El miércoles se fue sin dejar rastro, como si se lo hubiera tragado un agujero en la rutina. El jueves, en cambio, amaneció distinto. No pesado. No ligero. Distinto. Lo supe desde el primer segundo: mi mente zumbaba con actividad incluso antes de abrir los ojos. Como si ya estuviera despierta desde antes que yo.
No me sentí mal. Todo lo contrario. Había una lucidez que rozaba lo eufórico, pero sin estridencias. Era como si cada pensamiento se ubicara solo en su sitio, sin esfuerzo. Me levanté con una energía casi inquietante. Me duché, me vestí —camisa blanca, saco gris marengo, sin corbata, como siempre—, y salí sin detenerme demasiado a pensar en nada. El mundo parecía perfectamente ordenado, y yo, por una vez, no sentía la necesidad de anticiparme a él. Como si ya lo hubiera hecho sin darme cuenta.
A las ocho estaba en el despacho. Café humeante en mano, una lluvia fina cubriendo los ventanales, y Clara revisando notas al otro lado de la sala de guerra. Llevaba un suéter ajustado color esmeralda y el cabello recogido con un lápiz. Todo en ella parecía perfectamente colocado, incluso lo que pretendía verse casual. Me detuve un momento más de lo debido observando su perfil. Había algo en su forma de estar presente, en silencio, que me hacía sentir como si yo no fuera el único leyendo el tablero.
El senador Albright entró con expresión de funeral. Detrás de él, como su sombra, Marcus Duvall. Su eterno portapapeles, su traje sin arrugas y esa forma en que toma aire antes de hablar, como si el mundo estuviera esperando a que él lo salve de su propia estupidez.
—Tenemos un problema con defensa —soltó Albright, sin preámbulos.
—¿Qué tipo de problema? —pregunté, sin levantar la vista del monitor.
—Filtraron documentos internos sobre el contrato con RAVEN Dynamics. Si esto se interpreta como colusión, los comités de fiscalización van a saltar como hienas.
Duvall tomó la palabra sin demora, como si hubiera estado esperando su oportunidad:
—Yo sugiero cortar el vínculo inmediatamente y publicar una declaración firme condenando la filtración. Usar lenguaje de responsabilidad compartida y desvío interno de protocolos. Podemos tenerlo antes del mediodía y pautarlo en medios aliados.
—¿Y con eso piensas que detendrás a los medios? —le dije sin levantar la voz—. El titular no va a ser la declaración, Marcus. Va a ser el contrato y la ruptura. Vas a convertir una herida superficial en una confesión de culpa.
—¿Y qué propones entonces? ¿Esperar a que los periodistas nos linchen en horario estelar?
Le lancé una mirada a Clara. Ella ya me estaba observando, con esa media sonrisa que reservaba para los momentos en que sabía que algo estaba por suceder. Le devolví la sonrisa, leve, sin palabras, y asentí apenas. Clara ya había visto este patrón antes. Sabía lo que venía. Este era el tipo de momento en el que yo ganaba mi sueldo. En el que dejaba de ser simplemente un asesor para convertirme en la persona que marcaba el rumbo.
—Propongo control narrativo —respondí—. En lugar de reaccionar, afirmamos que esto fue parte de una auditoría programada. Que sabíamos del documento. Que es viejo, revisado, y que precisamente por eso estamos en etapa de depuración de contratos.
Duvall frunció el ceño. Sabía que sonaba bien, pero no le gustaba ceder terreno.
—Eso es demasiado arriesgado. Si alguien revisa las fechas y nota que no hay registros públicos previos sobre esa auditoría, podríamos estar alimentando el fuego.
—Entonces publicamos un documento esta misma mañana. Retroactivo. Minutas, correos internos, cualquier cosa que insinúe que esa revisión ya estaba en marcha. No tenemos que mentir, solo dar contexto.
—¿Y si piden más pruebas?
—Les daremos la misma cantidad de pruebas que han tenido en todos los escándalos que han olvidado en menos de 72 horas.
Clara dejó escapar una pequeña risa desde el fondo, contenida en forma de tos. Duvall la ignoró.
—Esto puede rebotar. Podríamos estar creando un precedente que justifique otras filtraciones.
—Eso ya no depende de nosotros. Las filtraciones van a seguir. Lo que sí depende de nosotros es si parecemos dueños del tablero... o piezas movidas por el escándalo.
Me giré hacia la pantalla y empecé a dictar:
—“El comité de defensa se encuentra en una etapa de revisión activa de todos sus contratos estratégicos. La aparición de documentos sensibles en medios no altera nuestro rumbo: hemos impulsado auditorías internas desde hace semanas como parte de una política de transparencia progresiva. Celebramos que la opinión pública tenga acceso a información que antes solo circulaba en privado. La confianza se construye con datos, no con promesas.”
Albright asintió, sin mirarme.
—Eso... es brillante.
—No necesitamos parecer limpios —añadí—. Necesitamos parecer invulnerables.
Duvall apretó los labios. Esa expresión suya de derrota disimulada era casi satisfactoria. Clara bajó la mirada, pero vi la sombra de una sonrisa en la comisura de sus labios.
Más tarde, ya en los pasillos, Clara me alcanzó.
—¿Desde cuándo sabes tanto sobre los contratos con RAVEN? Nunca estuviste en esas reuniones. Ni siquiera teníamos acceso a los anexos técnicos.
—Estaba revisando documentación antigua —dije, sin cambiar el tono. Sabía que no era una mentira creíble, pero no pensaba darle más información de la necesaria. Clara no respondió. Solo me miró como si ya tuviera la respuesta, pero no quisiera decirla en voz alta.
—Claro —respondió con una media sonrisa. No insistió. Pero su mirada decía otra cosa.
—Lo leí hace semanas —mentí, sin detenerme.
—Ajá —murmuró ella, como si no me creyera, pero tampoco fuera a presionarme. Aún no.
En mi oficina, cerré la puerta. Fui directo a la laptop. Abrí la carpeta de borradores. Ahí estaba: “Anticipación narrativa — Raven”. Fecha: dos días atrás. Documento completo, detallado, exacto. Mi letra. Mi estilo. Pero no recordaba haberlo escrito. Ni el momento, ni la intención.
El resto del día fue una sinfonía. Trabajé como si cada idea viniera con su propia banda sonora. Cada respuesta que daba era precisa, afilada. No necesitaba pensar. Las soluciones simplemente surgían. Los demás lo notaban. Incluso Duvall, que no volvió a abrir la boca durante toda la jornada.
A las seis bajé solo. Afuera, la ciudad era una mezcla de reflejos y semáforos. Caminé un par de cuadras sin rumbo. Sentía una mezcla de euforia contenida y alerta silenciosa, como si mi cuerpo supiera que estaba al borde de algo sin nombre.
Al llegar al departamento, me quité el saco y al dejarlo en el perchero, noté algo en el bolsillo interior. Una pequeña tarjeta blanca. El logo de una librería en Georgetown. Y en el reverso, a mano, con mi propia letra:
“Este no era el plan.”
Me senté en el sofá con la tarjeta entre los dedos.
Mi letra.
Mi tinta.
Pero no mi memoria.
La sostuve un rato más, esperando que algo se activara. Una imagen, un recuerdo, una voz. Pero nada vino. Solo la misma claridad inquietante de todo el día, ahora convertida en una pregunta que no podía formular.
¿Y si ese era el problema?
¿Y si mi mente ya no me pedía permiso para saber?
No estaba asustado. Aún no. Pero esa noche dormí con la tarjeta en la mesa de noche. Como un amuleto. O como una advertencia silenciosa de mí... a mí.