adelantó con un protocolo de manual: contención, cifras frías, un comunicado neutro y sin alma. Lo recitó como si estuviera en un examen, y lo peor es que lo hizo bien... en teoría.

Pero yo ya había visto esa película antes. No necesitaba cifras. Necesitaba percepción. Narrativa. Dirección emocional.

Mientras él hablaba, yo ya había redactado una respuesta alternativa. Precisa. Humana. Dirigida al público, no a los reporteros.

Cuando Albright leyó ambos documentos, levantó una ceja y, sin mirar a nadie, dijo:

—Vamos con esta.

Y dejó caer mi hoja sobre la mesa.

Duvall sonrió. De esas sonrisas que no llegan a los ojos.

Yo no respondí. No hacía falta.

Tomé el control. En menos de quince minutos ya tenía un comunicado redactado, una línea narrativa propuesta, dos opciones de voceros y un memorando para el equipo legal con lenguaje específico para evitar litigios. Todo en tiempo récord. Cuando entregué el documento, uno de los asesores más viejos me miró y dijo:

—No sabía que tenías experiencia en manejo de crisis sanitaria.

—Yo tampoco —respondí sin pensarlo.

Y era cierto. Nunca había trabajado en algo similar. Pero las palabras salieron de mí con precisión quirúrgica. Cada frase, cada matiz, cada giro retórico. Como si alguien me hubiera dictado el texto en mi mente.

A las seis salí del edificio. El aire tenía esa humedad densa de la primavera en D.C. Clara me alcanzó unos metros después.

—¿Tienes prisa? —preguntó.

—Siempre. Pero hoy puedo fingir que no.

Caminamos dos cuadras en silencio. Su perfume era sutil, como hojas secas y café.

—¿Tú estás bien, Maxwell?

—¿Esa es una pregunta profesional o personal?

—Es una pregunta humana.

La miré. Sus ojos verdes no parpadeaban.

—Estoy más lúcido que nunca —dije, y dejé que el silencio hiciera el resto. No tenía intención de explicarme. No con ella. No con nadie. No todavía.

Ella asintió. No necesitaba más.

—Solo no te vayas muy lejos de ti mismo. A veces lo más fácil es perderse justo cuando creemos haber encontrado algo.

Me detuve en seco.

—Eso sonó a advertencia.

—No. A intuición.

Nos despedimos frente a la estación del metro. Me tocó el brazo antes de irse. Un gesto breve, pero que quedó flotando más que cualquier palabra.

Esa noche dormí mejor. No profundamente, pero sin sobresaltos. Al despertar, recordaba una frase en latín que no sabía que sabía. Algo sobre espejos y reflejos. La anoté en una servilleta.

No entendía qué estaba ocurriendo. Pero eso no importaba tanto.

Porque si había algo que yo sabía hacer mejor que nadie, era ver venir el desastre mucho antes de que asomara la cabeza.

Y por ahora, no olía a desastre.