Capítulo 13: El Diente del Jaguar

La aldea Yuu Nahual se transformó. El ritmo perezoso de la vida agraria fue reemplazado por la cacofonía febril de la preparación para la guerra. El aire, antes lleno del olor a tierra húmeda y maíz, ahora olía a sudor, a madera recién cortada y al miedo metálico que precedía a la batalla.

Nayra se convirtió en el eje de este nuevo mundo. No gobernaba desde un trono, sino desde el barro y el aserrín. Su pequeña figura era una presencia constante y omnipotente. Con una vara, corregía el ángulo de una estaca en la empalizada, explicando con una paciencia antinatural cómo una ligera inclinación hacia afuera haría casi imposible escalarla. Con un puñado de tierra, les mostraba a los cavadores la consistencia ideal para que el borde de una trampa se desmoronara bajo el peso de un hombre.

Su mente del siglo XXI era un arsenal. Recordaba documentales, libros de historia, principios básicos de física que en este mundo parecían magia. Para mover los troncos más pesados de la empalizada, no usó la fuerza bruta. Materializó una barra de hierro corta y resistente en secreto, se la dio a Itzli y le enseñó el principio de la palanca. Para los hombres, ver a Itzli mover un tronco que antes necesitaba de cuatro personas fue otro milagro, una prueba más de que la sabiduría de Nayra no tenía límites.

Los aldeanos trabajaban con un fervor que nunca antes habían conocido. Las mujeres, que antes solo preparaban alimentos, ahora afilaban estacas y tejían redes para las trampas. Los hombres, bajo la dirección de un revitalizado Itzli, se movían con la eficiencia de un ejército, no de un grupo de cazadores. Nayra les había dado más que un plan; les había dado un propósito unificado y, lo más importante, una oportunidad real de luchar y ganar.

Cimatl observaba todo desde el umbral de su choza, una figura solitaria y amargada. Su mundo de cánticos y presagios se había vuelto irrelevante. Algunos ancianos todavía la visitaban, sus rostros llenos de duda, pero la mayoría de la tribu ahora solo tenía ojos para la Hija del Sol y sus fortificaciones. La chamán realizaba sus rituales en solitario, quemando copal para unos espíritus que parecían haberse quedado en silencio. Su poder se había evaporado, reemplazado por la lógica brutal de la madera afilada.

Pero era de noche cuando Nayra llevaba a cabo su trabajo más importante. En la privacidad de su choza, a la luz de una pequeña lámpara de aceite, estudiaba el fragmento de mineral. El zumbido constante en su mente se había convertido en un compañero familiar. Sabía que su poder era más que un simple fertilizante. Tenía que serlo.

Noche tras noche, experimentó. Intentó calentarlo, pero la roca parecía absorber el calor sin cambiar. Intentó golpearlo, pero era increíblemente duro. La frustración comenzó a carcomerla. Su plan defensivo era bueno, pero necesitaba un arma ofensiva, un elemento sorpresa que rompiera la moral de los Koo Yasi.

La revelación llegó por accidente. Mientras intentaba raspar una pequeña cantidad de polvo del mineral con su cuchillo, la punta de acero se deslizó y golpeó la roca con una fuerza y un ángulo precisos.

El resultado fue instantáneo y violento. No hubo una explosión, sino una implosión de energía. Un destello de luz dorada, cegador incluso en la penumbra, y una onda de choque sorda que sacudió la pequeña choza. No hubo fuego, pero el aire se cargó de un calor intenso y ozono, y el sonido fue un "¡VUMP!" gutural que pareció absorber todo el ruido a su alrededor.

Nayra, arrojada hacia atrás, parpadeó para quitarse las manchas de luz de los ojos. Su corazón latía con fuerza, no por miedo, sino por un júbilo salvaje. Lo había encontrado. Un arma de conmoción y pavor.

Durante las siguientes noches, perfeccionó la técnica. Molió una pequeña cantidad del mineral hasta convertirlo en polvo. Lo envolvió firmemente en varias capas de tela gruesa y luego lo cubrió con una capa de arcilla húmeda, dejando solo un pequeño punto de impacto expuesto. Creó pequeñas "semillas de trueno", lo suficientemente ligeras como para lanzarlas. Eran primitivas, inestables, pero eran un arma que este mundo nunca había visto. Creó una docena y las escondió en su inventario personal.

Al amanecer del séptimo día de preparación, la empalizada estaba completa. El foso estaba cavado. Las trampas estaban colocadas. Un silencio tenso y expectante se apoderó de la aldea. Estaban listos.

Itzli se acercó a Nayra, que estaba de pie sobre un pequeño montículo, observando la línea de defensa. Su rostro estaba sombrío.

"Axayacatl no ha vuelto", dijo en voz baja. Axayacatl era uno de sus exploradores más rápidos y sigilosos. "Fue a revisar el sendero del este al amanecer. Debía haber regresado con el sol en lo alto".

Nayra miró hacia la selva. El vibrante tapiz verde que antes representaba la vida y el sustento ahora parecía una cortina ominosa, detrás de la cual se escondía la muerte. El silencio del mediodía ya no era pacífico. Estaba cargado, pesado, como el aire antes de que se desate una tormenta.

El enemigo ya no estaba explorando. Estaba aquí.