Meredith.
Apenas había digerido el desayuno. La manta de pavo y el jugo de naranja aún pesaban mucho en mi estómago, arrastrándome a un caminar lento y pesado por los jardines del patio trasero.
Azul me seguía como una sombra, sus pasos ligeros, pero persistentes.
—Mi señora —llamó suavemente—, ¿tomará la poción esta tarde?
Hice una mueca. El solo pensamiento hacía que mi lengua se retorciera. Esa amarga bebida había adormecido mis papilas gustativas, y comenzaba a preguntarme si mi lengua volvería a sentir alguna vez. Negué con la cabeza sin voltear hacia ella.
—No. No volveré a probar esa cosa repugnante hasta el anochecer —murmuré, llevando una mano a mi estómago—. Dos veces al día es suficiente tortura.
Si tuviera la oportunidad, tiraría toda la olla sin importarme las horas de esfuerzo que llevó la preparación. Y si tuviera otra opción, nunca intentaría someterme a esta horrible tortura.