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Desdicha

La noche envolvía al pueblo con una suave melodía proveniente de un piano. En el orfanato, un hombre de cabello blanco, bien trajeado y con guantes del mismo color, tocaba delicadamente una canción hermosa. Todos los niños lo observaban en completo silencio, atentos a cada nota.

Barak estaba paralizado al escuchar la melodía.

—¿Por qué… me resulta tan familiar, si es la primera vez que la oigo? —pensó.

Mientras la escuchaba, se dejó llevar por su imaginación, transportándose a un recuerdo donde veía a una pareja frente a él. Sin embargo, sus rostros estaban borrosos. Trató de acercarse, pero las figuras comenzaron a desvanecerse, reemplazadas por una tormenta… y luego por un rostro oscuro, deformado por la maldad. Barak despertó de golpe de su trance, gritando con fuerza. Todo el orfanato lo miró en silencio.

—¿Otra vez tú? ¿No te cansas de llamar la atención? —exclamó el chico pelirrojo desde la primera fila.

Barak, con el rostro pálido y las lágrimas corriendo por sus mejillas, salió corriendo del lugar. Estaba asustado y confundido.

—¿Qué fue todo eso...? —pensaba mientras llegaba al patio del orfanato, un lugar amplio con áreas verdes.

Por más que trataba de calmarse, la imagen de aquel rostro seguía presente en su mente. Su ansiedad solo se detuvo un poco cuando se sentó en una banca, acariciando la madera y respirando hondo.

—¿Barak? —preguntó una de las encargadas del orfanato, acercándose—. ¿Por qué no estás adentro viendo el espectáculo?

Barak agachó la cabeza, ocultando su rostro. La señora notó su silencio y se preocupó; conocía bien al chico y nunca lo había visto tan retraído.

—¿Fueron tus compañeros? —preguntó con suavidad, sentándose a su lado.

Él negó en silencio, con lágrimas aún en los ojos.

—Vi algo… extraño. Prefiero no hablar de eso.

La encargada suspiró con tristeza y acarició su cabeza.

—Será mejor que vayas a dormir, así tranquilizas tus pensamientos.

Alzó su mano para sostenerle la barbilla y mirarlo. Barak la vio, esbozando una leve sonrisa entre lágrimas.

—Está bien —susurró.

 

Porque la discriminación no se detiene ni en un mundo de poderes...

No todos los marginados carecen de Yukz. Algunos sí los poseen, pero son despreciados por su debilidad. Muchos deben conformarse con trabajos precarios o simplemente viven en las sombras, sin oportunidad de cumplir sus sueños.

Una ciudad brillante mostraba sus luces que iluminaban cada calle, pero también sus sombras… en callejones donde los peores actos se ocultan.

Allí, un joven pelinegro, vestido con chaleco rojo, pantalones y zapatos negros, sostenía por el cuello a un policía.

—¡Maldito! ¿Qué intentabas demostrar? —gruñó, arrojándolo al suelo.

Su ropa mojada comenzó a secarse absurdamente rápido. Entonces, un destello repentino lo cegó, y gritó de dolor.

—Se nota que te gusta alardear… usando tu poder de forma inconsciente —dijo un hombre que descendió del cielo.

Vestía una chaqueta negra con bordes dorados. En su pecho brillaba un escudo en forma de trébol de cuatro hojas.

Se acercó con calma y le dio un golpe directo al estómago al agresor, dejándolo sin aliento. El chico, al recuperarse, contraatacó lanzando un chorro de agua a presión desde sus manos, empujando al oficial.

—¡Nadie se compara conmigo, maldito! —exclamó riendo... solo para ser silenciado por un certero rodillazo en la barbilla.

—La arrogancia es lo que te ciega —dijo el oficial, mientras finalizaba la pelea.

Llevó al agresor inconsciente a un centro policial.

—Encárguense de él.

Lo dejó en el suelo mientras todos los presentes lo observaban con admiración. Entre murmullos, el hombre se retiró, sabiendo que ya lo reconocían.

 

El 4.º Jinete del Trébol…