Regresé a la ciudad aturdida, mis dedos trazando el frío jade del brazalete de mi madre. Su peso en mi muñeca era a la vez reconfortante e inquietante—una pieza de mi pasado devuelta, pero ¿a qué precio?
Trescientos millones de dólares. La suma era tan enorme que no parecía real.
Mi apartamento se sentía vacío y frío cuando finalmente llegué a casa. Me quité los tacones y me desplomé en el sofá, mirando al techo. Imágenes de la noche seguían repitiéndose en mi mente: la tranquila autoridad de Sebastián en la subasta, los labios manchados de sangre de Ivy, la mirada resentida de Alistair mientras seguía a su esposa a la ambulancia.
No podía dormir. Al amanecer, conduje hasta el cementerio donde estaba enterrada mi madre. El aire de la mañana era fresco, el rocío brillaba en la hierba mientras me acercaba a su lápida con flores frescas.
—Lo recuperé, Mamá —susurré, arrodillándome junto a la tumba—. Tu brazalete. No podía dejar que nos quitaran esto también.